El encantamiento amoroso

Valeria Moncada León


A lo largo de la historia de la literatura uno de los temas recurrentes ha sido el amor, descrito en narraciones épicas, piezas teatrales o poemas líricos. Las formas de tratarlo han variado con el paso de los siglos, los movimientos y las tendencias literarias. Sin embargo, una de las preguntas centrales respecto al tema es cómo se produce el amor, cómo es posible que dos seres desconocidos hasta entonces caigan enamorados y sientan el deseo irresistible de estar juntos, besarse y acariciarse.
            La pregunta ha obtenido interesantes respuestas por parte de la filosofía y la poesía ―sin demeritar las hipótesis de otras disciplinas, en este momento sólo consideraremos las mencionadas―. Una de ellas es el encantamiento amoroso que produce un vínculo entre amante y amado; el vínculo se logra a través de diversas acciones, principalmente las flechas lanzadas por cupido o lo rayos que parten de los ojos de la amada hacia el amante. Una vez realizado este acto, la imagen del amado queda impresa en el corazón del amante, impidiéndole que piense en nadie más que no sea ella o él. 
            Expertos en escribir sobre esta clase de encantamiento amoroso fueron los poetas de la Edad Media y el Renacimiento, quienes siguieron una tradición iniciada a partir de la poesía trovadoresca[1], que pasó por el dolce stil novo petrarquista y los cancioneros cortesanos y continuó en la lírica amorosa del Barroco español. De este período tenemos un hermoso ejemplo de encantamiento amoroso, escrito por el poeta granadino del siglo XVII, Pedro Soto de Rojas, en el que se observan los tópicos del Amor como flechador certero y de cómo la flecha entra al corazón desarmado:

Dio a la más cuerda Amor, la más sangrienta
Flecha que dentro en su carcaj tenía
Y orgullosa contenta valentía
Entró al rendido corazón exenta.
Estaba yo sin armas descuidado,
Y para honor de su cobarde hazaña
Armas me dio el Amor, después de herido:


Agrippa. Bruno y Ficino
Entre los filósofos del Renacimiento que escribieron del encantamiento amoroso, se encuentra Cornelio Agrippa, quien en su texto Filosofía oculta, está seguro del poder de la atracción de los cuerpos. Asegura que el alma se apodera de otra alma y aquélla impide realizar sus funciones; esto da lugar al tema del enamorado que no puede pensar en nadie que no sea su amado, ya que la imagen de éste lo ha ocupado por completo:

[…] y esto era la que entendían diciendo por ejemplo, que el alma, a al salir de un ser, entraba en otro, y que le fascinaba e impedía sus operaciones como el diamante impide que el imán atraiga al hierro. De manera que el alma, primum mobile, como se ha dicho, actúa y mueve por propio designo, de sí y por sí, y el cuerpo y la materia, inhábil o insuficiente para moverse por sí, discrepa mucho con el alma y se halla muy alejada de su facultad; por ello se dice que es menester un mediador más excelente, a saber, que no sea un cuerpo sino como un alma, y si no fuese como ésta, que lo sea casi como un cuerpo, por el que alma se una a éste; a aquellos pensadores hacen consistir el espíritu del mundo en este medio, que se dice que es la quintaesencia porque no proviene de los cuatro elementos, sino que es cierto quinto elemento que está por encima de ellos y que subsiste sin ellos.[2]

            Para Agrippa el mediador entre cuerpo y alma será el espíritu, “ni un cuerpo ni un alma por completo”, sino una quintaesencia que motive con su energía el apoderamiento de un alma, un quinto elemento que subsiste de forma independiente. Éste elemento será el encargado de mediar entre dos esencias tan distintas como cuerpo y alma. El cuerpo, a través de los sentidos, captará la presencia y esencia de otra alma, que se trasluce por un cuerpo hermoso y la primera, quedará prendada de esta última. De ahí la importancia del espíritu como mediador-receptor en las teorías amorosas del Renacimiento. Garcilaso de la Vega, poeta toledano del siglo XVI, lo expone de forma clara y concreta, más que cualquier tratado filosófico:

Yo no nací sino para quereros;
mi alma os ha cortado a su medida;
por hábito del alma misma os quiero;
cuanto tengo confieso yo deberos;
por vos nací, por vos tengo la vida,
por vos he de morir y por vos muero.

            El encantamiento amoroso no es precisamente un acto voluntario, pues proviene del amado quien liga a través de los ojos, de la voz, la apostura y el recuerdo de los arquetipos. Giordano Bruno en De los vínculos trata el tema de la vinculación y expone el proceso: entrada, contacto, vínculo y atracción que culmina en el ardor amoroso, con mayor razón si se trata de un deseo correspondido.

Entonces, la primera movida será la entrada, la segunda el contacto, la tercera el vínculo, la cuarta será la atracción. El vinculado se encuentra con el vinculante por la apertura de todos los sentidos, al punto tal que, realizada la ligazón perfecta, se transfiere en su totalidad al vinculante, o arde en el deseo de hacerlo, cuando se trata de vínculos de atracción recíproca.[3]

            Ambos filósofos, Agrippa y Bruno, concuerdan en que una vez cautivada el alma, el vinculado no será más de sí mismo, dejará de pertenecerse y será del vinculante. El cuerpo quedará sin alma ya que ésta le pertenece al amado, que existe por partida doble: es de sí mismo y el otro es suyo. Tema central de la vinculación amorosa es el apoderamiento, el que se hace dueño de otro y ese otro, amante o vinculado queda expuesto a un sinfín de situaciones: desde la embriaguez que produciría la correspondencia hasta los peores desabrimientos, consecuencia de la tiranía y no correspondencia del amado. Las rimas de desengaño de Pedro Soto de Rojas son excelente ejemplo del sufrimiento por amor:

Que como soy tu esclavo si me privo
De tu presencia, entre memorias tristes
Me aprisiona el amor por fugitivo.

            La lírica amorosa mencionada es el ejemplo literario claro de que así es, de que la amada vinculante será dueña y señora del vinculado y será motivo e inspiración de su poesía, más evidente cuando no corresponde. De la no correspondencia surge la sinrazón o estados como la melancolía y la cólera. El deseo no se realizará y las causas pueden ser diversas: la no correspondencia por tiranía[4] del vinculante, la no declaración del sentimiento o la imposibilidad de confesarlo o simplemente el pretexto para seguir sufriendo y explotando la inspiración producto del sufrimiento.
            Si el deseo se satisface, termina. Bruno lo menciona en sus Vínculos. “Los vínculos de Cupido, urgentes antes del abrazo, luego de una pequeña emisión de semen, se vuelven más lentos y el ardor se aplaca” (De los vínculos: p. 78). El ardor, efectivamente se aplaca, pero existe la posibilidad de que renazca. Por ende, el deseo deberá perpetuarse y sublimarse en la expresión poética, móvil principal de los cancioneros postmedievales, fluctuantes entre el encantamiento, la tristeza, el llanto, la débil esperanza, la melancolía y finalmente, el desengaño.
            María Isabel López Martínez en su libro Los clásicos de los siglos de oro y la inspiración poética afirma que la inspiración lírica es producto de la tristeza que produce la  falta de correspondencia; en el apartado El amor induce a componer, la autora reitera su perspectiva “A veces no es amor quien induce a componer, sino los efectos dolorosos que provoca […] Por lo tanto, el amor y la desazón causan el carácter apesumbrado de los versos y el cese de las alabanzas y de la alegría”.[5]

En suma, el vínculo se logra por una energía específica, proveniente de los ojos del vinculante y/o las flechas de Amor tirano. La importancia de los ojos y la mirada es fundamental en este juego del encantamiento amoroso. Gutierre de Cetina, otro de los poetas del siglo XVI expresa el poder de los ojos, que aún cubiertos, siguen matando al amante:

Cubrir los bellos ojos
con la mano que ya me tiene muerto,
cautela fue por cierto;
que ansí doblar pensastes mis enojos.

Pero de tal cautela
harto mayor ha sido el bien que el daño,
que el resplandor extraño
del sol se puede ver mientras se cela.


Sin embargo, la decisión de seguir en el estado de enamoramiento es del amante y de nadie más, ya que si bien el flechazo inicial es producto de fuerzas externas o de un castigo divino por el pecado, dar continuidad es resultado de un amor insatisfecho que se alimenta de esperanzas y un continuo deseo de sufrir y encontrar gozo en el dolor. Por lo pronto, seamos cuidadosos, pues desconocemos si Cupido ronda cerca y en cualquier momento podría lanzar sus flechas y atravesar nuestros desprevenidos corazones. Irremediablemente caeríamos víctimas del encantamiento amoroso.

 
Detalle de una pintura de Rafael, Cupido disparando en la Farnesina de Roma.







1. Por supuesto que no hay que olvidar la hipótesis que indica que la poesía provenzal pudiera tener sus raíces en la lírica hispanoárabe de los siglos X al XII.
2. Cornelio Agrippa. Filosofía oculta, p. 28.
3. Giordano Bruno. De la magia. De los vínculos en general, p. 85.
4. Entiéndase tiranía como el conocimiento del vinculante de la pasión que ha desatado y su tenacidad en el rechazo y la no correspondencia.
5. López Martínez, María Isabel. Los clásicos de los siglos de oro y la inspiración poética, Valencia, Pre – textos, 2003, pp. 224-25.




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