Cuando el Rey oprimió mi corazón
R.
G.
Todo está oscuro, cada uno pone sus
estrellas.
R.G.
Este no es un cuento, o al menos yo no
quiero llamarlo así, lo quiero ver mejor como una recapitulación de todos esos
momentos que lo estoy leyendo a él y ese camino que siempre recorro tomado de
su mano; nos encontramos con baches grandes y que la misma brisa fría de esas
palabras han hecho encogerme, arrodillarme, si es necesario decirlo, pero la
mayoría de las veces acabamos satisfechos por el camino trazado. A continuación
se los narraré, pero por desgracia, al tener esta memoria tan precaria, no
puedo mencionar con precisión el nombre de las personas con quienes estuve, así
que me limitaré a mencionar a qué parte del trayecto pertenecen.
Del
primero sí recuerdo el nombre, es Daniel Anthony Torrence, él estaba de pie a
un lado de la entrada de todo esto, me llevó a con él, me enseñó todo lo que
sabía sobre tener corazonadas, y aprendí así a comunicarme con las demás
personas sin la necesidad de mover los labios, esto era más gratificante que
cualquier conversación, así puedo caminar con los zapatos de otros, para no
juzgarlos mal y tratar de comprender siempre lo que hago y lo que ellos hacen,
me enseñó que “todos resplandecemos un poco”; pero todo esto suena muy bien,
hasta el punto en que los problemas y la soledad llegaron, así uno tenía que
limitarse a conversar con el Tony que cada persona lleva dentro, y aunque no
todos le mostramos la atención que deberíamos, él siempre nos muestra el lado
del camino en el que debemos permanecer, y cómo ofrecer la ayuda necesaria a
otros cuando vemos que caen y avanzan a rastras por el suelo, así sabes qué
demonios acechan su mente, fue así la primera vez que el Rey tomó mi corazón
con una mano gélida, y lo oprimió suavemente, con la pérdida de una persona,
aunque era mala, muy querida. Esto a final de cuentas se quedó varado, tenía
que seguir. Daniel creció, y esto, primero, lo resumiré diciendo, “Morimos por
pura necesidad y matamos por altruismo”.[1] Ahí
en medio del camino nos encontramos con una persona condenada por una
enfermedad terminal, y repito, por desgracia de tener una memoria tan
paupérrima, no puedo mencionar qué padecía, ni su nombre, pero lo importante de
esto no son esos detalles, sino cómo Dany lo tomaba de la mano y le decía
suavemente que durmiera, porque lo necesitaba, y así lo hizo, cerrando de a
poco sus ojos, quedó sumido en el sueño que de una forma muy sublime se
transformaba en la muerte, pero no en ese cruel ángel, sino en uno más bello,
yo lo nombré eutanasia; fue una muerte digna, sin sufrimiento prolongado, un
trabajo duro para Daniel, pero honorable, por esto comprendí la razón de su
apodo, “Doctor Sueño”. Entonces la mano gélida en la cual estaba posado mi
corazón lo apretaba todavía más fuerte. Y después de dejar a mi doctor
favorito, por lógica tuve que dejar ahí a Daniel.
Llegué
a un punto donde conocí a un grupo de chicos, por ende, deduje que era con
ellos con quienes iba a recorrer el siguiente tramo. Dimos unos pasos y vimos
un abismo que parecía infinito, totalmente negro, y sobre él pendía un puente
que se veía seguro, sin pensarlo dos veces comenzamos a caminar por el puente,
sin decir una palabra avanzábamos, y lo único que nos preguntábamos era:
–¿Tienes
miedo?
A
lo que respondíamos lacónicamente:
–¡Sí!
Fue
rápido, o al menos eso creíamos, pues en ocasiones nos deteníamos para dar
media vuelta y percatarnos que ya no se veía nuestro punto de partida, y poco a
poco fuimos entendimos lo que había debajo, vimos que en realidad el abismo no
era oscuro del todo, si volteábamos uno a uno, veíamos cosas diferentes. Yo,
por ejemplo, veía el vacío y podía percibir desesperación, acompañada de un
enorme ojo oscuro que me veía a los ojos y veía lo que había dentro de mí, vi
también arañas que intentaban subir hasta a mí, entonces de forma repentina
subí la mirada, no quería seguir viendo al abismo, y todos los del grupo hacían
lo mismo, veían ahí abajo y después de un par de minutos regresaban en sí,
agitados y asustados, fue cuando supe que lo que veíamos todos era lo mismo, a
la vez algo diferente, lo llamamos “Eso”, así tal y cual como un nombre propio,
“Eso” era miedo y miedo era “Eso”. Caminamos y caminamos por el largo puente,
hasta comprender que “Eso” siempre desaparecía cuando nos sentíamos llenos de
felicidad, entonces él ni siquiera se nos podía acercar, cualquier sentimiento
positivo era letal para él; por fin llegamos a donde el puente concluía y con
una botella nos cortamos las palmas de las manos y con sangre sellamos un pacto
de no volver a tener miedo ante nada, o al menos hacerle frente. Ahí, el Rey
cubrió con su otra mano mi corazón, y lo sentía todavía más frío. Aunque fue
fuerte la experiencia, fue agradable y sensata, algún día que olvidé lo que es
el valor frente al miedo, volveré al extremo principal de ese puente.
Proseguí,
solo, me encontré con una parte del camino que se tornaba poco a poco verde,
hasta una parte donde era totalmente verde y ahí estaba parado mi siguiente
amigo, era un hombre muy alto y fornido, de tez oscura, al verlo lo más peculiar
que pude encontrar en él fueron las cadenas que ataban sus pies y manos,
impidiéndole seguir a un paso regular, así que tuve que mantener la velocidad
de sus paso, pude notar que llevaba una especie de sombrerillo de aluminio, él
era un condenado, y yo sólo tenía que acompañarlo en sus últimos pasos; aunque
parecía un sujeto de un aspecto tosco y tal vez bruto, disuadió esos
pensamientos de mi mente, me mostró que él sólo intentaba ayudar siempre que
podía con sus dones, y me explicó que él era un condenado a muerte por ser la
persona equivocada que estaba en el lugar equivocado y en el tiempo equivocado,
pero me hizo mención de que no había motivo para que yo me sintiera mal por él,
pues la vida así es de injusta, decía. Me platicó de muchas cosas que había
vivido, una vez ayudó a un hombre con problemas en las vías urinarias
sujetándolo fuertemente de los genitales y curándolo milagrosamente; a una
señora le quitó el cáncer que la devoraba muy rápido, y así era su vida, podría
decirse que era el altruismo en persona y aun así era un condenado a muerte;
antes de su hora final, me dijo que todos entramos en ese camino siempre, y el
camino es el mismo para todos, medía una milla y al camino lo denominamos “La
milla verde”, puedo recordar que lo último que escuché de su voz fue que a veces
para algunas personas La Milla Verde parece más larga, así fue como vi que se
sentaba en esa lúgubre silla, y sufría electrocutado antes de morir, en ese
punto entendí que no importa cuán buenos seamos, la vida es injusta, y el Rey
se acercó las manos donde estaba mi corazón y le soplaba con un aliento
escalofriante.
Más
tarde encontré a un señor en silla de ruedas, que al llegar a donde él se
encontraba, vi que tenía ambas piernas rotas completamente, y me gritó:
–Corre,
ocúltate y por lo que más quieras nunca salgas.
Así lo hice yo, desde mi escondite,
vi todo; el simple hecho de tener ambas piernas rotas, era malo, la enfermera
que lo “cuidaba” lo torturó de toda manera posible dentro de ese escenario, le
serró el dedo pulgar sin anestesia, al igual que el tobillo, y para cauterizar
uso fuego, lo obligaba a tomar pastillas con agua con la que se trapeaba, pero
era preferible tomarlas, ya que calmaban en momentos el dolor insoportable que
sentía, podía sentir su dolor al ver su cara, pero por más que él deseaba
escapar y lo intentaba, le era imposible en sus condiciones, la única salida
era acabar lo encomendado, escribir un final creíble para su magnus opus, y así lo hizo, pero al
final hizo lo más valiente que nunca imaginé, al parecer, escribir la historia
no era para darle la satisfacción a su enfermera, el verdadero propósito era
finalizar aquello que había empezado, lo seguí por ese nefasto camino de dolor,
cuando noté que todo concluía, que el tramo que recorría en compañía de él se
terminaba, lo hizo, quemó las hojas en las cuales había escrito todo y,
finalizando, puso sobre una cuerda floja su conciencia, eso que lo hacía razonar,
me pareció valiente, arriesgó todo por obtener su libertad. El Rey levantó mi
corazón y lo expuso a una brisa todavía más fría cuando yo creía que no se
podía aumentar.
Después
en el camino se presentó una niebla inexplicable, había todo tipo de monstruos,
un niño de nombre David me tomó del brazo repentinamente, diciéndome:
–Agárrame
del brazo. Agárrame fuerte. Vamos hacia lugares tenebrosos, pero creo conocer
el camino. De todos modos no sueltes mi brazo. Y si recibes un beso en la
oscuridad, no te alteres: es que te quiero.
Habiendo
escuchado esto, sentí calma, entendí que había obtenido un nuevo amigo, el cual
me acompañó por una buena parte del camino. Un día, no recuerdo dónde, lo
escuché, decía así: “el peor castigo que le puedes dar a alguien es
desesperación”, y fue algo que pude comprobar aquella vez, esa niebla no dejaba
ver nada, caminábamos David y yo paso a paso, hasta que de pronto sentí cómo me
empujó hacia delante, al hacer esto, yo volví la cabeza y pude ver cómo una
persona vestida de policía se lo llevaba, pero David, con algunos cartuchos de
dinamita se hacía volar en pedazos junto con su raptor, me enseñó el valor del
sacrificio. El Rey en ese momento se acercaba a mi corazón y lo abrazaba,
sentía un frío descomunal. Y heme aquí, sólo pensando en
cuál será mi próximo compañero, pensando profundamente en que por más oscura
que se encuentre la noche, y no veas ninguna estrella, hay personas, hay
momentos y hay recuerdos que puedes usar como estrellas para que iluminen tu
camino, para salir de esas situaciones tan complicadas. Y estoy esperando a que
el Rey agité mi corazón, que lo vuelva a oprimir, porque por más frío que
sienta cuando lo hace, siempre acabo por descubrir que es necesario y no es tan
malo, pues después de que lo hace, después de que introduce su mano y toca mi
alma, entiendo el porqué, siempre me hacía sentir así para entender un poco más
esta vida o la muerte.
Epílogo
Cabe mencionar que algunas partes aquí
escritas son tomadas de las historias del Rey del Terror, y especialmente las
cortas explicaciones de cada historia narrada.
R.
G.
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