Sombra
Héctor J. Hernández
Me gustaba seguirla y que ella
me siguiera. Le saltaba encima, como un gato al cazar, y en lugar de huir, me
abrazaba. Nos habíamos acompañado desde siempre, estábamos unidos casi por la
carne, nuestros tejidos a veces se confundían en una maraña que recordaba la
situación parasitaria de la Tierra en relación con el sol.
Nacimos al mismo
tiempo de madres distintas.
Nos conocimos en el
aire. Mientras lloraba yo en una incubadora, ella callaba. Siempre fue
silenciosa. Hasta llegué a creer que era muda. Le decía anda y andaba, le decía
ven y venía. Su silencio era hermético. Al crecer, cuando me encontraba de
repente sin nada que decirle la miraba de frente y ella evadía mis ojos, como
si temiera un encuentro.
Nunca nos preguntaron
si queríamos estar juntos. Fuimos obligados a coexistir, robando ella parte de
mi tiempo y espacio. Nunca me preguntaron. Crecí a su lado, conociéndola poco,
en la medida que su mutismo me dejaba entrar en su cabeza. Pese a su silencio
nuestro mutuo entendimiento crecía día a día, al grado de que en algunos
momentos nuestra identidad se fundía, dándonos la apariencia de formar parte de
un mismo cuerpo. Por eso a veces la confundían conmigo y la hacían partícipe de
mis secretos.
Todo hubiera seguido
como siempre. Hubiéramos continuado nuestras salidas de paseo, nuestras mañanas
de camión rumbo al trabajo, nuestro miedo a la oscuridad de la noche, de no ser
porque un día, de buenas a primeras, desapareció. Creí que se la habían
llevado: un secuestro.
Entonces decidí investigar su
situación. No iba a permitir que se esfumara después de todos esos años que
habíamos pasado en mutua compañía. En primer lugar, sospeché de mi vecino,
siempre había sido sospechoso, hasta el día que ella desapareció había creído
que era un dealer de poca monta, pero al imaginarlo como un posible
secuestrador, me puse alerta y comencé a espiarlo. Tracé su rutina con cuidado
durante los tiempos que me permitía el trabajo. Sin embargo, al cabo de una
semana o poco más, descubrí que no la tenía capturada, pero que, en efecto,
vendía drogas.
Descartado el
vecino, mi lista se redujo a cero, no tenía sospechosos y ningún aviso de quiénes
podrían haberla secuestrado. Ningún reclamo de su presencia. Nada. Pensé en
pegar carteles, en poner un anuncio en el periódico, en dar aviso en grupos de
Facebook. Pero quién iba a reconocerla, cuando quería (y a veces cuando no)
tomaba cualquier forma; asustada, como seguramente estaba, podía estar en todas
partes.
Fue por ese tiempo
que una idea comenzó a rondarme, sospeché que no me la habían quitado, sino que
ella se había ido por su cuenta. Tal vez había estado planeando su escape
durante mucho tiempo: los días en los que parecía más ausente de lo normal, los
juegos en los que se alejaba restirando nuestra unión como queriendo probar la
fuerza de los hilos que nos juntaban. Poco a poco esos detalles fueron saltando
a la luz como accionados por una sospecha mayor: yo era una carga, un monstruo
que la había obligado a acompañarme.
Confirmé mis sospechas una mañana.
Había salido de casa y cuando volví ella estaba dentro. Me esperaba sentada en
el sofá. En cuanto nos encontramos entendí que nadie nos había separado, sino
que ella había huido por voluntad propia. Quise acercarme pero la duda me
detuvo: ¿qué quería? Se levantó, comenzó a mover los labios, primero de manera
casi imperceptible, luego de forma que articuló algunas palabras que no
llegaron a mis oídos. Me acerqué: se alejó rumbo a la puerta. Caminó frente a
un espejo que estaba en la entrada y este reveló el secreto que escondía. No
era la misma, había asumido una nueva figura, esta vez quizá definitiva: ahora
tenía rasgos que la hacían semejante a mí y yo, al acercarme al espejo,
descubrí que tenía rasgos semejantes a ella.
Mientras se alejaba,
mis ojos fueron de su silueta al espejo y de vuelta. De repente, ya no
encontraba diferencia, éramos uno mismo, como una especie de dios ubicuo. Corrí
tras ella, pero no pude alcanzarla. Se había ido para siempre. Ahora no la
busco, pero a veces, como tú, aparecen personas que afirman haberme visto, que
dicen conocerme, y es entonces cuando les digo que no era yo, sino ella.
Héctor
J. Hernandez (Córdoba, Veracruz, 1994). Psicólogo y estudiante de Lengua y
literatura hispánicas de la Universidad Veracruzana. Ha publicado textos en
revistas digitales como Aeroletras, Página Salmón, Marabunta, Espora, De-lirio y antologías como Trapiche (2016) y Vive la muerte (2017). Asimismo su obra de teatro “Las últimas
horas de Cuesta” fue montada en diversos escenarios de Córdoba, Veracruz. Ha
impartido talleres, círculos de lectura y conferencias. En la actualidad,
dirige el proyecto Tintero Blanco.
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