De libros como montañas
César Anguiano
Hay gente convencida de que una gran novela no puede tener nunca menos
de quinientas páginas. Esta idea, por supuesto, es una tontería; ya que existen
muchas que apenas superan las cien, o no llegan ni a las doscientas, y no por
eso dejan de ser excelentes (Pedro
Páramo, La Metamorfosis
o La Virgen de los Sicarios).
Uno haría bien en no tomar aseveraciones de ese tipo muy en serio. Deberíamos
escucharlas –o leerlas–, sonreír y pasar de inmediato al siguiente tema. Pero
hay algo en esas proposiciones, no del todo lógico, que nos reta como lectores.
Cortázar, en un ensayo sobre Lezama Lima,
imagina vanidoso un club very exclusive:
el de los muy pocos que han leído Der
Mann ohme Eigenschaften, Der Tod des
Vergils y por supuesto, Paradiso.
Der tod des Vergils, no es otro que La muerte de Virgilio de Broch; pero
¿qué título es ese de Der Mann ohme
Eigenschaften? ¿Qué significan tales palabras? ¿Quién es el autor de tal
libro? ¿Raymond Roussel? ¿Por qué, de repente, aunque nos sentimos y no dejamos
de declararnos demócratas, quisiéramos ser parte, contra toda lógica, de ese very exclusive club? Hay mucho de
esnobismo en esa ambición, pero también, mucho espíritu deportivo.
Uno creería que este espíritu es patrimonio
exclusivo de gente que practica el fútbol, la gimnasia olímpica o la natación.
Estamos acostumbrados a pensar a la gente de letras como inofensivos ratones de
biblioteca; creemos que lo que menos desean es competir, o querellarse, así sea
amistosamente, con sus semejantes. Bastaría leer una pequeña parte de todo lo
que Bernard Shaw y Chesterton escribieron para curarnos para siempre de esta
otra falsa idea.
El crítico americano Harold Bloom dice que toda la literatura es en
realidad una gran competencia. De lo que se trata, casi como en las olimpiadas,
es de igualar o superar el record precedente. Virgilio, con su Eneida, intenta igualar a Homero. Marcel
Proust deseaba escribir un libro inmenso, semejante a la vida, un libro mágico
como Las mil y una noches, y lo logra
plenamente con su A la recherche du temps
perdu. Milton intenta emular a Dante, cosa que consigue, al menos por
momentos, en el Paraíso Perdido. Que los grandes escritores compitan entre
ellos no es cosa rara, ¿con quién habrían de competer sino entre ellos? Sin
embargo, antes de que Marcel Proust escribiera su voluminosa obra maestra,
antes de que Lezama escribiera su Paradiso,
o Cortazar publicara Rayuela; antes
de eso, fueron grandes lectores. ¿Cómo se puede escribir un gran libro si no se
conocen muchos otros libros de este tipo? ¿Cómo se puede escribir una novela de
tres mil o más páginas, como Proust, sin lograr comprender antes la estructura
y el entramado de otras grandes obras?
A pesar de que la ambición lectora de muchos
escritores parece cosa normal y hasta lógica. No dejan de ser curiosas las
asociaciones, los clubes, en sentido contrario. Es decir, los de gente que se
jacta de no leer; clanes a los que, incomprensiblemente, también pertenecen
algunos escritores.
Recuerdo una ocasión –no pasaba por entonces
los veinte años–, en que leí la declaración de un escritor español de moda: “No
he leído el Quijote ni pienso leerlo jamás”. Yo acababa de leer por primera vez
el libro de Cervantes; todavía recordaba muy bien las carcajadas que me habían provocado
las conversaciones entre Sancho Panza y su patrón. No podía creer que un
hacedor de historias y de supuestos buenos libros despreciara una novela que
pasaba por ser la mejor de todas –al menos al juicio de alguna gente igualmente
rara en sus apreciaciones.
¿Qué era lo que originaban las extrañas
declaraciones de ese escritor laureado? ¿Snobismo al revés? ¿Elogio del menor
esfuerzo? ¿Simples ganas, completamente out,
de épater les bourguoisses? ¿O estaba
plenamente satisfecho con sus libros más o menos malos, más o menos legibles? ¿Sería
un filósofo del término medio, de la mediocridad como ideal humano?
Sea cual sea la respuesta, él no hubiera podido
ser parte de ese very exclusive club
del que escribía Cortázar. Pour faire partie de ese petit noyau, du petit grupe, mencionado
por el argentino hay que tener mucho de alpinista, aunque no de cualquiera,
sino precisamente de aquellos que no se contentan sino con las montañas más
altas.
Alguna vez supe de uno que se jactaba de haber
estado en la montaña más alta de cada continente. Si nosotros quisiéramos hacer
un círculo aún más exclusivo que el del argentino, y quisiéramos que fuesen
diez y no tres los libros leídos para pertenecer a éste, ¿qué otros siete
títulos agregaríamos? El Quijote, En busca del tiempo perdido y Las mil y una noches las hemos
mencionado ya tantas veces que sería imperdonable que no las incluyéramos.
¿Cuáles serían entonces las otras cuatro?
La
montaña mágica de Thomas Mann, novela en cuyo sólo
título parecen encerrarse todas las maravillas que un libro montaña debe
poseer, salta de inmediato de su sitio y se hace presente. Que ésta sea la
séptima, pues. Pero, ¿y las otras tres?
¿La
guerra y la paz? ¿Moby Dick? No;
por más que esos sean buenos libros no son lo suficientemente difíciles. No
cuentan, pues no nos han vencido una y otra vez, como sólo las más altas
montañas vencen a los más fuertes; no nos han dejado avergonzados, a la vera
del camino, varias veces, antes de permitirnos, por fin, penetrar su
secreto. Algunos objetarán que la
dificultad o facilidad de lectura de una novela o un libro nada tienen que ver con su calidad. Tienen
razón. Pero este breve ensayo no tiene como objetivo hablar sólo de calidad;
que en cuestiones de calidad, a dios gracias, la lista es enorme. Tampoco trata
de los libros más bastos o largos: Los
Pardillan, Los misterios de París,
etc. Trata, y ahora yo mismo vengo a descubrirlo, de aquellos libros que
encierran: calidad, extensión y dificultad. Y también, por supuesto, trata del
espíritu deportivo que hay que tener para leerlos, y aún más para escribirlos.
A Balzac y su Comedia Humana nos da pena dejarlos fuera, pero Balzac se lee con
pasión y frenesí, no es difícil; lo cual no disminuye un ápice el interés que
podamos sentir por éste otro autor francés.
Muchos estarán pensando en el Ulises de Joyce. Aunque no soy su fan
número uno, incluyámoslo. Pero en los dos lugares restantes ¿a quién pondríamos?
¿O qué libro o novela?
Antes de tomar la decisión final, consideremos
varios.
El libro
del desasosiego de Pessoa, aunque no es precisamente
una novela, nos guiña un ojo. Lo mismo que La
historia de Genji de Lady Murasaki. La Historia general de las cosas de La Nueva España de
Bernardino de Sahagún, aunque tampoco sea una novela, sino un tratado antropológico,
se nos queda mirando. ¿Acaso yo no pinto un mundo tan fantástico como en En busca del tiempo perdido? ¿Acaso no
se invierte tanto tiempo en leerme, y tanto esfuerzo, como en La montaña mágica de Mann? ¿Acaso la
atmósfera que en mí se respira no es tan densa y pesada, como la de ese
hospital para tuberculosos de Devos-Platz, o como la de El infierno de Dante?
Si no hubiera leído una segunda vez Cien años de soledad, sólo por fervor
hispanoamericano lo incluiría; pero, por desgracia, ese segundo acercamiento a
la obra maestra de Márquez rompió el hechizo inicial. ¿Y La guerra del fin del mundo de Llosa? ¿Y El doctor Jivago de Pasternak? La novela de Llosa se lee con
lentitud, dolorosa, sabrosamente; aunque la de Pasternak la he dejado en tres
ocasiones sin llegar a terminarla. ¿Pero son estos dos libros verdaderas
montañas? ¿Voy a considerar El doctor
Jivago como una auténtica novela montaña sólo porque a mí se me resiste? ¿O
hay niños de catorce y quince años en Rusia que la leen como mera literatura de
entretenimiento? ¿Es en verdad tan difícil y profunda…? Perdón. ¿Es de verdad
tan difícil y alta como las de Dostoievsky,
o de plano es un mazazo en la cabeza, por lo soporífera? ¿Podremos jactarnos un
día de haber leído también esa novela, o será por siempre una asignatura no aprobada?
¿Existirá un club que exija su lectura?
Seguramente no, pues media Rusia debe haberla leído, de la misma forma que
media Francia ha leído al menos un fragmento de A la recherche… Pero ya que mencionamos a Dostoievsky, ¿nos atreveremos
a dejarlo fuera? ¿Fingiremos que El
príncipe idiota, Crimen y Castigo,
Los endemoniados o Los hermanos Karamazov no ofrecen ni la
altura ni la dificultad requeridas? ¿Y La
guerra y la paz? ¿Y si quitamos Ulises
y agregamos en su lugar la de Tolstoi? ¿Y La
cartuja de Parma?
Una que definitivamente merece estar en esa
lista de diez es El color del verano
de Reinaldo Arenas. No es muy difícil de leer, aunque sí de entender. Un libro
raro, una novela que se puede leer comenzando por cualquier página; incluso por
la última, pues está escrita de manera circular. Una novela que como muchas obras
literarias –la de Thomas Mann, la de de Dante, El paraíso perdido de Milton,
o Pedro Páramo– intenta pintar, con
bastante éxito, una suerte de infierno.
¿Por qué hay tantos infiernos en la literatura,
en el arte? ¿Será porque esa es una de sus funciones básicas, la de denunciar
los infiernos que una y otra vez nos inventamos los seres humanos, para luego
condenarnos a vivir en ellos? ¿Es el infierno el símbolo de la oscuridad y la
muerte? ¿Y el empeño del poeta, del novelista, o pintor al retratarlo, no es
sino una lucha desesperada por vencer esa oscuridad y esa muerte, un símbolo de
luz y vida?
Por más que muchos intelectuales exquisitos
consideren el deporte como una forma benigna de desahogar nuestros instintos
salvajes, de practicar una suerte de guerra sin tanta sangre, pero al fin
guerra. Por más que el deporte, al menos de la forma que se practica en las
Olimpiadas, tenga sus detractores, hay en él algo tan válido como puede haberlo
en la literatura: el afán humano de ser mejor.
Ser más rápido, más fuerte, llegar más alto, es
tan meritorio como tratar de ser más sabio. Aunque después de las desgracias
del Holocausto se puso en tela de juicio la utilidad de la literatura, es
innegable que Cortázar se sintió más listo, más sabio, después de leer Paradiso y las otras dos novelas que
menciona. Su Para llegar a Lezama Lima
es una provocación, una invitación en forma de reto para escalar una montaña y
desentrañar su misterio. Cuando vemos a Nadia Comaneci dar giros en el aire
como si la gravedad no existiera, nos consuela de nuestra propia pesadez. Leer
a Platón nos asemeja un poco, al menos mientras lo leemos, a Platón mismo; podemos
engañarnos y creer que somos tan listos como él.
Los libros difíciles –no los mal escritos
escarnecidos por Horacio–, no son mejores quizá que los que se leen fácilmente.
Sería una tontería afirmar que Mann es mejor que Balzac, o que Shakespeare. Pero
los libros que nos resultan fáciles, aunque nos encanten, se mueven siempre por
un territorio más o menos conocido de nuestra alma; nos pueden hacer sufrir, pero siempre lo
hacen de una manera alegre. Estamos en ellos como en nuestra patria. Son los
libros difíciles –los que verdaderamente nos cuesta leer–, los que avanzan por
senderos y paisajes nuevos; son éstos los que abren brechas insospechadas a
nuestra imaginación; los que nos hacen capaces, en verdad, de nuevas
posibilidades. Para ponerlo en términos fisiológicos, son ellos los que
provocan el crecimiento de la neo corteza, los que hacen que una nueva conexión
surja en lo más recóndito de nuestro cerebro; quizá en una parte que, de lo
contrario, habría tenido que permanecer por siempre en el olvido, atrofiada. En
una época de súper especialización, de expertos en micro campos del
conocimiento, ¿qué porcentaje de nuestro cerebro, de nuestra alma, queda sin
ejercitar? La misma diversidad de las disciplinas científicas, la multitud de
records y deportes, de ocupaciones de entretenimiento, de idiomas, de artes, de
la diversidad de organizaciones sociales, son una muestra de las infinitas
posibilidades del ser humano. Desear escalar la montaña más alta, es desear
ampliar esos límites. Leer los libros más difíciles es forzarnos, tratar de ser
más inteligentes, mejores.
¿Pero por qué los seres humanos estamos
buscando siempre pretextos para no esforzarnos? ¿Por qué nos conformamos con
comer, con ver el canal 2 y no el 22, que exige un poquito más de nuestro
intelecto? A veces creo que la mediocridad y el desaliento que reina en este
país es producto de esa falta de entusiasmo y espíritu deportivo. Si somos
doctores, casi nunca queremos ser uno que cure enfermedades difíciles, nos
conformamos con recetar paracetamol para las molestias de la gripa o la resaca.
Si somos lectores nos conformamos, y aún nos sentimos grandes con Harry Potter, o El código Da Vinci. Si somos escritores con escribir historias
entretenidas.
La guerra
y la paz, A la
recherce…, El color del verano,
los libros montaña, son grandes no sólo porque nos cuesta mucho leerlos, sino
porque reflejan una lucha difícil, librada por el escritor, por comprender y
retratar una realidad caótica e incomprensible. La realidad está tejida por
infinitos hilos, y las más grandes novelas sólo pueden dar cuenta de algunos de
ellos. Pero a pesar de esa limitación de esas novelas montaña, que no son,
después de todo sino limitaciones del ser humano, resultan profundamente
enriquecedoras. El hombre nunca podrá aprehender del todo la realidad, pero libros
como A la recheche… están ahí para
recordarnos que incluso el intento vale la pena; que la sabiduría, la dicha
–incluso el éxito mundano–, están ahí para los que no tienen miedo escalar
montañas.
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