La culpa no es de nadie… ya para qué
Ezequiel Carlos Campos
Corredores con
rejas, ruido, muros grises e impenetrables, policías observando el movimiento,
por muy mínimo que sea, ni una mosca es dejada en paz, aun los presos, que son
mirados detalladamente. El hedor de los presos, el hedor que conlleva el
encierro grupal. Cada grito, cada lamento, los de afuera y los de dentro se
miran, unos son reclusos y guardias; desde el encierro cambian lugares, son los
encerrados los que miran, de igual manera, los movimientos lentos y forzados de
los guardias. “Tan estúpidos como para no darse cuenta de que los presos eran
ellos y no nadie más, con todo y sus madres y sus hijos y los padres de sus
padres”. ¿Quién está encerrado? ¿Aquellos que en efecto lo están o aquellos que
están ahí cuidando? Ambos uniformados. Sí, unos tienen libertad, salir a las
calles, burlarse de las tragedias ajenas; los apandados en cuyo laberinto
concéntrico se hunden cada vez más en el encierro, parecieran que las paredes
se achican hasta llegar al apachurro. Único escape palpable: la droga que
brinda la sensación de libertad, el bien de los desdichados. Cuando acaba el encierro
es más encierro. El Carajo, Polonio y Albino, monos dentro de su jaula, apandados, buscan el escape artificial.
La madre del primero, vieja, respetada, sería la encargada de meter la droga y
entregarla. Meche y la Chata, mujeres jóvenes, vehículos eficientes para el
fluido sin problemas de la droga, sus bellezas, sean como sean, es el distraje
para ayudar a los hombres. José Revueltas sabe con exactitud los metros de ese
tipo de encierro: “[…] treinta metros más o menos, sesenta de ida y vuelta”. La
distancia de la muerte. Un plan: “Se trataba de entrar a la Crujía con la
visita general, y dispersas, confundidas entre los familiares de los demás
presos, plantarse las tres mujeres por sorpresa ante la celda del apando, dispuestas a todo hasta que no
se les levantara el castigo a sus hombres, inmóviles y fijas ahí para la
eternidad, como fieras perras rabiosas”, mientras la Madre, la madre salvadora
entregaría la droga. Albino y Polonio, más asqueroso que estar ahí es estar con
El Carajo. Su puta madre es lo único que les haría aguantar la putrefacción que
ese cuerpo irradia por conseguir el anhelado producto. Serviría de algo El
Carajo, carajo. Matarlo ahora no servirá de mucho. El día esperado: la madre no
logra entregar la droga, los guardias se las llevan. Se los llevan, también, y
los golpean con tubos a través de las rejas. El Carajo, carajo, delata a la madre
para salvar su existencia, la existencia
de los tres. Los salva, y ellos que deseaban matarlo. “Ya para qué”, si todo se
fue al carajo. De todos modos “De nadie era la culpa, del destino, de la vida,
de la pinche suerte, de nadien”.
Texto
sobre El apando de José Revueltas.
Fotografía del Palacio Negro de Lecumberri. Sin derechos. |
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