En la ventana

Rafael Aragón Dueñas


La humedad en las paredes carcome la pintura y desmorona los ladrillos liberando una ligera capa de polvo por toda la habitación. Una joven viendo hacia afuera, su brazo derecho recargado en el filo de la ventana y apoya la barbilla con la mano izquierda en una posición pensativa. Observa a una multitud y no logra distinguir lo que hacen.
    
Los bellos momentos al lado de su novio, cuando sentía las cálidas caricias recorriendo el contorno de su rostro como si estuviesen dibujándolo. La unión de labios para intercambiar saliva y las lenguas tocábanse entre sí. Un ligero cosquilleo surgió en sus genitales, en él se levantó el soldadito reluciendo su brillante casco y en ella el manantial empezó a fluir. Las oleadas de calor aumentaban mientras se sumergía en las aguas termales. Ella lubricaba sus labios y mordía el inferior, él gemía y exhaló un vapor que golpeó en el cuello de su pareja, haciendo que se desbordara toda el agua ahogando al pobre soldadito que nadaba y nadaba. Vomitó en el manantial; débil, extasiado, decidió descansar en el arbusto vomitando la última porción.
        Al año de noviazgo decidieron casarse y fue el mejor día de sus vidas, en ellos sólo existía el amor verdadero. Todo iba bien, en estos seis meses transcurridos él se fue para unirse a las filas del ejército para honrar a la nación. El hombre, antes de despedirse, le dijo que nunca la dejaría de amar y que volvería. La mujer lloró y le respondió que regresara pronto.
        Dos años fueron una eternidad hasta que él volvió. Fue recibido con abrazos, besos y caricias; el marido los rechazaba, estaba convertido en todo un militar. Su personalidad, seca, sin sentimientos, un corazón de piedra muy helado, un ser de sangre fría. Un impulso de furia recorrió sus venas y enredóse la mano en el cabello largo de su amada que caía como cascada y estrelló el rostro en la pared. Escuchóse un crujido, el tabique se fracturó haciendo brotar una hemorragia. De una bofetada la tumbó al piso, se lanzó hacia ella a puñetazos en la cara, otro crujido, la mandíbula se rompió. Ella escupía bocanadas de saliva roja, espesa; exhalaba y sentía el amargo sabor metálico de la hemoglobina. Recibió pisotones, patadas en el rostro, en costillas. Él escuchó una sinfonía áspera, un par de costillas se han roto.
         La contempló por varios minutos, percibió cómo se le dificultaba respirar; tomaba aire por la boca y lo hacía con escollo. Temblaba, su rostro moretoneado y sangrante, los párpados hinchados, labios partidos, lengua mordida y brotaba líquido rojo, tosía y escupía más cantidad de sangre que de saliva. La despojó del vestido, rompiéndolo en tiras, no se dejaba, pero con unas cuantas patadas en el abdomen se calmó. Observó el blanco y delicado cuerpo con magulladuras que opacaban su belleza. Él se desabrochó el pantalón, el soldadito se puso en posición de firmes y decidió explorar el Jardín de Venus, como en los viejos tiempos. No lo satisfizo porque el jardín ya estaba seco para él. Dirigióse al santuario de Sodoma, trató de acceder pero el grosor se lo impedía e hizo su entrada con ferocidad destruyendo todo a su paso. Se manchó de lodo e inhaló gases tóxicos que le provocaron mareos y vómito.
    
El penetrante hedor húmedo en toda la habitación, las sábanas, la ropa y la cama despiden olor a moho. Ella desde la ventana ahora distingue a la muchedumbre que escupe, apedrea, golpea, patea, balea los cuerpos de Benito Mussolini y Clara Petacci, colgados en la Plaza de Loreto. Su rostro desborda una felicidad pura, radiante, es la primera vez que está feliz en años. La mayoría de los militares murieron en el campo de batalla, sus cuerpos fueron devorados por aves carroñeras y jamás volverán a ver a sus familias. Ella está feliz porque por fin ha terminado la guerra.

 
"Once de la mañana", Edward Hopper, 1926.


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