Las tardes reclamadas
Antonio Toledo
Cuando Santiago regresó a la habitación, Fernando estaba desnudo y con los brazos cruzados frente a la ventana que daba a la calle. Trató de pensar qué decirle para aliviar el dolor que le estaba devorando por dentro, pero se limitó a ver esa espalda que ya tantas veces había contemplado desnuda. Junto a él había vivido el amor apasionado que siempre anheló en su juventud. Ahora, los más de veinte años que los separaban se le aparecieron de golpe disfrazados de realidad: la vida hecha y la impostura de la misma. Quiso pensar durante el tiempo que fuera necesario hasta hallar las palabras adecuadas.
—Hace
frío… deberías vestirte —dijo recargado en la puerta y bajó la cabeza,
avergonzado porque lo que acababa de pronunciar no estaba ni remotamente cerca
de lo que quiso decir.
Fernando
no se movió ni dijo nada. Al avanzar la tarde, la calle antes medio vacía,
comenzó a llenarse de gente abrigada; él siguió mirando hacia afuera sin fijar
la vista en nada ni en nadie. El pasado, con su ilusión de tiempos mejores, le
estaba destruyendo la memoria. Afuera, las sombras de octubre luchaban contra
la creciente bruma. Comenzó a caer una ligera llovizna.
—Vístete
o vas a enfermarte —continuó Santiago.
Luego
se sentó en la cama y comenzó a ponerse el pantalón. Tranquilo, mientras lo
hacía, empezó a tararear una canción. La vergüenza estaba extinta. Lejana como
la luz de la tarde que se fue desplazando sin que él se diera cuenta hasta
entonces. “Vístete”, pensó sin quitar los ojos de Fernando, quien permanecía
inmóvil, alzado como una figura de piedra rodeada por las sombras. Pero éste
continuó de espaldas.
Delgados
regueros de lluvia escurrían sobre el cristal, y él pensó que, horas antes de
llegar al apartamento, hacía un día soleado. Por primera vez Fernando se movió:
fue al buró de un costado de la cama, encendió un cigarro y, como una
luciérnaga que aletea, la brasa roja hizo dibujos en el aire.
—¿Escuchas
eso? —preguntó pasándose el cigarro a la otra mano. Caminó de nuevo a la
ventana, levantó la cabeza para mirar al cielo y de nuevo fue una gárgola que
muestra su larga espina dorsal.
—Vístete…
—dijo Santiago en respuesta, al filo del fastidio y la curiosidad—. Ya es tarde
y tengo que irme.
Por varios meses odiaron juntos esa frase.
Pronunciarla era dejar de verse por días enteros sin tener algún tipo de
contacto, y durante mucho tiempo la odiaron con la misma intensidad con la que
se arrebataron las bocas al hacer el amor. Ahora sólo a Fernando le dolía.
Siguió
mirando al cielo, arrullado por el ruido que las gotas producían al estrellarse en la ventana. Luego tocó
el cristal con la punta de la nariz. Y sólo pudo ver las siluetas de las personas que se movían
rápido, sin distinguir si eran hombres o mujeres quienes corrían encorvados para
resguardarse de la lluvia que había arreciado. Pensó de nuevo que antes el sol
estaba alto.
—Hoy
tampoco te creí —habló y dio otra fumada al cigarro que estaba a punto de
acabarse.
Santiago
se puso de pie y encendió la luz.
—No
se trata de eso, lo sabes bien —dijo con la mano puesta en el interruptor—.
¿Por qué no te vistes?
Fernando apretó el cigarro entre los labios.
Se volteó para verlo y recorrió con sus ojos a Santiago a medio vestir. Arrojó
el cigarro al suelo y pisó la colilla con su pie desnudo. Santiago fue a la
ventana y corrió la cortina para ocultar la desnudez de Fernando que podía
verse desde la calle.
—¿Lo
escuchas? —repitió, esta vez alzando la mano a la altura de su oído, con los
ojos cerrados.
Santiago quedó inmóvil frente a él en un paso
interrumpido. También cerró los ojos, pero no escuchó nada más que la lluvia,
gritos enredados y automóviles puestos en marcha.
—Es
un cuervo —dijo Fernando, y miró de nuevo al cielo tras correr la cortina.
Su
desnudez, duplicada por los cristales, se proyectó difusa por las luces que
subían arrastrándose desde el primer piso.
—Vístete…
vístete… —dijo, abrió los ojos y,
resignado al ver que la habitación estaba expuesta a las miradas de afuera, apagó otra vez la luz—. Ya es
muy tarde, entiéndelo. Tengo que irme.
—Es
un cuervo y tiene hambre —dijo Santiago.
Afuera,
una masa torrencial convertía los pasos de la gente en pequeñas olas sobre la calle. Luego abrió la
ventana, se detuvo al filo del balcón, caminó un paso en el vacío, y por última
vez pensó en el sol.
Santiago
vio cómo la silueta desaparecía, devorada por los destellos de luz. Corrió
hacia él y, apenas asomó la cabeza por el barandal, oyó cómo el canto de un
pájaro opacaba todos los ruidos a su alrededor.
El
canto de un animal hambriento.
Antonio Toledo (Cd. Acuña, Coahuila, 1991)
realizó estudios de cine en la ciudad de México, así como de historia del arte
y dramaturgia. Ha compuesto música para cortometrajes en los que ha participado
como asistente de producción. Ha publicado el libro de cuentos El derramado infierno. Actualmente cursa
el diplomado en creación literaria de la escuela de escritores de la Sociedad General
de Escritores Mexicanos (SOGEM).
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