Todo ser humano es un artista: poemas de Manuel Becerra Salazar
Todo ser humano es un artista.
Joseph Buys
Descripción de Julia en un carro alegórico
Según Darwin y el doctor Purland, Julia tiene en ambas quijadas una doble hilera de
dientes, una dentro de la otra, como los tiburones.
Tiene la piel del rostro cubierta de pelo y la piel del cuerpo y goza de un gran mentón
barbado.
Sus labios pronunciados debido a su dentadura, la proveen de facciones semejantes a
las del simio y al mismo tiempo la hacen dueña de una seriedad impecable.
Contrario a lo que se piensa comúnmente, Julia habla y viste con tal elegancia que es posible, a los primeros minutos de conversación, pasar por inadvertido su natural esperpento.
Sin embargo, los curiosos pagamos por verla cuando se exhibe severamente en los
carnavales europeos.
–Calcina los ojos de los hombres con tu estrella magnífica.
Cuando Julia se lleva las ovaciones es porque desde su interior, criatura nacida sin
máscara veneciana, una niña se deja encantar con el carruaje circense.
Se mueve con la docilidad de los bisontes blancos. Gira sobre sí misma, no como la
bailarina de ballet, sino como la órbita de la estrella.
–En mis sueños estabas tú, Julia, de cabeza y en perfecto equilibro sobre el lomo de
un caballo y eras asombrosa como una funambulista y merecías estar en una
carta Tarot.
Desde el faro de la infancia el viaje es siempre una invitación al viaje.
Llegada la noche, canta ensimismada. Su voz es una hoja de afeitar.
Improvisa canciones entre la maleza que hablan de la noche y anuncian el nacimiento
de un hijo que llegará, muerto a los segundos de nacido, a este mundo.
Hijo muerto de Julia Pastrana.
Será exhibido como ella, embalsamado como ella, muerta igual después de parirlo con
idénticas facciones de primate.
Su cónyuge, Theodor Lent, obtendrá las ganancias y algunas décadas después el
dramaturgo Heiner Muller transcribirá en palabras de la marquesa Merteuil:
“Hasta el enterrador, querido Valmont, tiene sus minutos de gracia con nosotras”.
Nadie sabe quién fue Theodor Lent. No hay una descripción de él.
De él no se sabe nada.
Visita a la casa de los Flanagan
1.- Canción de
la fibrosis quística
Veamos. Bob es
mi nombre artístico. Soy sadomasoquista como El profeta. Usted me pregunta por
mi oficio. Trabajo para ser un héroe griego de este tiempo. A veces lleno mi
torso de aceite como los mineros, me cuelgo de cabeza y me dejo levantar por
clavos atados a los omóplatos. Una multitud de niños me miran desde el pecho de
los hombres de la galería. Es divertido estar muerto, les digo, y la gente
ovaciona de pie. Imagino, por momentos, que estoy ebrio, flotando en un río
sagrado bajo una luna despiadada. La vida es un buen negocio. La gente paga por
verme agonizar en cada acto nuevo. Bob, canta la Canción de la fibrosis
quística, me solicitan. Quizá mi destino apuntala a que termine mis días en
una gran performance: el acto memorable que consiste en clavarme el pene sobre
una tabla de madera. Tengamos en cuenta que mi oficio es algo, quizá, fuera de
lo común, aunque la cuestión radica en un motivo medular: concebir una
iluminación en el ser humano, una chispa. Es decir, hace falta solamente una
chispa, lánguida, tímida para detonar el infierno que a cada quien nos fue
concedido. El infierno propio. Me refiero a ese que aparece en el cuerpo que se
atenaza. Después de confrontarnos por medio del dolor uno consigue salir,
contrario a lo que se piensa, más fortalecido.
Le repito, es
divertido estar muerto.
2. Bob se descubre en el
espejo
Míreme en mi habitación. Estoy desnudo, lo más parecido a un salvaje.
Míreme desde el otro lado del espejo que es donde suceden todos los
encantamientos. Veo desde aquí las costillas y los vellos que me cubren los
muslos. Tengo un pene gigante que sobresale de la palma de mi mano y crece
gradualmente. Tiene el tamaño de una golondrina. Una golondrina apresada en las
manos de un niño. El escroto posee la piel más vulnerable y cambiante del
cuerpo y contiene casi maternalmente a los testículos que empezarán a cargarse
de un semen tibio y nebuloso como la parafina. Huele a las manos de las jóvenes
lavanderas. Tengo una cúpula en la punta que amenaza con cada uno de sus vasos
sanguíneos con estallar. Gordo y endurecido luce como un cuchillo redondo.
Después llega Rose, un tanto cansada, pero apenas me ve, abre los ojos
asombrados como dos girasoles dichosos. Está ahora sobre mí. Lo mete completo a
su boca. Mientras hace esto, utiliza las uñas largas para arpegiarme los
huevos. Al paso de unos minutos suelo voltearla y ahí están: sus caderas
grandes, blancas e insostenibles apenas en el pensamiento ahora que cuento
esto. Las conozco bien: vistas en otros espejos; de perfil, ceñidas al andar de
los caballos. Descanso. Pienso en un velero que se aleja mientras Rose me pone
boca abajo e intenta dilatarme el ano con una enorme bola de metal. Entra y la retengo
sin esfuerzo. Acontece de manera furtiva. Me vuelvo a ella excitado como un
atleta, miro el techo y empiezo a dejar la habitación para entrar en un sopor profundo.
En mi sueño un roble se precipita al vacío sin provocar ningún ruido.
2. Hablemos de las nebulosas
Ahora bien,
hablemos de la mutilación del cuerpo y del desprendimiento espiritual. El
desamor en todo caso es una forma de automutilación, pero no es un suceso que
depende de un acto consciente. Es decir, quien nos ha dejado el alma en un
hilo, no ejerce sobre nosotros a voluntad ninguna profesión, digamos,
sadomasoquista. El desprendimiento de una persona de otra, por más arraigada
que haya estado en el pobre corazón de los hombres, tiene una enseñanza y ni
siquiera esta enseñanza es hecha a consciencia por la persona que causa el
daño. No actúa como recordatorio, por ejemplo, como sucede con el miembro
amputado; no es un dolor fantasma. Cada muñón cortado recuerda que también
tenía la capacidad de sentir y de dolerse, aunque ya no esté ni tenga fecha de
regreso jamás. Todo depende de qué tan grande sea su percepción. Piense, dado
el caso, en un témpano de hielo que se libera y se va lentamente por la
superficie del mar. La sola imagen es luminosa. Pareciera que esos grandes
desprendimientos se realizan para que transcurra una evolución estética en todo
aquel que lo presencia. Así con el dolor. Con cada cosa que se autodestruye o
simplemente se destruye pasa eso. Todos los hombres tienen su derecho a la
inmortalidad. Todos tienen acceso a ella, pero antes es necesario que tengan
conocimiento de ello. Quienes no lo saben, están expuestos a perderlo. Lo
pierden. En la belleza –con la
autodestrucción como en muchas cosas naturales– es posible a
veces encontrar una puerta a la eternidad. El cisne cuando va a morir lanza su
baladilla más asombrosa. La ballena que se tiende a morir sobre la arena, es
hermosa aún mientras se pudre a los ojos de los turistas. Las estrellas cuando
implotan generan esos monstruosos agujeros que devoran incluso la luz. En sus
mejores momentos de autoeliminación nacen las nebulosas. Usted y yo conocemos a
personas que con su aniquilación logran la belleza que en vida tuvieron jamás.
Nos asombra porque ellos ya tienen un paso adelante de nosotros y nadie ha
vuelto para decirnos cómo es adonde han ido. Pero piense en las nebulosas. No
miento. No hay mejor ejemplo que ello. Imagínelas.
Piense en ellas.
4. Comer
anguilas en el jardín del traspatio
Toda la carne
es deliciosa, pero no me dejará mentir que la carne cuando es sangrante no
tiene comparación.
Piense en los cortes lanceolados de las reses, con pimientos y sales
lustrosas, tajos jugosos y ovales que antes fueran un buey corpulento.
También es placentero ver los muslos delicados del cordero, apenas
cubiertos por la circulación de una sangre rosa y discreta calentándose entre
los metales del asador, aunque ahora mismo lo que se calienta a fuego lento en
el traspatio, después de haberse limpiado con mesura, es un par de anguilas
para nosotros.
Los cazadores de anguilas son grandes artistas. ¿Sabes usted cómo las
cazan?
En la cacería sucede con ellas lo que el relámpago a la manera de
Lavater: no viene sino que está; no se
va, sino que ya no está. Se
utiliza el anzuelo.
La anguila tiene una boca precisa y milimétricamente dentada que podría
partir un hueso humano como una presa blanda más del reino.
La fuerza centrífuga de su sangre aletarga a los buzos. Calienta a los
pescadores.
Tiene una estructura ósea indecisa entre la víbora y los helechos
temporales.
Su rostro está sucediendo en la prehistoria.
Mire la postal de la anguila que no se desconcierta frente a una máquina
rastreadora del abismo.
En fin. La cerveza calienta el estómago y lo adecua para las charlas de
jardín.
Pasemos a comer.
: Prohibición de respirar
Un suicida entra al bosque
también con la intención
de generar un círculo en el
tiempo:
La hoja nerviosa se rasga
inacabable a sus pies.
En su transcurso a la
muerte
vuelve a vivir con la
madre.
El suicida desorienta a un
ángel.
Se detiene y construye eternamente
una aldea improvisada.
Mira la ráfaga
encendida de los árboles
nunca por última vez
y al final cuando decide
aniquilarse
–no es su intención instalar el pánico
en las aves–
la sombra que es y que saltará
con una soga
desde a la rama
al vacío
sucederá por siempre.
Si te internas en el bosque
como alguien que ya ha
muerto antes,
un marino por ejemplo,
mira el cielo estrellado.
Si lo haces como un
centinela,
coloca un cordón cuando el
camino se bifurque
por si decides volver.
El bosque nunca termina.
Para el suicida y para el
león hambriento
todos los jardines son
circulares.
Para ver tus manos cortar en la
cocina el cuerpo de los peces
tuvo que hallar el viejo
pescador
buena sombra,
los peces albinos en su deriva
debieron darse al entramado de la red,
un hombre con su espada
dividió las aguas,
con sus manos oscureció
el agua de la pila,
puso el cuello de la res
sobre el tronco y el
cuchillo
en la mano del hombre
–nos está permitido el
accidente–
Nadie olvidó tampoco el
daño mutuo
como el efecto de una
víbora
en nosotros.
Nos dimos al tiempo
temible.
Saca a un pez fuera del
agua,
tómalo entre las manos:
estará poseído por algo
mayor a él.
Es la breve estancia de la
muerte en el cuerpo
Así la melancolía de la madre
que mira hacia la nada
y coloca su rostro entre la flor de sus
manos
porque así llegaron, hasta este punto, tus manos
sobre un mantel a cuadros;
tus manos claras que nada
predicen
y claras para las falsas
gitanas de los puertos
A contraluz, sobre el muro,
dan vida
a las sombras legibles sólo
a los niños que fuimos.
: Jorge Teillier sueña con trenes,
conoce el destino de la tía
Arminda,
novia oscura
que ha perdido un tren.
Sueña con la estación
de trenes de Lautaro
detenida por cientos de
alces
y una horda de oficinistas
que miran con angustia
su reloj de mano.
“Trenes que no se detienen
en la mente de un ángel”.
Sueña que se construyen,
bajo la ley inexorable
de no transportar a nadie,
decenas de locomotoras
en la Habana
cuyo único objetivo
es el de volver con
rastros de nieve a la isla.
Trenes de Indonesia que
van sorteando al tigre de Sumatra.
Trenes de Oriente, plataformas que llevan
al gran Buda en partes para
armar.
Hay árboles que deben su
forma
a la velocidad de los
trenes,
rieles donde nacen las flores
suicidas.
Decenas de vagones cargados
de ganado
rumbo al matadero, bajo sus
párpados.
Escucha el sonido de las
ruedas
sobre los huesos de un buey
de agua,
ruedas de metal y cielo
para partir a los
durmientes de las vías.
Dos hombres anticipan un
suceso con instrumentos de viento. La gente observa. De un lado viene un tren holandés
–colores mates, prendido, antorchado; carbones vivos a toda marcha–,
del otro: un carguero entretejido de furgones animalarios: el sonido de los animales en la contienda, dice la
gente. Se aproximan a toda velocidad. ¿Quién cambió las agujas de los muelles?
Jorge Teillier
despierta a la par del
crack de dos carneros
que
se estrellan con crimen entre ellos.
Poemas incluidos en el libro
La
escritura de los animales distintos (próximo
a publicarse),
ganador del Premio Nacional de Poesía Enriqueta
Ochoa 2014.
Manuel Becerra Salazar (Ciudad de México, 1983). Es
autor de Cantata Castrati (Colibrí,
México, 2004), Los alumbrados (Estado
de México, 2008), Canciones para adolescentes
fumando en un claro del bosque (Universidad Autónoma de Zacatecas, 2011), Instrucciones para matar un caballo,
(Conaculta/FONCA, 2013) y La escritura de
los animales distintos (próximo a publicarse). Obtuvo el Premio Nacional de
Poesía Enrique González Rojo 2008, el Premio Nacional de Poesía Ramón López
Velarde 2011, el Premio Nacional de Poesía José Francisco Conde 2013 y Premio
Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa 2014. Fue becario por
Fundación para las letras Mexicanas (2009-2010) y fue escritor residente en Art
Omi Center en la especialidad de poesía (April-May) en Nueva York, 2018.
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