Dos cuentos

Mitzi Omecalli Hernández Herrera


Tronado

Recuerdo cuando se quebraron mis ojos, sentí botar los pedazos como canicas en el suelo. Los tuyos también estaban rotos. Me acurruqué en tus brazos, y aunque ya no podíamos llorar, en nuestros pechos se escuchaban los sollozos. Tratamos de tranquilizarnos, pero en tus manos comenzaron a caer pedazos de mis dedos; uñas, yemas, dedos a cachitos, los pulgares y meñiques. No podíamos verlo, pero lo pegajoso nos hacía saber que era una escena horrorosa. Cuando ya no pudiste sostenerme de las manos, te recostaste en mi regazo, mientras me decías una y otra vez que dejabas de sentir tu pie izquierdo. Me repetías que todo estaba bien, pero te percibí asustado cuando empezaste a sentir que mi piel se desprendía. Yo no dije nada y fingí que no lo sabía, pero el dolor era insoportable. Cuando comenzaron a caer nuestros cabellos, ya poco importaba todo, solo dejamos que pasara. Y otra vez las ganas absurdas de llorar, por esos ojos que ya no tenía, acercaste el único oído bueno que te quedaba a mi pecho, para escuchar mi llanto que venía desde adentro. Tu boca sin dientes, acercaste a la mía sin lengua. Te dejé besarme aunque tus labios quemaran a los míos sin piel. Entonces escuché que empezabas a tronar, pero era por dentro estoy segura, me sostuviste más fuerte, y rompiste mis costillas, pero el dolor era nada, pues entonces empecé a sentir que yo también tronaba por dentro, el ruido de lo que se quebraba, era increíble. Tu boca se apresuró a encontrar mi oído derecho, entre balbuceos me dijiste “Prometimos que acabaría hasta que nos destruyéramos”.  Apreté los huecos de mis ojos y asentí.


Polita

Mientras los cantos apachurrados acompañaban el siseo del camión, y olor de las quesadillas de unos jóvenes nada sensatos que se las jamban ahí en medio de trabajadores mal trechos y hambrientos, Marianela había decidido decir basta.
Había dejado en el peñasco a Grijalbo, con la condición de que éste en la noche tomaría el último camión para ir tras ella. Marianela sabía que aquello nunca pasaría pero lo gustaba imaginarse que sí. Miles de historias futuras e ideales le inundaban la cabeza durante el trayecto, hasta que un bache le hizo topar en el techo del bus, y luego de la zarandeada, una etapa de lucidez. Era seguro que el ingrato habíase quedado de ver con Polita. La cajita del látex transparente, el misterio del celular con la pantalla viendo para la mesa, el sonrojo cuando Marianela sugirió que sería bueno que salieran los tres, para evitar esto de los malentendidos. Le hizo tener bajo su cerebro enamoradizo un ratito de clarividencia.
Grijalbo le besó en los labios, atento de que no hubiera nadie más mirando y le dijo: “eso son puras imaginaciones tuyas”, pero lo mismo eran las imaginaciones de Marianela creyendo que Grijalbo tomaría el ultimo camión para alcanzarla y decirle cuánto la amaba. Fue entonces cuando Marianela pensó que era oportuno eliminar todo recuerdo de Grijalbo, pues estaba cansada de sólo ser los senos acolchonados en los que él recargaba la cabeza, mientras le mandaba textos misteriosos a Polita, o ser el balde en el que Grijalbo escurría sus tristezas, para recibir con muecas alegres y puras a la Polita; “basta” pensó Marianela. “Ahora sí que me cambio de dirección y tiro al monte este aparato de ubicación.” Luego entonces otro bache le embarró la frente en el asiento de delante.
“Pero si Grijalbo susurró que me amaba, alcancé a escucharlo, podría jurarlo. Lo puedo ver abordando el camión, diciéndole adiós a Polita y diciéndole que me alcanzara para decirme ‘Te Amo’”.
Grijalbo nunca fue tras de ella.


Collage de Raphaël Vicenzi.

Mitzi Omecalli Hernández Herrera (Fresnillo, Zacatecas, 1996). Estudiante de la Licenciatura en Artes,  con salida terminal en Artes Escénicas. Escritora y músico de ratos libres, que son muchos.  

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