De Macbeth a los hombres. La imaginación, las ideas y las palabras

Ángel Emiliano Soto Gámez


Tomada de: http://competicion.shakespearelives.org/
La universalidad de William Shakespeare, expresada en cada una de sus obras, remite y confirma la no tan arriesgada premisa de que “la historia de un hombre es la historia de todos los hombres”; y adscrita a la clasificación de las llamadas Tragedias Humanas, Macbeth, como la mayoría de sus obras, no puede distinguirse sino por la naturaleza de su incalculable valor simbólico. Comprobar esta sentencia no resulta labor exhaustiva para el lector (convendría espectador) familiarizado con el idealismo y la fatalidad, conceptos comunes y característicos de la obra shakespeareana. Así, las escenas en que hace reverberación el espíritu específico de los personajes (en monólogos, más soliloquios), se ven cargadas de reflexiones filosóficas en torno a la condición humana y el destino del hombre.
Para alcanzar este nivel de representación, sin recursos literarios, y abandonado a los ademanes del teatro, Shakespeare probablemente renegó de una naturalización de su obra para resignificarla a sí misma; esto es, ejecutarla con el mayor grado de expresión emotiva (y Goethe lo avala), logrando en sus representaciones no sólo el hecho de una puesta en escena magistral, sino también transgresora de las extensiones a que se sujeta el teatro y el código de su mensaje. Con esto quiero referirme al dialogismo que impera en Macbeth que, sin lugar a hipérboles, supone la quintaescencia de una comunicación verdaderamente empática, el traslado de un mensaje ulterior, la puesta en escena de las ideas.
Resentimos toda suerte de emociones antes de decodificar el mensaje y aprehenderlo. Casi tan cognitivo como la música, el teatro de Shakespeare o, mejor, su materialización del espíritu humano, adquiere su sustancia única a través de lo más enteramente nuestro, esto es, la conciencia y el entendimiento.
Macbeth y Banquo reuniéndose con las brujas en el brezal,
Theodore Chasseriau, 1855.
El primer acto, en su conjunto de escenas, remite a la desnaturalización de las circunstancias de la historia para, como se ha dicho, resignificarla por encima de la esfera de acciones y fuera de un realismo determinante. Las brujas, personajes importantes (que recuerdan a las Moiras de la Antigüedad clásica), y que prologan el advenimiento de la guerra, son el primer elemento transgresor de la realidad inmediata. Macbeth, en el comienzo de su tragedia, todavía es un hombre leal y honorable; regresa a la patria, victorioso y aclamado, primero, héroe de Escocia, luego, Señor de Glamis y de Cawdor. Las tres brujas desaparecen y no pasa demasiado tiempo para que Ross, junto a otros señores escoceses, se aproximen al encuentro de los caballeros y honren a Macbeth con los títulos que aquéllas le profetizaron.
El hecho de que se presente como una figura idealizada o núcleo semántico de las virtudes del héroe, es en función de un esquema de su descenso. Es aquí, en la escena III del primer acto, cuando se percibe en Macbeth el trastorno de la razón y otros fantasmas del condicionamiento moral. A esta sazón, no resulta ocioso aclarar que el descenso del protagonista es hacia un infierno interior, shakespeareano en el sentido “universal”, porque develó un monstruo universal: la imaginación.

                 MACBETH.—¡Los temores presentes son menos horribles que los que inspira la imaginación! ¡Mi pensamiento, donde el asesinato no es aún más que vana sombra, conmueve hasta tal punto el pobre reino de mi alma, que toda facultad de obrar se ahoga en conjeturas, y nada existe para mí sino lo que no existe todavía![1]

Macbeth consulta la visión de la armada,
Henry Fuseli, 1793. 
Se debate, atormentado, entre dejar las cosas a su flujo o tomar parte en su realización, pero sólo cuando su mujer se entera de los hechos que se auguran, funge como conductor directo de los designios, abandonándose al albedrío, renegando del orden. Sin embargo, ¿cree asumirlo o cumplirlo?; Paul Watzlawick nos alumbraría con “La historia del martillo”: podemos, a través de un desbordamiento (insano) de la imaginación, labrarnos un futuro aciago y pesimista. Sirviéndonos de esta explicación, cabe aclarar que las eventualidades que toman parte en Macbeth no se subordinan al intradiscurso de la brujería; Harold Bloom hace un comentario pertinente a esta sazón: “[…] aunque omnipresente [la brujería], no puede alterar los acontecimientos materiales, pero la alucinación sí puede y efectivamente los altera”.[2] El destino se despliega desde el interior y surge; y las brujas, aún en su más estricta naturaleza, entes exteriores, se revelan más que como poseedoras de magias y ciencias infrahumanas: en su conjunto, no son sólo un elemento de desnaturalización; se vuelven palabra y predicado de una tragedia. La colisión es inevitable. El hombre frente a las alegóricas puertas de su futuro: la imaginación, que precede a la fatalidad para, luego, estrechamente, imperar ambas como un hecho solo: el destino.
Así, podemos ver que Shakespeare se encarga de trabajar consciencias específicas de un modo sistemático, lo que permite entrever que si bien fue reconocido más por su trayectoria como adaptador que como creador, preexiste su iniciativa de perfilar una psique que rebasa la intertextualidad de su obra, el imaginario colectivo y los márgenes de una época. Los personajes de Macbeth (y de gran parte de la obra de William Shakespeare) no se corresponden ni ciñen, pues, a una característica determinada; aún pese a la naturaleza universal de cada uno de ellos, esto se debe no a una relación de estereotipo, sino a un englobe magistral de las concepciones, fantasmas y luchas de lo verdaderamente humano.
Lady Macbeth, Gustave Moreau, 1851.
La ambición de Lady Macbeth, por ejemplo, pretende la persuasión de su marido. Si el influjo del hado engendra monstruos, Lady Macbeth los asegura esquivos a toda virtud, los fortalece, pero, sobre todo, los domina. “LADY MACBETH.¡Ven aquí, que yo verteré mi coraje en tus oídos y barreré con el brío de mis palabras todos los obstáculos del círculo de oro con que parecen coronarte el Destino y las potestades ultraterrenas!”[3]
Muerto el rey Duncan en el castillo de Macbeth (su primo y más apreciado caballero), la mujer del segundo se encarga de sembrar las pruebas falsas para incriminar a los hombres que escoltaron al rey. El ultraje se resignifica desde un enfoque etológico que nos podría recordar a Hamlet y, en mayor retroceso, a Edipo; Macbeth, como los anteriores, opta por la satisfacción de un deseo primitivo-individual, renegando de un sentido de pertenencia moderno-colectivo; es, pues, víctima de una conciencia primitiva; ésta, en contraposición a los lineamientos meramente humanos, produce el caos. Pero el personaje de Macbeth no es el único en el que se puede hacer hincapié a sazón de estas razones.
Vemos, una vez más, la determinación helada con que Lady Macbeth participa sin titubear, llevando a cabo, incluso, las tareas que su marido se ve incapacitado de ejecutar, ya por los remordimientos, ya por un fugaz sentido de pertenencia moral: “MACBETH.¡Silencio, por favor! Me atrevo a lo que se atreva un hombre; quien se atreve a más, no lo es”.[4]
Se asume que los hijos del fallecido Duncan, Malcolm y Donalbain planearon la traición. Por supuesto que Macbeth asciende directamente al trono pero, no bastándole esto, ya envenenado de ambición, busca la seguridad de su empresa con la muerte de Banquo, su gran amigo, que sería padre de reyes según el presagio de las brujas, lo que significaba que el cetro y la corona no serían por siempre de su linaje. Vuelven las imaginaciones homicidas. Así, de la emboscada que preparó el rey Macbeth para Banquo y su hijo, Fleance, el último escapa. Las circunstancias empujan al monarca a su demencia. Consecuentemente, las alucinaciones; Banquo ensangrentado recordándole su crimen y ultraje. La locura sólo es el preludio de la miseria. En Lady Macbeth la culpa se desborda con el acoso del insomnio, en cuyo estado delirante habla de manchas de sangre indeleble en sus manos, pero también en su memoria.

                            LADY MACBETH.¡Fuera, mancha!… ¡Fuera, digo!… Una, dos, vaya, llegó el instante de ponerlo por obra… ¡El infierno es sombrío!… ¡Qué vergüenza, dueño mío, qué vergüenza! ¿Un soldado, y tener miedo?… ¡Qué importa que llegue a saberse, si nadie puede pedir cuenta de nuestro poder!… Pero ¡quién hubiera imaginado que había de tener aquel viejo tanta sangre!…[5]

Persecución y miedo después de la total disipación de la culpa sellan el fin de Macbeth. Herido por su propia traición, la ambientación se percibe sin las luces de la esperanza, que alumbraran a otros de la tradición shakespeareana, como en Romeo y Julieta o Hamlet. En este sentido, Macbeth se presenta como la obra más oscura y horrible de William Shakespeare, un retrato del hombre atormentado por el fin, que resiente la más ínfima referencia de lo que fue sólo para dar por sentado que se ha perdido a sí mismo; saber que recuperarse no es posible y, peor aún, saber que nunca lo fue.
Ilustración de una escena de Macbeth de William Shakespeare,
Gustave Doré, 1875-7.
La imaginación ha tejido su drama; ni pieza ni jugador, el hombre se contrapone a los designios, y las decisiones al futuro. La disposición de las cosas fluye paralela a las acciones, y antes, a la imaginación. Y si en el espejo que llevase Banquo para que el traidor mirara a los futuros reyes, ¿también vio el yugo de los hombres y no el suyo sólo? Cuando hablamos del teatro de Shakespeare, la interpretación que se aleja de la escena es relevante. No se trata de un juicio personal. Varios estudiosos (los que no se ocupan en la desmitificación de la persona autoral de Shakespeare), como Bloom, o bien, el testimonio impreso de escritores que mantienen ciertos rasgos de la tradición shakespeareana (Oscar Wilde), avalan que si bien el trabajo de William Shakespeare fue estrictamente en el género de la dramaturgia, su fuerza se hallaba en la palabra, y sólo en ella y en sus ilimitadas extensiones se consumaba, finalmente, el mensaje de su obra.

 Para leer las obras de Shakespeare, y hasta cierto punto para asistir a sus representaciones, el procedimiento simplemente sensato es sumergirse en el texto y en sus hablantes, y permitir que la comprensión se expanda desde lo que uno lee, oye y ve hacia cualquier contexto que se presente como pertinente.[6]

La referencia de Wilde, empero, no suscita ningún hallazgo teórico de mi parte, sino que me remontó, bien vaya, a su novela El retrato de Dorian Gray, donde el diálogo impera y aún contextualiza más que lo esencialmente narrativo; una resignificación que rebasa, como en Shakespeare, las restricciones de un género. Es por eso que el dialogismo en Macbeth es lapidario. Nos encontramos frente a un epígrafe y epitafio que nos corresponden. Se trata de un juicio personal.


BIBLIOGRAFÍA:

BLOOM, Harold, Shakespeare. La invención de lo humano, Anagrama, España 2005.
SHAKESPEARE, William, Obras Completas, Tomo VIII, Club Internacional del Libro, Madrid, 2006.




[1] William Shakespeare, Obras Completas, Tomo VIII, Club Internacional del Libro, Madrid, p. 151.
[2] Harold Bloom, Shakespeare. La invención de lo humano, Anagrama, España, p. 602.
[3] William Shakespeare, op. cit., p. 153.
[4] Ibid., p. 157.
[5] Ibid., p. 189.
[6] Harold Bloom, op. cit., p. 31.

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