Desdoblarse los aromas
Adán Echeverría
Tuvo que hacerse la desentendida la mañana que
su esposo llegó a casa con el perro. Preparar la cena, lavar los trastes, sacar
los botes de basura, cualquier acción la sumía en esos restos del matrimonio
que se hundían por el fregadero hacia el drenaje. Retenía en la mente el último
disgusto que su marido le ocasionara, y cómo
picaba. Prometió llegar temprano a casa para que ella saliera con su amiga,
y esa noche se sentía hermosa para un encuentro femenino tantas veces
retardado. Las horas pasaron y del esposo ni sus luces. No hay sonrisa en la
espuma de los trastes, sólo fingir en este hogar a punto de irse por el
fregadero. Mientras tanto, la espera
camina por su piel, hiriendo de a poquito.
Él decidió renunciar a
su trabajo en el gobierno para crecer independiente
y en menos de un año había dejado al matrimonio en quiebra. Con todo, ella pudo
conseguir trabajo en el despacho de un conocido de su amiga. A esa “chingada
vieja” la tengo entre ceja y ceja: la muy puta siempre presumiendo, y la mirada
del esposo cruzaba la habitación para cazar los ojos de su mujer, como los
murciélagos detrás de las luciérnagas: furiosos y alterados.
Era cierto que con un
proyecto él alcanzaba, en un mes, el sueldo que ella conseguía al año. Pero las
oportunidades no caen del cielo y su carácter no le ayuda. Horas enteras perdidas en la computadora. Para ti es fácil porque
la putita de tu amiga te resolvió la vida; sólo tienes que mover el trasero y
cuidar que no se te caigan las tetas. No
me empujes. Pues no me mires de esa forma. La realidad no es andar quejándote mientras yo pago las cuentas,
piensa la esposa mientras va separando la basura, dejándolo rumiar su enojo. ¡Y ese pinche perro!, cómo cree que lo vamos
a mantener.
Los escarceos femeninos
con su amiga la tenían al borde. Hacía tiempo que el orgasmo era una ilusión en
casa; los resoplidos de su esposo y la falsedad de una sonrisa de parte de
ella: tres minutos y a enjuagarse el semen con la regadera. Le era necesaria
esa salida con la amiga, de alguna forma suponía algún inicio y, por qué no,
sacudirse por completo la rutina.
Aquella noche él no
llegó sino hasta las dos de la mañana y la despertó para que ella pagara el
taxi. Cuando entró a la casa vio la computadora (con todos sus proyectos) hecha
pedazos, y la sonrisa de triunfo marcada a la perfección en el rostro de su
esposa.
Más que la computadora
fue esa sonrisa abierta y radiante como de flor en primavera, la que llevó al
“hombre” a perderse en la violencia que le iba hinchando las venas del cuello,
raspándole los brazos cual si mil murciélagos de pronto se abrieran paso por su
carne, haciéndolo bramar de ira; tanto, que pudo ver reflejado su rostro de
animal enfurecido dentro de los asustados ojos de su mujer quien, cabizbaja,
tuvo que ceder a recogerlo todo, con el labio roto, mientras aquel se iba al
patio a dormir la borrachera.
Ella no quiso hablar de
divorcios ni separaciones. A la mañana siguiente se hizo la desentendida cuando
su esposo llegó con el perro, y ni siquiera le armó escándalo, aun cuando era
claro que ella tendría que recoger los excrementos. Al contrario, se esmeró en
cada cosa que iba limpiando por la casa, mientras en la mente se le aclaraban
las ideas. Dime que estamos bien, que ya
no estás enojada. Te traje este perro de regalo para que te cuide cuando yo no
esté, para que te cuide hasta de mí. Ella guardó silencio.
Ahora, además de los
resoplidos de su esposo, debía tragarse el aullido del perro gimiendo por las
noches. Para qué discutes con borrachos.
Ella pasó el dedo meñique sobre el labio roto, miró con ternura a su esposo y
lo supo: le entregaría todo hasta que él dijera basta.
El puritito deseo le
animaba la carne: dime que soy tu puta,
le gritaba intentando convencerlo de que él era su dueño. Y al esposo le
fascinaba esta nueva etapa de su mujer. Era mentira eso de que a las chicas la
ternura las derrite; su esposa no lo quería tierno, debía ser como un dios
cubriendo su cuota de bestia y ángel sobre la piel de su: “¿princesa?”. Otra vez, era la frase recurrente de
ella, todavía puedo una vez más.
Los días pasaron y los
calores que inundaban el hermoso y endurecido cuerpo de la esposa no cedían por
lo que su marido comenzó a pretextar cansancio. Y entonces ella dio el
siguiente paso: no quedó compañero de oficina que no le haya recorrido el
cuerpo con los labios. Se sabía sola y dispuesta. En el fondo estaba convencida
de que no podría detenerse, que le era necesario explorarlo todo, había dicho
que “le haría el amor hasta que dijera basta”, pero no fue suficiente. Y justo
cuando el esposo prefirió colgarse de un proyecto que lo mantuviera fuera de
casa por lo menos un mes, ella aprovechó la ocasión para meter a su amiga entre
las sábanas del matrimonio.
Fue ese remolino de
aromas de hembra proveniente de la recámara, lo que hizo crecer los aullidos
del perro en el patio, aumentando la fuerza de su continuo rascar la puerta
queriendo entrar a la casa. El olor que transpiraban las mujeres entrelazadas
en la habitación incitaba al animal. Era una esencia agridulzona de fluidos y
sudor que escapaban de las sábanas hasta hurgarle el hocico y la nariz y
enredarse en su lustroso pelo, caminando
despacito hasta su piel y más adentro.
Tal vez fue el instinto
de todo predador que no quiere permanecer domesticado, o quizá fueron las
feromonas, el caso es que el perro brincó una tarde sobre la hembra humana que
se paseaba desnuda después de tomar un baño, justo cuando abrió la puerta para
sacar la basura al patio.
Tal vez fue la fuerza
del animal y el poder de la visión de tenerlo encima, con las garras rasgando
sus pezones, o por lo repulsivo que le pareció la imagen del hocico de la
bestia dejando caer su baba sobre su rostro que, soportando las rapidísimas
embestidas, la otrora esposa fiel alcanzó esa muerte pequeña que brinda el
orgasmo, y luego vomitó.
Los días siguientes
fueron vértigo tras vértigo. Se decidió a abandonar a su amiga, sin mayor
explicación, para entregarse al recuerdo de ese instante que en parte le
aterraba y de continuo se le presentaba nebuloso: el perro ladraba con furia y
chirriaba los colmillos sometiendo a su presa, y ella se hacía líquida sin
poder contenerse.
Era constante el
imaginarse desnuda y jadeante sobre las rocas de un acantilado, mientras el
oleaje marino le salpica en el rostro restos de sal, fósforo y azufre. Ella
tenía que levantarse aprisa de la cama para sentarse bajo el agua fría de la
regadera apretando muslos y piernas. La búsqueda había terminado, sonrió
extasiada.
El esposo regresó del
viaje y ella lo recibió serena y diligente. Sabía que a partir de ahora, con el
perro andando por toda la casa sin restricciones, y justo después de los tres
minutos de gloria que el marido aún exigía para sentirse poderoso, ella podía
encerrarse en el baño, amarrarse un pañuelo en la boca, y restregar su cuerpo
desnudo sobre la pelambre de la bestia que, tenía razón su marido, había
llegado a casa para protegerla.
Collage de Raphaël Vicenzi. |
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