Literatura y crónica

Alejandro García

A mí —que soy un materialista convencido— no me cabe ninguna duda de que aquel fue un episodio más, y de los más hermosos, en la muy rica historia de la materialización de la poesía. La única falla que le encuentro es que ocurrió de noche, y peor aún, al filo de la medianoche, como en las peores películas de terror. Salvo por eso, no hay un solo elemento que no corresponda a esa metafísica de las carreteras que todos hemos sentido pasar tan cerca en el curso de un viaje, pero ante cuya verdad estremecedora nos negamos a rendirnos.
Gabriel García Márquez

¿Qué quiere decir que una novela siempre miente? No lo que creyeron oficiales y cadetes del Colegio Militar Leoncio Prado, donde —en apariencia al menos— sucede mi primera novela, que quemaron el libro acusándolo de calumnioso a la institución: ni lo que pensó mi primera mujer al leer otra de mis novelas, La tía  Julia y el escribidor, y que, sintiéndose inexactamente retratada en ella, ha publicado luego un libro que pretende restaurar la verdad alterada por la ficción… No se escriben novelas para contar la vida, sino para transformarla, añadiéndole algo.
Mario Vargas Llosa


Primer remanso
El periodista llega a Moldavia. El día anterior ha estado en París. Se trata de una pequeña nación entre Rumania y Ucrania. El yo se estremece por la nieve. Moldavia formó parte de la Unión Soviética. El yo se estremece ante el futuro prometido y el presente arruinado. Moldavia ha emigrado a una tercera parte de su población y ahora es el país más pobre de Europa. El narrador llega por la noche, contrasta su realidad itinerante, consulta su mapa de ideales, su trayectoria profesional. No lo dice en este fragmento, pero sí en el todo, en el libro al que pertenece “Unaluna (fragmento)”. Kishinau es su capital, aun se contrastan algunos indicios del viejo comunismo con un capitalismo que resurge pero que no salva. Al día siguiente tendrá la entrevista con Natalia. La voz entre la tierra y el hombre que la indaga. Es otro yo, a desentrañar, a tener que conjugar con el relato, con la suerte del país y con el ojo del observador y escribano de la historia. ¿Hugo? ¿Balzac? ¿Zola? ¿Sartre? ¿Robbe-Grillet? Para referirnos solamente a las grandes propuestas escriturales francesas.  
Natalia perdió un ojo en la infancia, a causa de una pelea que se desencadenó por defender a su madre. El ojo le explotó. Después su madre murió de cáncer y vivió el viejo refrán moldavo: “Una mujer sin golpear es como una casa sin barrer” a manos de su padre y de sus hermanos. Se formó como profesora de educación física y artes marciales, ejerció su profesión y aportó dinero a la casa. Eso no la libró de los golpes. Se fue a la capital, fueron por ella. Se volvió a ir y se casó. Tuvo una relación idílica algún tiempo. Después apareció la norma del mal trato, probablemente porque le dijo que estaba embarazada y eso hizo que apareciera el verdadero móvil: la había cebado. Su atento marido antes, la vendió por tres mil dólares. Fue llevada a Líbano a ejercer la prostitución. Allí apareció el bondadoso que la sacó del burdel para llevarla a su casa a que le brindara servicios sin cobrar. Intentó escapar. Los matones del tugurio la persiguieron, intentaron subirla a un automóvil. Escapó. La atropellaron, la dejaron mal herida y en coma profundo. Regresó a la vida para sufrir varias operaciones, la convalecencia por varios huesos rotos y una hepatitis B. Un abogado turco le ofreció regresarla a Moldavia. Ella piensa que pudo ser su expatrón, su exdueño, para evitarse un problema legal. El caso es que regresó a su patria y a su pueblo. Ahora la golpeaban además porque había sido puta. Se fue de nuevo a Kishinau. Allí, tras varias noches durmiendo en una banca de algún jardín público, se enroló en el trabajo con víctimas del tráfico de mujeres en la hot line de La Strada una ONG. A pesar de su espantosa vida, Natalia ha podido contarlo y ayudar a sobrevivientes de casos similares, a quienes regresan a ese cementerio donde el futuro nunca fue espléndido ni permanente.

No hay cifras globales, pero extrapolando ciertos estudios parciales se puede calcular que desde el 2000 hubo unas 40,000 mujeres traficadas en Moldavia, el 5 por ciento de todas las mujeres entre quince y treinta y nueve años.[1]

El responsable de esta historia que ahora yo les cuento y con la que irrumpo violentamente en este apacible auditorio es Martín Caparrós y este trabajo lo publicó originalmente en 2007.


La crónica goza de buena salud
Si uno va al Diccionario de Autoridades verá que en el siglo XVIII la Chronica se refiere ante todo a la historia de los reyes. Así que debemos celebrar que sin perder esta acepción y práctica, haya descendido a producciones y círculos de lectores cada vez más amplios. Casi como el ensayo, la crónica está en todas partes, incluso en la entraña dura de las ciencias. Tom Wolfe, por ejemplo, cuenta cómo un visionario como Robert Noyce supo encontrar en el transistor el punto de arranque de los circuitos y el potencial para ir de las grandes computadoras  a los celulares (treinta metros de largo por tres de alto fue la primera durante la segunda gran guerra). Creo que ahora fundamentalmente la crónica se sostiene sobre una buena historia. Dejado el lastre del compromiso ante todo, se ha vuelto a la atención del lector: atender al lector para que éste atienda lo que se dice. Y la atención no necesariamente está en lo muy complicado o en lo enmarañado o en lo difícil. De modo que la crónica ha tomado partes de todo con tal de seducir al lector. Por eso ahora se maneja que es el ornitorrinco en juego evidente de lo que dijo Reyes con respecto al ensayo: el centauro. Para seducir y contar bien la crónica se vale de todo: reflexión, biografía, teatro, poesía, novela, confesión, diario, ensayo, notas periodísticas, y lo que se les ocurra. Sin contar con que el cine y la televisión han venido a redimensionarla desde una amplitud de lenguajes. El hecho de que tengamos unos medios de comunicación bastante cómplices del poder no quiere decir que no hagan crónica valiosa y, como en el caso del escritor, suelen escapárseles las lecturas y las connotaciones o el sentido. Desde luego, tienen la ventaja de la edición, de la censura, del detener a tiempo. Pero el bombardeo del Palacio de la Moneda el 11 de septiembre de 1973 con la voz de Jacobo Zabludovsky queda como un testimonio que ahora podemos ver desde muy diversas perspectivas. Regreso al encanto de la narración, del cuento, del dar vueltas, de dar como desconocido al lector algo que le es sumamente conocido. Cuando yo me senté en aquella banca de una plazuela de Acapulco, era para mí un lugar de descanso, no era algo relevante, podía ser incluso intrascendente. Así lo fui hasta que en 2012 leí el libro sobre la crónica latinoamericana, donde está incluido el trabajo que les recuento en el tercer remanso.
Dentro de esta amplitud y de esta fortuna, el lado positivo es la cotización. La crónica cuesta y da a ganar. Sea en el periodismo, en la televisión, en el cine, en libros, oficinas. Otorga un salario o una remuneración de acuerdo al rango en que uno se ubique o al lugar del mundo donde se encuentre. Caparrós menciona cómo tuvo que moverse del periódico tradicional por falta de espacio y cómo sus trabajos para una revista le permitieron viajar por el mundo, gracias a que la empresa donde trabajaba cobraba la publicidad con boletos de avión o estancias en hoteles. Sé que hay lugares donde se paga para publicar o simplemente se reciben las gracias, pero es parte de una pirámide que también se da en la literatura y en las otras artes.
En cambio podemos decir que muchos de los grandes escritores se hicieron en los periódicos. Algunos con ensayos, otros con notas, algunos más con reportajes o crónicas. Acuérdese que en el periodismo se habla del estilo Hemingway. Y también en la literatura. Ese fraseo corto o si se prefiere esas construcciones oracionales breves, donde el ritmo se construye desde allí y no a la manera faulkneriana o proustiana más caracterizada por las subordinaciones y que llega a ser imposible de leer en algunos casos.
En América Latina el gran ejemplo es Gabriel García Márquez. Antes de Cien años de soledad, si bien era conocido como novelista, su peso específico estaba en el periodismo. Realizó grandes esfuerzos en los periódicos donde trabajó. Tuvo que llenar secciones enteras a falta de colaboraciones y lo mismo hablaba de un problema social que de la literatura europea. Su trabajo de 1955 Relato de un náufrago era más conocido o valorado en ciertos medios especializados que La hojarasca o La mala hora. Después del éxito de Cien años de soledad ese trabajo recibió la bendición de la firma y tras el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura se publicó su obra periodística en 5 voluminosos tomos. Y hay piezas allí que son comparables a sus mejores momentos narrativos.
Al igual que Fuentes impulsó la narrativa llamada del Boom con grandes escritores como Cortázar, Cabrera Infante, Donoso, Vargas Llosa, el mismo Fuentes. García Márquez hizo notables esfuerzos en pro de una buena práctica periodística y de un desarrollo de gran calidad de la crónica. También lo ha hizo dentro del cine, pero es obvio que allí los grandes capitales norteamericanos dictan lo que se hace muy famoso y seleccionan escrupulosamente lo que de afuera se produce. Al margen de ese impulso, escritores, periodistas, historiadores han dado la batalla por la crónica. Podríamos decir sin mentir que ya tienen un Premio Nobel y que las formas los favorecen, pero el camino es largo.  


Segundo remanso
La segunda crónica también es de Martín Caparrós. Ahora no abre en la soledad, frente a su yo. Ahora tiene que sostener un diálogo con Bert de 49 años, un hombre que vive una vida convencional con su mujer e hijos, cerca de Düsseldorf, Alemania. Periódicamente viene a Sri Lanka (Ceylán). La mayor fuente de ingresos de este lugar del mundo, gigantesca isla al pie de la India es el té, después la industria textil, en tercer lugar el turismo. Sólo que dentro de la división internacional del trabajo sexual le han correspondido: la pedofilia y la prostitución infantil (—¿De qué edad?/ —De la que quieras. Ocho, diez, catorce…”). Aquí sólo interesan los varones, las niñas tienen un lugar tradicional en la sociedad y no se dedican a que otros exploten su cuerpo. Bert sólo será el contorno o el mensajero de ese extraño mundo al que irá conducido por Bobby, quien con sus 22 años está fuera de la práctica. A los 19 años fue arrojado del ejercicio por su “protector”. Ahora acerca niños a los turistas:

Bobby me dijo que el precio seguía siendo el mismo, 300 rupias, y que Jagath ya me estaba esperando en la casa, ahí nomás, en el pueblo. 300 rupias son 5 unos dólares.

El escritor, el periodista, el hombre, tiene que ocultar su condición de testigo y de develador, de allí que tiene ir al centro de los acontecimientos, enfrentarse al niño que se le ofrece, pues de otra manera puede pagar caro, incluso con su vida, el desacato. Y una vez en el cuarto del niño debe decirle que a él le gusta oír historias, como a otros les gusta ver. Y la víctima sólo le pregunta si están aseguradas sus 300 rupias. Caparrós, después de enfrentarnos al tabú y al mito, a la protección a los niños, a la inocencia, a su conservación hasta la edad que ellos puedan definir su rumbo, está ante la situación real y cotidiana. Aunque el caso de Moldavia parecería cancelar cualquier intento de optimismo y el caso de los jóvenes de Sri Lanka que a los veinte años son unos viejos, inservibles y sólo podrán servir de regenteadores o de inconscientes Virgilios lo reafirma. Hábil, pues, Caparrós en que ha movido fibras muy sensibles del alma del lector, se tarda en dar datos sobre el tráfico sexual en el mundo y en la historia, sobre la trayectoria de esta isla que algunos conocimos en clases de geografía como Ceylán, en el lugar que ocupó en las rutas de los marinos, de los descubridores, de los conquistadores, en su ascensión y decadencia con el caucho y en ese mar maravilloso donde en cualquier lugar se bañan niños y cuyo acto no significa lo mismo que en otras playas, o acaso habrá que ver ese cuadro con otros ojos siempre que vayamos al mar o, peor, siempre que veamos niños de apariencia feliz y despreocupada.
Entre esa objetividad que exige la parte periodística y entre esa otra parte que en este caso se orienta hacia la construcción de un mundo literario, donde el lector pueda ir un poca más allá de los datos y asomarse a la ruindades de la cultura, puede uno sacar esa ligera taxonomía de los pedófilos en Sri Lanka: el que hace una fundación de niños y justifica así que estén cerca de él y en sus instalaciones; el que se lleva a la familia entera y así mantiene selladas las apariencias o el que simplemente compra y pide que le lleven y que suele contar con el silencio de los padres pues son los primeramente beneficiados por un pago que se les escurre rápidamente, pero que puede tener el aliento de otros hijos.
Los padres venden porque están pobres, porque no tienen una televisión, porque le falta algo. Los hijos aceptan porque no les queda otra y porque no hay sanción alguna o alternativa que los lleve a otro ámbito. Algunos hijos escapan a la negociación posible, sólo para caer en el único oficio que les da liquidez.
La lucha contra la pedofilia y la prostitución infantil se ha incrementado en Sri Lanka. Se han formado instituciones que las prevengan, se han aprobado legislaciones y emprendido castigos contra sus practicantes. No ha desaparecido la causa natural: la pobreza. La historia es terrible y si Caparrós supera el enfrentamiento con el niño que le cuenta su vida y no lo toca, tiene que enfrentarse a una madre naturalmente generosa:

Le dije que le agradecía mucho y que ya me tenía que ir. Entonces ella me dijo que por qué no me quedaba un rato con Ganini en la pieza:
—Una o dos horas, o más, lo que usted quiera. A él le gusta usted, y usted después puede regalarnos algo para la Navidad.[2]

 A los 20 años, los varones de Sri Lanka tienen los días contados a no ser que se metan a la espiral de la prostitución de niños.


Estetización del discurso
En mi muy modesta opinión la literatura tuvo un ajuste discursivo después de la gran revolución novelística de las primeras décadas del siglo XX. Consistió en un pequeño sacrificio del discurso tipo Joyce, Proust, Woolf, Faulkner en beneficio de una más rápida empatía con el lector. En algunas novelas como El sonido y la furia es imposible un avance con certeza, de allí que Faulkner tuvo la necesidad de incorporar algunas apéndices que ayudaran al lector. Su novela Santuario fue su primer éxito comercial y si bien se abstuvo de la experimentación formal, no cedió en lo temático, de allí que frecuentemente se refiriera a su ganancia de lectores con un puntilloso humor negro.
Ejemplo de este ajuste es la novelística de Mario Vargas Llosa, quien en Conversación en la Catedral utiliza una técnica muy parecida a la de ¡Absalón, Absalón!, también de Faulkner, pero con un más rápido pacto con el lector. Otro ejemplo es el de la generación del 50 en España, donde se va desde la complejidad temática de Vila-Matas, pasando por la ortodoxia de Marías hasta llegar a las controvertidas novelas de Pérez-Reverte. El peligro de la mercantilización allí está, aunque ya sin las amenazas del compromiso político del período de la Guerra Fría. Cada vez estoy más convencido de que el peruano Santiago Roncagliolo ha desarrollado una especie de cacería de la obra de Vargas Llosa, lo que en principio parece descabellado y gratuito, pero también él ha desarrollado tareas de plasticidad y codificación que son equivalentes a las que Vargas Llosa realizó con Faulkner.  
Pero estos ajustes tienen cono centro el lenguaje. El viejo látigo de Flaubert sigue golpeando, pero con las aportaciones de la lingüística y de la filosofía, el lenguaje vino a ocupar un lugar preponderante, imprescindible y que saca de la jugada todos los compromisos externos que vienen desde el naturalismo y se enconan con el realismo socialista y criaturas que engendró.
Esta estetización con el lenguaje como centro va a ir también a las otras disciplinas humanas, incluso en algunos momentos a las ciencias duras en sus libros de memorias o de reporte de investigación. Tanto la escuela de Frankfurt, como los Annales, como los estructuralistas, y los microhistoriadores han procurado escribir libros con una alta factura expresiva. El queso y los gusanos de Carlo Ginzburg es uno de los grandes ejemplos acabados. Pero está ya en Apología de la historia de Marc Bloc y en Combates por la Historia de Lucien Febvre y está también en Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes y Vigilar y castigar de Michel Foucault.
Además de la historia bien contada, de la veracidad en su caso, la crónica construye un discurso y con ello construye un mundo, ese mundo tiene algo que ver con el nuestro. En los remansos que he traído para ustedes se puede ver esa estrategia del escritor, del periodista, del historiador, del viajero. Los invito a leerlo sin mi intermediación que los empobrece. Uno no quiere estar allí, pero termina estando y las palabras permiten que uno se imagine a esa mujer en Moldavia que pierde un ojo en un pleito, siendo ella una niña. Y también se imagina uno a esa mujer en Líbano, ejerciendo la prostitución, aprovechando el explotador —tal vez— su condición de tuerta. Allí la crónica de cualquier tipo se junta con la literatura, llega a ser literatura. El aliento se suspende cuando la madre de Sri Lanka ofrece a su hijo, le pide a Caparrós que se meta a su cuarto por unas dos horas y que por Navidad les regale algo, no necesariamente en ese momento. La parte conocida y desconocida del lector choca. Y lo mismo sucede cuando un hecho de lo más cotidiano no es contado por el cronista, con detalles o con datos, con sugerencias o plenas aseveraciones, con un seguimiento de los personajes. Pienso tan solo en los viacrucis, en la selección de los personajes, en los requisitos que piden, en la mezcla de culturas que entraña, en los altos y bajos a lo largo de la historia, en la suerte de Judas o en esa hora nona que atraviesa de siglo en siglo. Pienso en el mejor contador que escritor, en el que va alterando su dicho, encontrando la trama secreta de esos acontecimientos que no son fijos y que esperan la voz que los haga vibrar y manifestarse. Pienso en su desesperación porque en la escritura no se da tanta fluidez. Será cosa de tallar y tallar la pieza para que aparezca la luz misteriosa que hace mover a las criaturas.

Vayamos por el lado de las trayectorias y de las obras. Ejemplifiquemos con la de Martín Caparrós y Lacrónica. Un eje de su libro es la reflexión. Se construye una ruta de trabajo. Desde la época en que Caparrós llega el periodismo y logra colocar sus crónicas en periódicos de segunda o de un público más reducido o especializado, donde puede alargarse en el comentario, en la construcción de la historia o de la parte argumental. Lo envían al extranjero por convenio con una agencia de viajes. Allí crece entre la suavidad de un oficio que no molesta y una realidad a la que se traslada que suele variada.
Está una segunda parte en que se va construyendo una hermandad o un grupo de cronistas que batallan en su entorno, generalmente salen de sus países, publican en medios de Estados Unidos o de Europa, hablan de sus principios y de sus búsquedas y encuentran la práctica, primero, y después la difusión y la formación de periodistas, de escritores como Gabriel García Márquez, quien hará valiosos esfuerzos para proporcionar foros que saquen a la crónica de sus medios originales.
Y una tercera etapa en la cual la madurez del género o del subgénero o de la mezcla de géneros, va viento en popa y donde se viven los peligros de la renuncia, de la comodidad, del engaño, de la personalidad fuera de sí. Es el momento en que se les hace creer que son creadores, genios, sustitutos de los escritores del Boom. No es para tanto, y eso los mantiene en sus esencia, en la búsqueda de eso otro, de eso que se oculta tras la realidad o las palabras, el gran sueño romántico. Muchas cosas de la realidad se mantienen tanto o más duras que antes, de allí que no sea tan fácil tornar inofensiva la crónica mediante besos o el glamour de occidente. ¿Por qué? Porque hay países donde los periodistas mueren por indagaciones pírricas o risibles, hay lugares donde el poder anula la libertad de expresión y simplemente ejerce su papel de patrón. Hay problemas sociales o dramas individuales o colectivos que necesitan de la crónica puntual, develatoria, desautomatizadora. Y, claro, tampoco debemos olvidar que hay un sector gigantesco del periodismo que lo crea o no, defiende el orden, recibe beneficios abierta o encubiertamente y piensa que lo otro es combatible y desechable.

Toro, puertorriqueña, que dice que lo hace porque quiere que su país sea un país. Martínez, salvadoreño, que para que su país conozca su país —y que lo cambie. Salinas, nicaragüense, que para que un país marginal reconozca sus márgenes —y los estreche. Pires, brasileña, que porque sí, sin vocación social, que lo que le gusta es escribir historias —aunque no sirvan para nada.[3]

El libro de Caparrós, Lacrónica, es un trabuco y es cierto, amalgama, une, relaciona, propone formas de lectura, bien verticales, bien horizontales, bien picando aquí y allá. Sus piezas son ágiles, pero obviamente lo que cuentan y lo que argumentan es complejo y plurisignificativo, de allí que es muy probable que uno lo tenga que leer a tramos, acomodando según intereses y según el escaneo del día o de la semana. Hay muchas partes que duelen, sea en las crónicas, sea en el manifiesto, así que como obras ambiciosas y totales tengan que ser tomadas por asalto, digeridas poco a poco, enfrentarse a ese mundo loco que hemos construido aquí y antes, allá y ahora.

 
Tercer remanso
Acapulco. Caminas por el malecón, cruzas la avenida, alcanzas a ver una plaza, vas a ella, te sientas en una de sus bancas, ves hombres y mujeres que allí están, algunos con notable familiaridad, otros igual que tú, vacacionista. Es muy probable que se den coloquios enfrente de ti, incluso que alguno de ellos venga y te pregunte algo.
Mi visión de Acapulco cambió radicalmente después de la lectura de  “Los Acapulco Kids” de Alejandro Almazán. Es una crónica muy cruda de la vida subterránea en el centro vacacional más importante del país. Había oído los reportes sobre la violencia y de alguna manera los comparaba con lo que ha sucedido en el resto de México. Para empezar, por Zacatecas que ha vivido momentos muy difíciles en los últimos años, pero que sobre todo ha incorporado a su vida diaria y a su cosmovisión: la violencia, el miedo, las precauciones. El texto de Almazán tiene muchas coincidencias con el de Caparrós (el de éste es de 1997, el de aquél de 2008 en sus publicaciones originales). Yo leí primero el de Almazán y debo confesar que lo leí como una historia de novela policíaca. Al igual que en Sri Lanka el cronista se cuida, se esconde, no sólo pone en peligro su posible producto, también pone en peligro su vida. Pero sobre todo lo leí con esa cerrazón del cuerpo y del entendimiento. No creía posible que eso sucediera en mi país. Más por los niños, el tan cacareado futuro de México. Se habían dado notables discusiones sobre las prácticas pedófilas, pero hay que reconocer que la moralina conservadora y la doble moral de los gobernantes contribuían a que se olvidara el asunto. Nosotros, gente de la calle, poníamos una parte de no querer entender, ellos lo ponían de plano en el lado de las aberraciones, de las perversiones. No es perverso el que denuncia, es perverso el que practica, pero vivimos el mundo al revés y la crónica nos los muestra y nos hace decir aquí está, si quieres olvídalo, pero ya es tu responsabilidad. Es el caso de algunas mujeres que participaron en esas denuncias y que terminaron siendo satanizadas como tercas, resentidas, marimachas, de dudosa moral. Piensen ustedes en el caso de Lydia Cacho y de Carmen Aristegui. Si bien algunos tenemos una idea clara del valor de su oficio y la posición valiente que han desempeñado, salta a la vista la imagen de descalificación con que han sido etiquetadas. Problema, dice algo en el fondo de nuestra cognición, cuando no calificativos más duros, algunos impregnados de una asquerosa moral. Son mujeres que tienen que remar contra la corriente, así una de ellas haya exhibido una gran red de pedófilos y la otra una de las grandes corruptelas de quien gobierna hoy este país.
Lo peor es que en la plaza donde yo estuve inocentemente, lo juro, se daban enganches para la prostitución infantil y dependiendo de la banca, del lado que te sentaras, de algún gesto de la cara o alguna prenda exhibida era lo que se solicitaba. Y pensaba yo en la persona que me había saludado, en la persona que me había preguntado por algunas cosas de mi estancia. Al igual que esos niños en aguas del Océano Índico, la plaza aquella donde pasé una tarde relajada, digna de un vacacionista en pos de descanso, no volverá a significar lo mismo. Dice Almazán:
Allan García, uno de los editores de La Jornada Guerrero, tiene una memoria implacable para los datos duros y escalofriantes:

Hay paquetes exclusivos para pederastas que incluyen hotel y niño. Costos: de doscientos a dos mil dólares, según el grado de pubertad. El chico sólo recibe veinte dólares.
Desde los cinco años se prostituyen. A los dieciocho ya no sirven.
Los que controlan la prostitución infantil en Acapulco, son sobre todo, tailandeses.
Después del turismo y la venta de droga, la prostitución infantil es la actividad que deja más ingresos a Acapulco.[4]

Mis tres remansos hablan de una continuidad y de una violencia de la especie contra la especie. Quizás las mujeres de Juárez no han recibido ni recibirán justicia, tampoco las mujeres de Moldavia; quizás los niños de Sri Lanka tendrán que seguir en la banda de la prostitución, como los de Acapulco, que no hace exclusión de las mujeres; pero lo cierto es que el registro allí está y que en algunos de los casos, lo que se dice de allá se aplica aquí y que lo aquí vemos puede volar a encajar en explicaciones sobre el correr y el estado del mundo. No fue inmediato el remedio contra el esclavismo ni contra las brutales prácticas coloniales. El camino es largo, pero el silencio sólo garantiza que la memoria morirá.


Noticias de un mundo posible
Literatos en la crónica, cronistas en la literatura. La crónica construye su árbol genealógico. Seguramente en sus correrías irán hasta Homero o hasta Gilgamesh. Ojalá que la ventura siga acompañándola y también a la literatura. El menú de cronistas es muy variado, su suerte también, pero se podría decir que hubo periodos en que la mala suerte fue para todos. Pienso en los llamados cronistas o historiadores de Indias, no relatores de la vida de los reyes, pero sí testimonio en el sitio de las nuevas tierras, de los nuevos hombres, de los nuevos productos al interactuar. El cronista fue cola de león de una gran literatura: la de los Siglos de Oro españoles y acaso sea la cabeza de ratón de una nueva: la mexicana. No aplica bien el símil, atajo a tiempo cualquier cuestionamiento, lo que es evidente es que esos testimonios llegaron para quedarse. Las sociedades conocen momentos de evolución material que les permiten producir cosas como la literatura y dentro de ella subgéneros y prácticas propias del ocio y la curiosidad. Sólo una sociedad con dinero produce buena literatura, aunque no todas las sociedades ricas la producen. América Latina en el siglo XX es un buen ejemplo: produjo literatura y artes plásticas de gran calidad. En el caso de la novela y de la poesía borraron las diferencias con respecto a la producida en España y no pocas veces permitieron a la española mantenerse a la vista y en favor del público. Si la explicación es por la variedad de mercados ante el agotamiento de los tradicionales. Y me refiero, por ejemplo, al mercado editorial: la novela alemana quebrada en la posguerra, la francesa acartonada por el existencialismo y esclerotizada por el nouveau roman, la italiana en una pérdida de identidad que sólo rompió plenamente Italo Calvino. Así que los escritores del boom no sólo publicaron en el mundo también llevaron a algunos de las generaciones anteriores y otros posteriores se beneficiaron del impulso. La calidad nunca ha estado en cuestión.
La cercanía entre crónica y literatura es mucha. En los diversos niveles y adjetivos. Hace unos meses murió Sergio González Rodríguez, autor de Huesos en el desierto. Este autor dialogó con Roberto Bolaño y su sección de feminicidios de 2666 es sin duda la primera aportación novelística de gran calado sobre ese vergonzoso hecho histórico. No sé cuál de los medios haya sido más eficaz. Los lectores de Bolaño están por el mundo entero.
 Martín Caparrós hace una crítica severa a los llamados nuevos periodistas latinoamericanos o nuevos cronistas. Les advierte de los peligros de la comodidad, de los altos pagos, de la fama, de la difusión y presencia en medios. La industria norteamericana ha tenido siempre formidables ejemplares de periodismo, de historiadores, de literatos, de cronistas, pero obedecen a su propio proyecto de país, no al de otros. De allí que Caparrós levante la pluma para señalar la necesidad de mantener el rumbo: contar bien, contar verazmente, contar estéticamente, develar parte de un mundo desconocido aunque nos movamos en él, pero todo dentro de esa ética de una búsqueda del yo, de una búsqueda de la nación y de los mejores proyectos del hombre.
Creo que, a pesar de los gritos y sombrerazos, de las advertencias, la crónica latinoamericana está a la altura de la mejor literatura de este continente, es más, creo que es literatura de América Latina.


Fuga con remanso personal. Mi madre se torna cronista
Terminaré por evocar una historia que me contó mi madre años antes de morir. Era una madrugada y ella cosía en su máquina de motor. El run run invadía la habitación y contrastaba con su pensar constante y rítmico. De pronto empezó a romper el silencio de más allá de esas cuatro paredes el llanto de un niño. Era un muro lo que separaba a una habitación de otra. Se oían voces sordas, pero no cedía el lamento desesperado de la criatura. Llegó la mañana y con ella el movimiento y el ruido que impera sobre los actos particulares. Días después llegó la noticia. Así son los barrios, todo corre, todo se sabe. La mujer llevó a su hijo de 6 meses a un médico del rumbo. Un profesional, por cierto, bueno para el diagnóstico y ducho en su disciplina. Revisó al crío. No tuvo que auscultar mucho. El niño presentaba desgarro anal. Le dijo a la mujer que tenía dar aviso a las autoridades. Le preguntó con quién vivía, dónde, qué había pasado. Dijo que con su esposo, dio el número y la calle, después todo fue no saber lo que había pasado. Dijo que iría a su casa a enterarlo a él. No se le volvió a ver.
Hace tiempo yo decía en alguna entrevista que en los barrios hay una especie de sello que autoprotege, una solidaridad que ampara al habitante frente a la autoridad. Lo sigo creyendo, pero siempre ignoré el tipo de prácticas de una sexualidad que se satisface y se agota en la familia. En Tiempo de silencio la chica que sabe calentar a los ratones en su pecho, es embarazada por su padre y recurren al médico de laboratorio para que los saque del apuro. La chica muere, pues ya había sido trabajada por métodos tradicionales. Después mis hermanas me han contado de casos de incesto con nombre y apellido, estos suelen ser los mismos. Caminé por esas calles, me vanaglorié de mi microterritorio sin saber de aquellos demonios y de las acciones de la llamada, por algunos, linterna roja.
¿Vivencia?, ¿acontecimiento escondido en la memoria?, ¿víctima? Sin duda que la literatura o la crónica son un respiradero, un símil que nos ayuda a recomponer nuestro mundo, a ejercer nuestra conciencia, a clarificar lo que somos y de qué manera nos ha tocado el maltrato.
Tan bien está la crónica ahora que el Premio Nobel 2015 fue otorgado a la escritora bielorrusa Svletana Aleksiévich (también la encontrará como Alexiévich). Su obra son voces, testimonios, recuerdos, acomodos de hechos, como aquella historia de una mujer que fue enviada a prisión por faltas administrativas, delitos relacionados con el partido o con sus compromisos y que dejó encargada a su hija con la vecina. Después de cumplir su sentencia de años, cuando desapareció la URSS, pudo acceder a los archivos de su causa y encontró que la delatora había sido la encargada de su hija. Pero hay que desaprender ese mundo, esa gigantesca malla que enseñó a pensar y a vivir a esos millones de hombres como “Homo sovieticus”.[5]
Más cerca de nosotros está Alma Guillermoprieto, quien acaba de ser distinguida con el Premio Princesa de Asturias en Comunicación y Humanidades 2018. Con el oficio de Aristegui o Cacho más la buena de pluma de Leila Guerriero o Martín Caparrós, el compromiso social y el compromiso con el oficio, está en una constante producción de textos que nos hacen ver la realidad de manera diferente, romper el automatismo y la comodidad, la resignación y el olvido.

Escribo esto el 1 de enero de 2011. En el 2010 asesinaron a diez periodistas en México y nueve en Honduras, todos en relación al narcotráfico. En agosto del año pasado setenta y dos emigrantes que viajaban juntos por México con la esperanza de cruzar la frontera de Estados Unidos fueron secuestrados y asesinados por algunos de los grupos que viven del narcotráfico. En Perú reaparece un grupo de senderistas, y sobrevive gracias a las rentas que le proporciona el cultivo ilegal de la coca. En Río de Janeiro quien recorra las favelas se encontrará con niños de diez o doce años con ametralladora, haciendo guardia frente a los territorios de los jefes del tráfico. En el continente entero es raro el gobierno que no cuente con algún alto personaje ligado directamente al tráfico legal de drogas. En Guatemala y El Salvador los herederos de los que hicieron las guerras de los años ochenta luchan ahora a sueldo del narcotráfico, armados hasta los dientes. En la frontera norte de México, y también en la frontera sur, son cientos —o tal vez miles— los muchachos que ejecutan las tareas macabras dictadas por los dueños de la droga. Si la esperanza es una piel que nos recubre y nos protege del terror de la muerte y el vacío existencial, los empleados del negocio han sido desollados. No es por accidente que, entre las diversiones inventadas por los sicarios del narcotráfico una sea la de arrancarle la piel en vivo a sus víctimas. En el Gran Guiñol de la violencia que ha generado la prohibición de las drogas y su consumo, todo es metáfora, y todo cadáver es autorretrato.[6]       


Sin derechos. 


[1] Martín Caparrós, “Unaluna (fragmento), Lacrónica, México, 2016, Planeta, p. 469.
[2] Martín Caparrós, “Sri Lanka, el sí de los niños”, en op. cit.
[3] Ibidem, p. 525.
[4] “Los Acapulco Kids” de Alejandro Almazán en Darío Jaramillo Agudelo (edición), Antología de la crónica latinoamericana actual, México, 2012, Alfaguara, p. 295.
[5] “Diecisiete años hubo que esperar para que la verdadera mamá volviera de los campos de trabajo. Llegó y se postró ante su amiga para besarle manos y pies. Por lo general, en los cuentos de hadas las historias acaban con una escena de ese tipo, pero la vida real suele regalar finales bien distintos, no hay finales felices. Cuando llegó Gorbachov y los archivos se volvieron de dominio público, preguntaron a la expresidiaria si quería echarle un vistazo a su expediente. Ésta respondió que sí, comenzó a leer la carpeta etiquetada con su nombre y dio enseguida con la denuncia… Reconoció la letra al instante. Era la de su vecina, la de mamá “Ania”. Fue ella la que la denunció y la mandó a la cárcel”. Svletana Aleksiévich, El fin del “Homo sovieticus”, Barcelona, 2015, Acantilado, P. 91.
[6] Alma Guillermoprieto, Desde el país de nunca jamás, México, 2011, Debate, pp. 14-15.

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