Bosquejo de los grandes silencios: “El instante es perpetuo” de Ezequiel Carlos Campos
Para leer y hablar de poesía con
frecuencia se exige el deslindamiento de la realidad conceptual en prioridad de
un sentido etéreo, desnudo y mágico. La palabra se vuelve epicentro de un mundo
ulterior e ignoto y alumbra, como una antorcha, los oscuros rincones donde el
alma deposita la angustia, la incertidumbre por el devenir impredecible de la
vida y por la fugacidad de la naturaleza humana, que no parece hallar su sitio
en la pauta ínfima de su existencia. Es, también, un sortilegio, el recipiente
que da forma –y nombre– a las cosas. A decir verdad, el poeta es el traductor
del mundo y su ejercicio se encuentra ligado a la expresividad de su voz humana
y, mucho antes, al alcance de su perspicacia en relación con la superficie de
la vida. Esto de acuerdo con Arthur Rimbaud, que planteaba que la labor del
poeta y, tangencialmente, su talento, dependía de su capacidad como vidente.
Las revelaciones no escasean y pronto encarnan en el más ínfimo de los hechos
que dan cuerda a la transitoriedad indetectable de la vida.
Los poemas que comprenden el libro erigen
un estado de hecho que adquiere fuertes cargas emotivas a través de un lente
que devela la lejanía de las cosas en contraposición de un cercano y
premonitorio olvido, cuando, por fin, la memoria deja de nombrarnos. Se
advierte el deseo de perdurar en la tenacidad de una súplica: “[…] no quiero
irme todavía”, dice, y toma las dimensiones del eco. No quiero, no quieres, no
queremos irnos.
Las preocupaciones adquieren el tono de la
desesperanza y el presente se vuelve subterfugio de las almas contemplativas y
sensibles. El presente, donde todavía es posible un último esfuerzo
reconciliatorio: “Reímos todos en este lugar desconocido / ya que no queda otra
cosa más que sintonizarnos: / la risa, expresión / universal del desconcierto”,
dice el poeta.
En El
instante es perpetuo, Ezequiel Carlos Campos ahonda con sobriedad en el
espacio de la ausencia y sondea la vaciedad cayendo como el árbol que nadie
escucha del budismo zen: es la invitación del acto poético, es el juego de la
vida y la muerte comprimido en el oxímoron que da título al libro, una brevedad
sempiterna que fue, es y será.
Tal es la convicción de esta voz solitaria,
de esta consciencia que se desgaja con los segundos al constatar, en su propia
incapacidad de aprehensión, que la vida es inasible y que la eternidad es
sucedánea. La angustia, mortecino evanescente de los versos aquí escritos, es
divisa de un alma adolorida que recorre los escenarios de una existencia
furtiva. Fabulación del tiempo y reflexión tardía, imagen de la ansiedad y
bosquejo de los grandes silencios, El
instante es perpetuo delata al hombre como un ser vulnerado, incapaz y
desposeído en un mundo que se aleja todos los días un poco más.
Estos poemas se nutren de una ambivalencia
entre el concepto y la imagen, entre la expresividad de la belleza desencantada
y el rotundo discurso del pensamiento lineal, que enfatiza la realidad final de
las cosas. Tal es el caso en la ejecución prosista de algunos de los poemas del
libro, como “Mi cuerpo es humo” o “Ayer no creía en la muerte definitiva”,
donde la carga conceptual objetiva la propuesta de la impermanencia.
El acto poético se vuelve, entonces, no
sólo una vía de reconocimiento de las formas, sino, también, una recriminación
reticente, un grito apagado, un silencio estridente. La permanencia es
inexigible en tanto no haya una justificación para tal; la esencia se agota y
la levedad transmuta el cuerpo en sombras; el pensamiento, en recuerdos.
“¿Quieres decir / que cuando nos vamos / nos volvemos sombras? / No [contesta
el poeta], la sombra es nuestra alma y ésta se queda y pena”.
Es cierto que las sombras se desplegarán y
nos confundiremos en una noche insondable, pero algo también es cierto: que la
poesía es una extensión del alma y la memoria y que Ezequiel Carlos Campos no
tendrá que preocuparse del olvido por un largo instante.
____________
*
Digo mi nombre y un vaho sale del silencio. Donde estoy es como una noche inacabable, donde las estrellas son puntos de suspiros. Mi nombre sigue diciéndose en este espacio infinito, cada letra viaja encima de una montaña, y el punto final tumba las esperanzas de que las letras floten para siempre: y es que no quiero irme todavía, porque nadie dejó mi nombre en una caja, nadie lo pintó en una pared del mar, ni lo tatuó en unos oídos eternos. Sin mi nombre, aquí, no soy.
*
Prefiero que me corten la cabeza y mi cuerpo siga moviéndose; que mi voz se parta en tres y salga por mis oídos y mi nariz; nunca ver el día, no ir a la playa, ni tocar a una mujer; una placidez inventada o un lugar lejano; tornarme amarillo por todos los tiempos; no irme todavía, que las palabras se repitan mil veces en un segundo, porque el castigo de la existencia no se le perdona a nadie.
*
Desde
entonces esta luz que no me deja:
el brillo inmortal
de los desgraciados,
el vaivén de dos
amantes que se quieren
y que vuelven cada
vez después de tomarse las manos.
Desde entonces
esta luz me recuerda al zoológico
de los huesos
rotos en la infancia,
a las caricias
después de navidad y del año nuevo.
Esta luz me ha
enseñado
que no quiero irme
todavía
porque aún queda
esperanza
en lo oscuro que
se acerca.
*
He
caído a
una cama permanente.
Me quieren llevar
diciéndome de un sueño eterno.
Una voz explica
fallas en mi cuerpo.
Y es que no quiero
irme todavía:
no planté el
bosque necesario
para que la tierra
me convierta
en abono para los
amaneceres venideros.
*
Encendí el
fuego
y le dije
que no quiero irme todavía.
Quise ver mi reflejo
y, si su tonalidad
era mínima,
apagarlo y acostumbrarme
a la quema de mi sombra.
El instante es perpetuo, Literatelia,
México, 2019.
Sobre los autores:
Ángel Emiliano (Zacatecas, 1995). Egresado
de Letras y narrador. Ha publicado cuentos y ensayos en diferentes medios
impresos y digitales.
Ezequiel Carlos
Campos (Fresnillo, Zacatecas, 1994). Ha publicado en Luvina, Círculo de Poesía y Punto de partida. Colabora en Liberoamérica, El Diario NTR y Es lo
cotidiano. Es autor de los poemarios El
beso aquel de la memoria (2018), El infierno no tiene demonios (2019) y El
instante es perpetuo (2019). Premio Estatal de la Juventud 2019
en la categoría de Talento Joven Literatura.
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