El Leviatán
Diego Mayorga Cebrero
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Al final de
cuentas, uno se atiende a las cosas y al tiempo. Las costumbres por sí solas son
pequeñas manchas cotidianas que reflejan la honorable acción de matar al
tiempo, y éste, a su vez, como un compañero, te mate a ti en una elegancia
taciturna.
Es
un juego cíclico: café, cigarro, sexo y música; a veces se diversifica y se
mezcla, por ejemplo: helado, sexo, música, cigarro, café, muerte.
Toda
esta analogía egoísta se me fue revelada de a poco, entre las noches insípidas
que carcomen la vida en las expresiones gramáticas de grandes literatos
suicidas —malditos—. Atendiendo a ello puedo escribir que matar al tiempo es un
suicidio del mismo, casi como un inexorable destino bíblico.
No
soy un digno emisario de la comunión cristiana, por algo, y lo es, fui exiliado
de la patria precolonial. Sin embargo, conservo esa zozobra peregrina por el
saber sacro.
Ayer, en la
rutinaria acción del sexo, miré entre los infinitos ojos de mi compañera el
atisbo azorado del Leviatán. Me sorprendió que semejante fiera fuese enjaulado
en los altivos iris de Valeria.
Siempre
supe que había algo entre nosotros que no concordaba, a ella le gustaba el café
dulce y a mí el amargo; ella prefería el sexo con un bolero oscuro de fondo y
yo, por otra parte, deseaba un juego pulcro de palabras forradas en jazz. Yo
amaba a los animales, y ella encerraba a uno en sus ojos.
No volví a ver a
Valeria durante tres años. Nuestro abandono se formuló por muto acuerdo de
diferencias, sin embargo, aún con el paso del tiempo, nunca pude despejar de la
memoria la esmirriada cara del Leviatán encadenada en sus pupilas celestes.
Aquel recuerdo se transformó en un acoso audaz, como una pericia divina. Traté
de obstaculizar mi pensamiento de aquel aterrador recuerdo con el cuerpo
indefinido de Valeria, no obstante el bullicio de las calles me provocó fatiga.
Y mi sexo, más contrario que yo, prevaleció energético. Estaba claro, la
extrañaba, pero sentía pavor del siniestro secreto que guardaba y que sólo yo
sabía. “Quizá ya esté ciega”, murmuré para mi alivio antes de encender un
cigarro y reanudar el ritual, cerillos, raspa, enciende, muere.
Oí hace algunos
días la muerte de un relojero loco que no creaba relojes, pero pensaba mucho en
ellos, terminó asesinándose a vuelta de revólver en una relojería, me lo contó
un viejo amigo en el café. —Natural forma de morir—, comenté—. La muerte
acompaña a la gente como su sombra y, al momento de actuar, se manifiesta ante
la carne pintada en sueños o tormentos.
Cuántos años más
tendré que vivir para que encontrándome con la muerte me cubra con su negra
penumbra. Sé que se formará, al hilo del asecho de mi reflejo, la repugnante silueta
del Leviatán encadenado; me juzgará y me pedirá que le acompañe. Seremos dos
monstruos al tormento de unos ojos celestes; él me abrigará por las noches al
dormir y yo me lo comeré, me vestiré con su piel para transmutar en la sombra
que acompañará a la santa carcelera.
Fisuras o el leviatán en el cielo de Juan Carlos Delgado, FETA, México, 2018. |
Diego Mayorga Cebrero (Zacatecas, 1999). Estudiante de
Derecho, administrador de la página literaria El Ombligo de la Luna.
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