Literatura y crónica
Alejandro García
A mí —que soy un materialista convencido— no me cabe ninguna duda de que
aquel fue un episodio más, y de los más hermosos, en la muy rica historia de la
materialización de la poesía. La única falla que le encuentro es que ocurrió de
noche, y peor aún, al filo de la medianoche, como en las peores películas de
terror. Salvo por eso, no hay un solo elemento que no corresponda a esa
metafísica de las carreteras que todos hemos sentido pasar tan cerca en el
curso de un viaje, pero ante cuya verdad estremecedora nos negamos a rendirnos.
Gabriel García Márquez
¿Qué quiere decir que una novela siempre
miente? No lo que creyeron oficiales y cadetes del Colegio Militar Leoncio
Prado, donde —en apariencia al menos— sucede mi primera novela, que quemaron el
libro acusándolo de calumnioso a la institución: ni lo que pensó mi primera
mujer al leer otra de mis novelas, La
tía Julia y el escribidor, y que,
sintiéndose inexactamente retratada en ella, ha publicado luego un libro que pretende
restaurar la verdad alterada por la ficción… No se escriben novelas para contar
la vida, sino para transformarla, añadiéndole algo.
Mario Vargas Llosa
Primer
remanso
El periodista
llega a Moldavia. El día anterior ha estado en París. Se trata de una pequeña
nación entre Rumania y Ucrania. El yo se estremece por la nieve. Moldavia formó
parte de la Unión Soviética. El yo se estremece ante el futuro prometido y el
presente arruinado. Moldavia ha emigrado a una tercera parte de su población y
ahora es el país más pobre de Europa. El narrador llega por la noche, contrasta
su realidad itinerante, consulta su mapa de ideales, su trayectoria
profesional. No lo dice en este fragmento, pero sí en el todo, en el libro al
que pertenece “Unaluna (fragmento)”. Kishinau es su capital, aun se contrastan
algunos indicios del viejo comunismo con un capitalismo que resurge pero que no
salva. Al día siguiente tendrá la entrevista con Natalia. La voz entre la
tierra y el hombre que la indaga. Es otro yo, a desentrañar, a tener que
conjugar con el relato, con la suerte del país y con el ojo del observador y
escribano de la historia. ¿Hugo? ¿Balzac? ¿Zola? ¿Sartre? ¿Robbe-Grillet? Para
referirnos solamente a las grandes propuestas escriturales francesas.
Natalia
perdió un ojo en la infancia, a causa de una pelea que se desencadenó por
defender a su madre. El ojo le explotó. Después su madre murió de cáncer y
vivió el viejo refrán moldavo: “Una mujer sin golpear es como una casa sin
barrer” a manos de su padre y de sus hermanos. Se formó como profesora de
educación física y artes marciales, ejerció su profesión y aportó dinero a la
casa. Eso no la libró de los golpes. Se fue a la capital, fueron por ella. Se
volvió a ir y se casó. Tuvo una relación idílica algún tiempo. Después apareció
la norma del mal trato, probablemente porque le dijo que estaba embarazada y
eso hizo que apareciera el verdadero móvil: la había cebado. Su atento marido
antes, la vendió por tres mil dólares. Fue llevada a Líbano a ejercer la
prostitución. Allí apareció el bondadoso que la sacó del burdel para llevarla a
su casa a que le brindara servicios sin cobrar. Intentó escapar. Los matones
del tugurio la persiguieron, intentaron subirla a un automóvil. Escapó. La
atropellaron, la dejaron mal herida y en coma profundo. Regresó a la vida para
sufrir varias operaciones, la convalecencia por varios huesos rotos y una
hepatitis B. Un abogado turco le ofreció regresarla a Moldavia. Ella piensa que
pudo ser su expatrón, su exdueño, para evitarse un problema legal. El caso es
que regresó a su patria y a su pueblo. Ahora la golpeaban además porque había
sido puta. Se fue de nuevo a Kishinau. Allí, tras varias noches durmiendo en
una banca de algún jardín público, se enroló en el trabajo con víctimas del tráfico
de mujeres en la hot line de La Strada una ONG. A pesar de su espantosa vida,
Natalia ha podido contarlo y ayudar a sobrevivientes de casos similares, a
quienes regresan a ese cementerio donde el futuro nunca fue espléndido ni
permanente.
No hay cifras globales, pero extrapolando ciertos
estudios parciales se puede calcular que desde el 2000 hubo unas 40,000 mujeres
traficadas en Moldavia, el 5 por ciento de todas las mujeres entre quince y
treinta y nueve años.[1]
El responsable de
esta historia que ahora yo les cuento y con la que irrumpo violentamente en
este apacible auditorio es Martín Caparrós y este trabajo lo publicó
originalmente en 2007.
La
crónica goza de buena salud
Si uno va al Diccionario de Autoridades verá que en
el siglo XVIII la Chronica se refiere ante todo a la historia de los reyes. Así
que debemos celebrar que sin perder esta acepción y práctica, haya descendido a
producciones y círculos de lectores cada vez más amplios. Casi como el ensayo,
la crónica está en todas partes, incluso en la entraña dura de las ciencias.
Tom Wolfe, por ejemplo, cuenta cómo un visionario como Robert Noyce supo
encontrar en el transistor el punto de arranque de los circuitos y el potencial
para ir de las grandes computadoras a
los celulares (treinta metros de largo por tres de alto fue la primera durante
la segunda gran guerra). Creo que ahora fundamentalmente la crónica se sostiene
sobre una buena historia. Dejado el lastre del compromiso ante todo, se ha
vuelto a la atención del lector: atender al lector para que éste atienda lo que
se dice. Y la atención no necesariamente está en lo muy complicado o en lo
enmarañado o en lo difícil. De modo que la crónica ha tomado partes de todo con
tal de seducir al lector. Por eso ahora se maneja que es el ornitorrinco en
juego evidente de lo que dijo Reyes con respecto al ensayo: el centauro. Para
seducir y contar bien la crónica se vale de todo: reflexión, biografía, teatro,
poesía, novela, confesión, diario, ensayo, notas periodísticas, y lo que se les
ocurra. Sin contar con que el cine y la televisión han venido a redimensionarla
desde una amplitud de lenguajes. El hecho de que tengamos unos medios de
comunicación bastante cómplices del poder no quiere decir que no hagan crónica
valiosa y, como en el caso del escritor, suelen escapárseles las lecturas y las
connotaciones o el sentido. Desde luego, tienen la ventaja de la edición, de la
censura, del detener a tiempo. Pero el bombardeo del Palacio de la Moneda el 11
de septiembre de 1973 con la voz de Jacobo Zabludovsky queda como un testimonio
que ahora podemos ver desde muy diversas perspectivas. Regreso al encanto de la
narración, del cuento, del dar vueltas, de dar como desconocido al lector algo
que le es sumamente conocido. Cuando yo me senté en aquella banca de una
plazuela de Acapulco, era para mí un lugar de descanso, no era algo relevante,
podía ser incluso intrascendente. Así lo fui hasta que en 2012 leí el libro
sobre la crónica latinoamericana, donde está incluido el trabajo que les
recuento en el tercer remanso.
Dentro
de esta amplitud y de esta fortuna, el lado positivo es la cotización. La
crónica cuesta y da a ganar. Sea en el periodismo, en la televisión, en el
cine, en libros, oficinas. Otorga un salario o una remuneración de acuerdo al
rango en que uno se ubique o al lugar del mundo donde se encuentre. Caparrós
menciona cómo tuvo que moverse del periódico tradicional por falta de espacio y
cómo sus trabajos para una revista le permitieron viajar por el mundo, gracias a
que la empresa donde trabajaba cobraba la publicidad con boletos de avión o
estancias en hoteles. Sé que hay lugares donde se paga para publicar o
simplemente se reciben las gracias, pero es parte de una pirámide que también
se da en la literatura y en las otras artes.
En
cambio podemos decir que muchos de los grandes escritores se hicieron en los
periódicos. Algunos con ensayos, otros con notas, algunos más con reportajes o
crónicas. Acuérdese que en el periodismo se habla del estilo Hemingway. Y
también en la literatura. Ese fraseo corto o si se prefiere esas construcciones
oracionales breves, donde el ritmo se construye desde allí y no a la manera
faulkneriana o proustiana más caracterizada por las subordinaciones y que llega
a ser imposible de leer en algunos casos.
En
América Latina el gran ejemplo es Gabriel García Márquez. Antes de Cien años de soledad, si bien era
conocido como novelista, su peso específico estaba en el periodismo. Realizó
grandes esfuerzos en los periódicos donde trabajó. Tuvo que llenar secciones
enteras a falta de colaboraciones y lo mismo hablaba de un problema social que
de la literatura europea. Su trabajo de 1955 Relato de un náufrago era más conocido o valorado en ciertos medios
especializados que La hojarasca o La mala hora. Después del éxito de Cien años de soledad ese trabajo recibió
la bendición de la firma y tras el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura se
publicó su obra periodística en 5 voluminosos tomos. Y hay piezas allí que son
comparables a sus mejores momentos narrativos.
Al
igual que Fuentes impulsó la narrativa llamada del Boom con grandes escritores
como Cortázar, Cabrera Infante, Donoso, Vargas Llosa, el mismo Fuentes. García
Márquez hizo notables esfuerzos en pro de una buena práctica periodística y de
un desarrollo de gran calidad de la crónica. También lo ha hizo dentro del
cine, pero es obvio que allí los grandes capitales norteamericanos dictan lo
que se hace muy famoso y seleccionan escrupulosamente lo que de afuera se
produce. Al margen de ese impulso, escritores, periodistas, historiadores han
dado la batalla por la crónica. Podríamos decir sin mentir que ya tienen un
Premio Nobel y que las formas los favorecen, pero el camino es largo.
Segundo
remanso
La segunda crónica
también es de Martín Caparrós. Ahora no abre en la soledad, frente a su yo.
Ahora tiene que sostener un diálogo con Bert de 49 años, un hombre que vive una
vida convencional con su mujer e hijos, cerca de Düsseldorf, Alemania.
Periódicamente viene a Sri Lanka (Ceylán). La mayor fuente de ingresos de este
lugar del mundo, gigantesca isla al pie de la India es el té, después la
industria textil, en tercer lugar el turismo. Sólo que dentro de la división
internacional del trabajo sexual le han correspondido: la pedofilia y la
prostitución infantil (—¿De qué edad?/ —De la que quieras. Ocho, diez,
catorce…”). Aquí sólo interesan los varones, las niñas tienen un lugar
tradicional en la sociedad y no se dedican a que otros exploten su cuerpo. Bert
sólo será el contorno o el mensajero de ese extraño mundo al que irá conducido
por Bobby, quien con sus 22 años está fuera de la práctica. A los 19 años fue
arrojado del ejercicio por su “protector”. Ahora acerca niños a los turistas:
Bobby me dijo que el precio seguía siendo el mismo,
300 rupias, y que Jagath ya me estaba esperando en la casa, ahí nomás, en el
pueblo. 300 rupias son 5 unos dólares.
El escritor, el
periodista, el hombre, tiene que ocultar su condición de testigo y de
develador, de allí que tiene ir al centro de los acontecimientos, enfrentarse
al niño que se le ofrece, pues de otra manera puede pagar caro, incluso con su
vida, el desacato. Y una vez en el cuarto del niño debe decirle que a él le
gusta oír historias, como a otros les gusta ver. Y la víctima sólo le pregunta
si están aseguradas sus 300 rupias. Caparrós, después de enfrentarnos al tabú y
al mito, a la protección a los niños, a la inocencia, a su conservación hasta
la edad que ellos puedan definir su rumbo, está ante la situación real y
cotidiana. Aunque el caso de Moldavia parecería cancelar cualquier intento de
optimismo y el caso de los jóvenes de Sri Lanka que a los veinte años son unos
viejos, inservibles y sólo podrán servir de regenteadores o de inconscientes
Virgilios lo reafirma. Hábil, pues, Caparrós en que ha movido fibras muy
sensibles del alma del lector, se tarda en dar datos sobre el tráfico sexual en
el mundo y en la historia, sobre la trayectoria de esta isla que algunos
conocimos en clases de geografía como Ceylán, en el lugar que ocupó en las
rutas de los marinos, de los descubridores, de los conquistadores, en su
ascensión y decadencia con el caucho y en ese mar maravilloso donde en
cualquier lugar se bañan niños y cuyo acto no significa lo mismo que en otras
playas, o acaso habrá que ver ese cuadro con otros ojos siempre que vayamos al
mar o, peor, siempre que veamos niños de apariencia feliz y despreocupada.
Entre
esa objetividad que exige la parte periodística y entre esa otra parte que en
este caso se orienta hacia la construcción de un mundo literario, donde el
lector pueda ir un poca más allá de los datos y asomarse a la ruindades de la
cultura, puede uno sacar esa ligera taxonomía de los pedófilos en Sri Lanka: el
que hace una fundación de niños y justifica así que estén cerca de él y en sus
instalaciones; el que se lleva a la familia entera y así mantiene selladas las
apariencias o el que simplemente compra y pide que le lleven y que suele contar
con el silencio de los padres pues son los primeramente beneficiados por un
pago que se les escurre rápidamente, pero que puede tener el aliento de otros
hijos.
Los
padres venden porque están pobres, porque no tienen una televisión, porque le
falta algo. Los hijos aceptan porque no les queda otra y porque no hay sanción
alguna o alternativa que los lleve a otro ámbito. Algunos hijos escapan a la
negociación posible, sólo para caer en el único oficio que les da liquidez.
La
lucha contra la pedofilia y la prostitución infantil se ha incrementado en Sri
Lanka. Se han formado instituciones que las prevengan, se han aprobado
legislaciones y emprendido castigos contra sus practicantes. No ha desaparecido
la causa natural: la pobreza. La historia es terrible y si Caparrós supera el
enfrentamiento con el niño que le cuenta su vida y no lo toca, tiene que
enfrentarse a una madre naturalmente generosa:
Le dije que le agradecía mucho y que ya me tenía que
ir. Entonces ella me dijo que por qué no me quedaba un rato con Ganini en la
pieza:
—Una o dos horas, o más, lo que usted quiera. A él le
gusta usted, y usted después puede regalarnos algo para la Navidad.[2]
A los 20 años, los varones de Sri Lanka tienen
los días contados a no ser que se metan a la espiral de la prostitución de
niños.
Estetización
del discurso
En mi muy modesta
opinión la literatura tuvo un ajuste discursivo después de la gran revolución
novelística de las primeras décadas del siglo XX. Consistió en un pequeño
sacrificio del discurso tipo Joyce, Proust, Woolf, Faulkner en beneficio de una
más rápida empatía con el lector. En algunas novelas como El sonido y la furia es imposible un avance con certeza, de allí
que Faulkner tuvo la necesidad de incorporar algunas apéndices que ayudaran al
lector. Su novela Santuario fue su
primer éxito comercial y si bien se abstuvo de la experimentación formal, no
cedió en lo temático, de allí que frecuentemente se refiriera a su ganancia de
lectores con un puntilloso humor negro.
Ejemplo
de este ajuste es la novelística de Mario Vargas Llosa, quien en Conversación en la Catedral utiliza una
técnica muy parecida a la de ¡Absalón,
Absalón!, también de Faulkner, pero con un más rápido pacto con el lector.
Otro ejemplo es el de la generación del 50 en España, donde se va desde la
complejidad temática de Vila-Matas, pasando por la ortodoxia de Marías hasta
llegar a las controvertidas novelas de Pérez-Reverte. El peligro de la
mercantilización allí está, aunque ya sin las amenazas del compromiso político
del período de la Guerra Fría. Cada vez estoy más convencido de que el peruano Santiago
Roncagliolo ha desarrollado una especie de cacería de la obra de Vargas Llosa,
lo que en principio parece descabellado y gratuito, pero también él ha
desarrollado tareas de plasticidad y codificación que son equivalentes a las
que Vargas Llosa realizó con Faulkner.
Pero
estos ajustes tienen cono centro el lenguaje. El viejo látigo de Flaubert sigue
golpeando, pero con las aportaciones de la lingüística y de la filosofía, el
lenguaje vino a ocupar un lugar preponderante, imprescindible y que saca de la
jugada todos los compromisos externos que vienen desde el naturalismo y se
enconan con el realismo socialista y criaturas que engendró.
Esta
estetización con el lenguaje como centro va a ir también a las otras
disciplinas humanas, incluso en algunos momentos a las ciencias duras en sus
libros de memorias o de reporte de investigación. Tanto la escuela de
Frankfurt, como los Annales, como los estructuralistas, y los
microhistoriadores han procurado escribir libros con una alta factura expresiva.
El queso y los gusanos de Carlo
Ginzburg es uno de los grandes ejemplos acabados. Pero está ya en Apología de la historia de Marc Bloc y
en Combates por la Historia de Lucien
Febvre y está también en Fragmentos de un
discurso amoroso de Roland Barthes y Vigilar
y castigar de Michel Foucault.
Además
de la historia bien contada, de la veracidad en su caso, la crónica construye
un discurso y con ello construye un mundo, ese mundo tiene algo que ver con el
nuestro. En los remansos que he traído para ustedes se puede ver esa estrategia
del escritor, del periodista, del historiador, del viajero. Los invito a leerlo
sin mi intermediación que los empobrece. Uno no quiere estar allí, pero termina
estando y las palabras permiten que uno se imagine a esa mujer en Moldavia que
pierde un ojo en un pleito, siendo ella una niña. Y también se imagina uno a
esa mujer en Líbano, ejerciendo la prostitución, aprovechando el explotador
—tal vez— su condición de tuerta. Allí la crónica de cualquier tipo se junta
con la literatura, llega a ser literatura. El aliento se suspende cuando la
madre de Sri Lanka ofrece a su hijo, le pide a Caparrós que se meta a su cuarto
por unas dos horas y que por Navidad les regale algo, no necesariamente en ese
momento. La parte conocida y desconocida del lector choca. Y lo mismo sucede
cuando un hecho de lo más cotidiano no es contado por el cronista, con detalles
o con datos, con sugerencias o plenas aseveraciones, con un seguimiento de los
personajes. Pienso tan solo en los viacrucis, en la selección de los
personajes, en los requisitos que piden, en la mezcla de culturas que entraña,
en los altos y bajos a lo largo de la historia, en la suerte de Judas o en esa
hora nona que atraviesa de siglo en siglo. Pienso en el mejor contador que
escritor, en el que va alterando su dicho, encontrando la trama secreta de esos
acontecimientos que no son fijos y que esperan la voz que los haga vibrar y
manifestarse. Pienso en su desesperación porque en la escritura no se da tanta
fluidez. Será cosa de tallar y tallar la pieza para que aparezca la luz
misteriosa que hace mover a las criaturas.
Vayamos por el
lado de las trayectorias y de las obras. Ejemplifiquemos con la de Martín
Caparrós y Lacrónica. Un eje de su
libro es la reflexión. Se construye una ruta de trabajo. Desde la época en que
Caparrós llega el periodismo y logra colocar sus crónicas en periódicos de
segunda o de un público más reducido o especializado, donde puede alargarse en
el comentario, en la construcción de la historia o de la parte argumental. Lo
envían al extranjero por convenio con una agencia de viajes. Allí crece entre
la suavidad de un oficio que no molesta y una realidad a la que se traslada que
suele variada.
Está
una segunda parte en que se va construyendo una hermandad o un grupo de
cronistas que batallan en su entorno, generalmente salen de sus países,
publican en medios de Estados Unidos o de Europa, hablan de sus principios y de
sus búsquedas y encuentran la práctica, primero, y después la difusión y la
formación de periodistas, de escritores como Gabriel García Márquez, quien hará
valiosos esfuerzos para proporcionar foros que saquen a la crónica de sus
medios originales.
Y
una tercera etapa en la cual la madurez del género o del subgénero o de la
mezcla de géneros, va viento en popa y donde se viven los peligros de la
renuncia, de la comodidad, del engaño, de la personalidad fuera de sí. Es el
momento en que se les hace creer que son creadores, genios, sustitutos de los
escritores del Boom. No es para tanto, y eso los mantiene en sus esencia, en la
búsqueda de eso otro, de eso que se oculta tras la realidad o las palabras, el
gran sueño romántico. Muchas cosas de la realidad se mantienen tanto o más
duras que antes, de allí que no sea tan fácil tornar inofensiva la crónica
mediante besos o el glamour de occidente. ¿Por qué? Porque hay países donde los
periodistas mueren por indagaciones pírricas o risibles, hay lugares donde el
poder anula la libertad de expresión y simplemente ejerce su papel de patrón.
Hay problemas sociales o dramas individuales o colectivos que necesitan de la
crónica puntual, develatoria, desautomatizadora. Y, claro, tampoco debemos
olvidar que hay un sector gigantesco del periodismo que lo crea o no, defiende
el orden, recibe beneficios abierta o encubiertamente y piensa que lo otro es
combatible y desechable.
Toro, puertorriqueña, que dice que lo hace porque
quiere que su país sea un país. Martínez, salvadoreño, que para que su país
conozca su país —y que lo cambie. Salinas, nicaragüense, que para que un país
marginal reconozca sus márgenes —y los estreche. Pires, brasileña, que porque
sí, sin vocación social, que lo que le gusta es escribir historias —aunque no
sirvan para nada.[3]
El libro de
Caparrós, Lacrónica, es un trabuco y
es cierto, amalgama, une, relaciona, propone formas de lectura, bien
verticales, bien horizontales, bien picando aquí y allá. Sus piezas son ágiles,
pero obviamente lo que cuentan y lo que argumentan es complejo y
plurisignificativo, de allí que es muy probable que uno lo tenga que leer a
tramos, acomodando según intereses y según el escaneo del día o de la semana.
Hay muchas partes que duelen, sea en las crónicas, sea en el manifiesto, así
que como obras ambiciosas y totales tengan que ser tomadas por asalto, digeridas
poco a poco, enfrentarse a ese mundo loco que hemos construido aquí y antes,
allá y ahora.
Tercer
remanso
Acapulco. Caminas
por el malecón, cruzas la avenida, alcanzas a ver una plaza, vas a ella, te
sientas en una de sus bancas, ves hombres y mujeres que allí están, algunos con
notable familiaridad, otros igual que tú, vacacionista. Es muy probable que se
den coloquios enfrente de ti, incluso que alguno de ellos venga y te pregunte
algo.
Mi
visión de Acapulco cambió radicalmente después de la lectura de “Los Acapulco Kids” de Alejandro Almazán. Es
una crónica muy cruda de la vida subterránea en el centro vacacional más
importante del país. Había oído los reportes sobre la violencia y de alguna
manera los comparaba con lo que ha sucedido en el resto de México. Para empezar,
por Zacatecas que ha vivido momentos muy difíciles en los últimos años, pero
que sobre todo ha incorporado a su vida diaria y a su cosmovisión: la
violencia, el miedo, las precauciones. El texto de Almazán tiene muchas coincidencias
con el de Caparrós (el de éste es de 1997, el de aquél de 2008 en sus
publicaciones originales). Yo leí primero el de Almazán y debo confesar que lo
leí como una historia de novela policíaca. Al igual que en Sri Lanka el
cronista se cuida, se esconde, no sólo pone en peligro su posible producto,
también pone en peligro su vida. Pero sobre todo lo leí con esa cerrazón del
cuerpo y del entendimiento. No creía posible que eso sucediera en mi país. Más
por los niños, el tan cacareado futuro de México. Se habían dado notables
discusiones sobre las prácticas pedófilas, pero hay que reconocer que la
moralina conservadora y la doble moral de los gobernantes contribuían a que se
olvidara el asunto. Nosotros, gente de la calle, poníamos una parte de no querer
entender, ellos lo ponían de plano en el lado de las aberraciones, de las
perversiones. No es perverso el que denuncia, es perverso el que practica, pero
vivimos el mundo al revés y la crónica nos los muestra y nos hace decir aquí
está, si quieres olvídalo, pero ya es tu responsabilidad. Es el caso de algunas
mujeres que participaron en esas denuncias y que terminaron siendo satanizadas
como tercas, resentidas, marimachas, de dudosa moral. Piensen ustedes en el
caso de Lydia Cacho y de Carmen Aristegui. Si bien algunos tenemos una idea
clara del valor de su oficio y la posición valiente que han desempeñado, salta
a la vista la imagen de descalificación con que han sido etiquetadas. Problema,
dice algo en el fondo de nuestra cognición, cuando no calificativos más duros,
algunos impregnados de una asquerosa moral. Son mujeres que tienen que remar
contra la corriente, así una de ellas haya exhibido una gran red de pedófilos y
la otra una de las grandes corruptelas de quien gobierna hoy este país.
Lo
peor es que en la plaza donde yo estuve inocentemente, lo juro, se daban
enganches para la prostitución infantil y dependiendo de la banca, del lado que
te sentaras, de algún gesto de la cara o alguna prenda exhibida era lo que se
solicitaba. Y pensaba yo en la persona que me había saludado, en la persona que
me había preguntado por algunas cosas de mi estancia. Al igual que esos niños
en aguas del Océano Índico, la plaza aquella donde pasé una tarde relajada,
digna de un vacacionista en pos de descanso, no volverá a significar lo mismo.
Dice Almazán:
Allan
García, uno de los editores de La Jornada
Guerrero, tiene una memoria implacable para los datos duros y
escalofriantes:
Hay paquetes exclusivos para pederastas que incluyen
hotel y niño. Costos: de doscientos a dos mil dólares, según el grado de
pubertad. El chico sólo recibe veinte dólares.
Desde los cinco años se prostituyen. A los dieciocho
ya no sirven.
Los que controlan la prostitución infantil en
Acapulco, son sobre todo, tailandeses.
Después del turismo y la venta de droga, la
prostitución infantil es la actividad que deja más ingresos a Acapulco.[4]
Mis tres remansos
hablan de una continuidad y de una violencia de la especie contra la especie.
Quizás las mujeres de Juárez no han recibido ni recibirán justicia, tampoco las
mujeres de Moldavia; quizás los niños de Sri Lanka tendrán que seguir en la banda
de la prostitución, como los de Acapulco, que no hace exclusión de las mujeres;
pero lo cierto es que el registro allí está y que en algunos de los casos, lo
que se dice de allá se aplica aquí y que lo aquí vemos puede volar a encajar en
explicaciones sobre el correr y el estado del mundo. No fue inmediato el
remedio contra el esclavismo ni contra las brutales prácticas coloniales. El
camino es largo, pero el silencio sólo garantiza que la memoria morirá.
Noticias
de un mundo posible
Literatos en la
crónica, cronistas en la literatura. La crónica construye su árbol genealógico.
Seguramente en sus correrías irán hasta Homero o hasta Gilgamesh. Ojalá que la
ventura siga acompañándola y también a la literatura. El menú de cronistas es
muy variado, su suerte también, pero se podría decir que hubo periodos en que
la mala suerte fue para todos. Pienso en los llamados cronistas o historiadores
de Indias, no relatores de la vida de los reyes, pero sí testimonio en el sitio
de las nuevas tierras, de los nuevos hombres, de los nuevos productos al
interactuar. El cronista fue cola de león de una gran literatura: la de los
Siglos de Oro españoles y acaso sea la cabeza de ratón de una nueva: la
mexicana. No aplica bien el símil, atajo a tiempo cualquier cuestionamiento, lo
que es evidente es que esos testimonios llegaron para quedarse. Las sociedades
conocen momentos de evolución material que les permiten producir cosas como la
literatura y dentro de ella subgéneros y prácticas propias del ocio y la
curiosidad. Sólo una sociedad con dinero produce buena literatura, aunque no
todas las sociedades ricas la producen. América Latina en el siglo XX es un
buen ejemplo: produjo literatura y artes plásticas de gran calidad. En el caso
de la novela y de la poesía borraron las diferencias con respecto a la
producida en España y no pocas veces permitieron a la española mantenerse a la
vista y en favor del público. Si la explicación es por la variedad de mercados
ante el agotamiento de los tradicionales. Y me refiero, por ejemplo, al mercado
editorial: la novela alemana quebrada en la posguerra, la francesa acartonada
por el existencialismo y esclerotizada por el nouveau roman, la italiana en una
pérdida de identidad que sólo rompió plenamente Italo Calvino. Así que los
escritores del boom no sólo publicaron en el mundo también llevaron a algunos
de las generaciones anteriores y otros posteriores se beneficiaron del impulso.
La calidad nunca ha estado en cuestión.
La
cercanía entre crónica y literatura es mucha. En los diversos niveles y
adjetivos. Hace unos meses murió Sergio González Rodríguez, autor de Huesos en el desierto. Este autor
dialogó con Roberto Bolaño y su sección de feminicidios de 2666 es sin duda la primera aportación novelística de gran calado
sobre ese vergonzoso hecho histórico. No sé cuál de los medios haya sido más
eficaz. Los lectores de Bolaño están por el mundo entero.
Martín Caparrós hace una crítica severa a los
llamados nuevos periodistas latinoamericanos o nuevos cronistas. Les advierte
de los peligros de la comodidad, de los altos pagos, de la fama, de la difusión
y presencia en medios. La industria norteamericana ha tenido siempre
formidables ejemplares de periodismo, de historiadores, de literatos, de
cronistas, pero obedecen a su propio proyecto de país, no al de otros. De allí
que Caparrós levante la pluma para señalar la necesidad de mantener el rumbo:
contar bien, contar verazmente, contar estéticamente, develar parte de un mundo
desconocido aunque nos movamos en él, pero todo dentro de esa ética de una
búsqueda del yo, de una búsqueda de la nación y de los mejores proyectos del
hombre.
Creo
que, a pesar de los gritos y sombrerazos, de las advertencias, la crónica
latinoamericana está a la altura de la mejor literatura de este continente, es
más, creo que es literatura de América Latina.
Fuga
con remanso personal. Mi madre se torna cronista
Terminaré por
evocar una historia que me contó mi madre años antes de morir. Era una
madrugada y ella cosía en su máquina de motor. El run run invadía la habitación
y contrastaba con su pensar constante y rítmico. De pronto empezó a romper el
silencio de más allá de esas cuatro paredes el llanto de un niño. Era un muro
lo que separaba a una habitación de otra. Se oían voces sordas, pero no cedía
el lamento desesperado de la criatura. Llegó la mañana y con ella el movimiento
y el ruido que impera sobre los actos particulares. Días después llegó la
noticia. Así son los barrios, todo corre, todo se sabe. La mujer llevó a su
hijo de 6 meses a un médico del rumbo. Un profesional, por cierto, bueno para
el diagnóstico y ducho en su disciplina. Revisó al crío. No tuvo que auscultar
mucho. El niño presentaba desgarro anal. Le dijo a la mujer que tenía dar aviso
a las autoridades. Le preguntó con quién vivía, dónde, qué había pasado. Dijo
que con su esposo, dio el número y la calle, después todo fue no saber lo que
había pasado. Dijo que iría a su casa a enterarlo a él. No se le volvió a ver.
Hace
tiempo yo decía en alguna entrevista que en los barrios hay una especie de
sello que autoprotege, una solidaridad que ampara al habitante frente a la
autoridad. Lo sigo creyendo, pero siempre ignoré el tipo de prácticas de una
sexualidad que se satisface y se agota en la familia. En Tiempo de silencio la chica que sabe calentar a los ratones en su
pecho, es embarazada por su padre y recurren al médico de laboratorio para que
los saque del apuro. La chica muere, pues ya había sido trabajada por métodos
tradicionales. Después mis hermanas me han contado de casos de incesto con
nombre y apellido, estos suelen ser los mismos. Caminé por esas calles, me
vanaglorié de mi microterritorio sin saber de aquellos demonios y de las acciones
de la llamada, por algunos, linterna roja.
¿Vivencia?,
¿acontecimiento escondido en la memoria?, ¿víctima? Sin duda que la literatura
o la crónica son un respiradero, un símil que nos ayuda a recomponer nuestro
mundo, a ejercer nuestra conciencia, a clarificar lo que somos y de qué manera
nos ha tocado el maltrato.
Tan
bien está la crónica ahora que el Premio Nobel 2015 fue otorgado a la escritora
bielorrusa Svletana Aleksiévich (también la encontrará como Alexiévich). Su
obra son voces, testimonios, recuerdos, acomodos de hechos, como aquella
historia de una mujer que fue enviada a prisión por faltas administrativas,
delitos relacionados con el partido o con sus compromisos y que dejó encargada
a su hija con la vecina. Después de cumplir su sentencia de años, cuando
desapareció la URSS, pudo acceder a los archivos de su causa y encontró que la
delatora había sido la encargada de su hija. Pero hay que desaprender ese
mundo, esa gigantesca malla que enseñó a pensar y a vivir a esos millones de
hombres como “Homo sovieticus”.[5]
Más
cerca de nosotros está Alma Guillermoprieto, quien acaba de ser distinguida con
el Premio Princesa de Asturias en Comunicación y Humanidades 2018. Con el
oficio de Aristegui o Cacho más la buena de pluma de Leila Guerriero o Martín
Caparrós, el compromiso social y el compromiso con el oficio, está en una
constante producción de textos que nos hacen ver la realidad de manera
diferente, romper el automatismo y la comodidad, la resignación y el olvido.
Escribo esto el 1 de enero de 2011. En el 2010
asesinaron a diez periodistas en México y nueve en Honduras, todos en relación
al narcotráfico. En agosto del año pasado setenta y dos emigrantes que viajaban
juntos por México con la esperanza de cruzar la frontera de Estados Unidos
fueron secuestrados y asesinados por algunos de los grupos que viven del
narcotráfico. En Perú reaparece un grupo de senderistas, y sobrevive gracias a
las rentas que le proporciona el cultivo ilegal de la coca. En Río de Janeiro
quien recorra las favelas se encontrará con niños de diez o doce años con
ametralladora, haciendo guardia frente a los territorios de los jefes del
tráfico. En el continente entero es raro el gobierno que no cuente con algún
alto personaje ligado directamente al tráfico legal de drogas. En Guatemala y
El Salvador los herederos de los que hicieron las guerras de los años ochenta
luchan ahora a sueldo del narcotráfico, armados hasta los dientes. En la
frontera norte de México, y también en la frontera sur, son cientos —o tal vez
miles— los muchachos que ejecutan las tareas macabras dictadas por los dueños
de la droga. Si la esperanza es una piel que nos recubre y nos protege del
terror de la muerte y el vacío existencial, los empleados del negocio han sido
desollados. No es por accidente que, entre las diversiones inventadas por los
sicarios del narcotráfico una sea la de arrancarle la piel en vivo a sus
víctimas. En el Gran Guiñol de la violencia que ha generado la prohibición de
las drogas y su consumo, todo es metáfora, y todo cadáver es autorretrato.[6]
Sin derechos. |
[1]
Martín Caparrós, “Unaluna (fragmento), Lacrónica,
México, 2016, Planeta, p. 469.
[2] Martín Caparrós, “Sri Lanka, el sí
de los niños”, en op. cit.
[3] Ibidem, p. 525.
[4] “Los Acapulco
Kids” de Alejandro Almazán en Darío Jaramillo Agudelo (edición), Antología de la crónica latinoamericana
actual, México, 2012, Alfaguara, p. 295.
[5] “Diecisiete años hubo que esperar
para que la verdadera mamá volviera de los campos de trabajo. Llegó y se postró
ante su amiga para besarle manos y pies. Por lo general, en los cuentos de
hadas las historias acaban con una escena de ese tipo, pero la vida real suele
regalar finales bien distintos, no hay finales felices. Cuando llegó Gorbachov
y los archivos se volvieron de dominio público, preguntaron a la expresidiaria
si quería echarle un vistazo a su expediente. Ésta respondió que sí, comenzó a
leer la carpeta etiquetada con su nombre y dio enseguida con la denuncia…
Reconoció la letra al instante. Era la de su vecina, la de mamá “Ania”. Fue
ella la que la denunció y la mandó a la cárcel”. Svletana Aleksiévich, El fin del “Homo sovieticus”, Barcelona,
2015, Acantilado, P. 91.
[6] Alma Guillermoprieto, Desde el país de nunca jamás, México,
2011, Debate, pp. 14-15.
Comentarios
Publicar un comentario