La caída de Dzulum
J. R. Spinoza
I
No me agradaba la idea de golpear a una mujer. Cuando mi patada impactó su rostro, la pobre chica cayó al suelo con la melena alborotada. ¿Qué podía hacer? Zazil me había desafiado, me llamó cobarde frente a mis hombres. No hay orgullo en vencer a una mujer.
—¡Vamos, Balam, acaba con ella! —la voz de Zazil se escuchaba decrépita. Había sido el mejor guerrero del clan de las águilas. Enemigos por generaciones de mi tribu, el poderoso clan jaguar. Aliados por necesidad, cuando Dzulum, el Oscuro, apareció. Dicen que emergió de las entrañas de la tierra, escapando del reino de los muertos donde había estado cautivo desde antes del nacimiento de las montañas.
La chica se puso de pie. Tenía el labio inferior reventado producto de mi golpe.
—Ahora verás su verdadero poder —dijo Zazil, antes de soltar su carcajada de anciano. Había algo más en su voz: orgullo.
Ella se abalanzó contra mí, esquivé el primer y el segundo golpe, pero el tercero conectó directo en mi plexo solar. Caí de rodillas. Era como si toda la energía de mi ser me hubiera abandonado.
Antes de perder el conocimiento vi cómo el anciano le hacía unas señas con las manos, a lo que ella asentía con la cabeza.
II
Una fogata mantenía a raya la oscuridad. Fue lo primero que vi cuando recobré el conocimiento. Me acerqué al círculo que formaban mis hombres en torno al fuego.
—Qué gusto que estés de vuelta en el mundo de los vivos, primo —Yumil me tendió un cuenco con guisado de conejo. Mi estómago anunció con un sonido lo hambriento que estaba.
—¿Cuánto estuve inconsciente?
—Apenas unas horas. Esa chiquilla golpea duro.
La sombra de la vergüenza recorrió mi rostro.
—Es más fuerte de lo que parece —musité.
—Sin duda. Después de ti venció a Yaxkin, Acoatl y Pech al mismo tiempo. En combate tres contra una.
Zazil se acercó a nosotros. Mis hombres aún no se acostumbraban a la presencia de su tribu.
—¿De dónde salió la chica? —pregunté.
Él me escuchó, pero no respondió la pregunta. En su lugar dijo:
—Abran el círculo en torno al fuego. Comamos juntos, como una sola tribu.
Ordené a mis hombres que así lo hicieran.
Mactzil —ese era el nombre de la joven— se sentó con nosotros. Era apenas una mujer. Su cabello era negro y lacio y sus ojos del color de las nubes que anuncian la lluvia.
—Eres una gran peleadora, Mactzil.
Comía lento y sin despegar los ojos de su cuenco.
—Ella no va a responderte —comentó Zazil, quien tenía una nariz grande y curvada y el rostro lleno de arrugas.
—¿Demasiado engreída para hablar conmigo?
—Mactzil es sorda —dijo un hombre mayor con un tatuaje que reconocí al instante.
—Wayak Pek, creí que su tribu estaba extinta.
—Casi —dijo el hombre, quien ahora abrazaba a una mujer mucho menor que él con una prominente barriga.
—¿Wayak Pek? —preguntó Yumil.
—Tribu del perro. Son transformistas.
—Mi nombre es Ikal. Mactzil y yo somos los únicos sobrevivientes de la tribu Pek. Hace dieciséis años, el Oscuro invadió mi aldea. Yo estaba pescando. Cuando el ataque comenzó, nadé a la orilla para luchar. Pero lo que presencié no fue una lucha.
—¿Qué fue lo que viste?
—Todo mi pueblo se arrodilló ante él. Parecían estar presos de un hechizo. Luego dijo unas palabras, pero yo no pude escucharlas, el agua se metió en mis oídos. Él pareció notarlo y les ordenó a mis hermanos matarme. Cuando me vi superado hui hacia el bosque. De alguna manera logré perderlos. Cuando regresé, mi aldea era un cementerio. El césped se había teñido de rojo y se me dificultaba no pisar los cadáveres. Entonces escuché un llanto. No era uno normal, era pausado, interrumpido por ciertos jadeos.
—Eso explica por qué mi padre nunca regresó. Me parecía imposible que un hombre tan fuerte como él fuese derrotado. Pero si el Oscuro puede controlar a las personas con su voz…
—Es por eso que no hay guerreros que hayan regresado de un enfrentamiento contra él —comentó Yumil.
—Y por eso hemos sido condenados a movernos cada cierto tiempo —agregó Pech.
—Así es —dijo Zazil—, pero gracias a Mactzil eso cambiará. Ella es la guerrera perfecta para derrotar a Dzulum. La tribu del águila la acogió desde muy pequeña y la hemos entrenado desde entonces.
—¿Qué hay de los demás? —pregunté— Dzulum tiene huestes de esqueletos, pero ella no podrá pelear contra todos, y si vamos, es posible que nos fuerce a luchar en su contra.
—Ya lo he pensado.
Y en el rostro de Zazil se dibujó una sonrisa que más tarde sería contagiosa.
III
En el norte veneran también al dios Kukulkán, solo que con otro nombre. Cuentan una historia sobre la vez que viajó al reino de los muertos. El señor de los muertos le dijo que lo dejaría marchar si hacía sonar su caracol. Pero era una trampa: el caracol no tenía agujeros. El dios supo de la jugarreta y llamó a los gusanos para que hicieran agujeros y a las abejas para que le ayudaran a hacerlo sonar. A nosotros también nos ayudaron las abejas. Con la cera que producían, fabricamos tapones. He de reconocer la sabiduría y astucia de Zazil, quien demuestra que los años pueden quitarte el vigor, pero nunca la voluntad.
Era una noche nublada cuando atacamos la guarida de Dzulum. Era un enorme jaguar de pelaje negrísimo, cuyos ojos de jade eran lo único que se distinguía en la penumbra.
Vivía en una cueva cercana a la cascada que alguna vez fue de mi aldea. Cuando advirtió nuestra presencia, lo vi mover los labios. Luego abrió su boca, lanzando un rugido que apenas escuché. Decenas de esqueletos llameantes brotaron de la tierra: los huesos de sus enemigos caídos.
La horda de esqueletos nos atacó. Pero yo avancé golpeando con mi macahuitl a diestra y siniestra, y logré abrir un camino entre los enemigos. Mactzil iba detrás de mí, cubriéndome las espaldas.
Tres enemigos nos separaban de Dzulum. Uno de ellos me mordió el hombro. Como su cráneo estaba en llamas, al dolor de la mordida se le agregó el de la quemadura. Mactzil me lo quitó de encima quebrándole su cráneo con las manos desnudas.
En ese momento entendí que ella había dedicado su vida a un solo propósito. Esta noche, cualquiera que fuera el resultado, era el motivo de su existencia. Me sentí pequeño y después culpable. Mis pensamientos me distrajeron de los ataques, pero la joven se las arregló sin mi ayuda.
Pensé si alguna vez había amado. Si tenía otras metas o si en alguna ocasión había renegado de su destino. Parecía muy decidida, absorta en su misión.
Dzulum era aún más imponente de cerca. Mi consciencia me invitaba a participar. Ayudar a Mactzil en la batalla. Pero mi cerebro, tan astuto, desconectó mis piernas del sistema.
La joven esquivaba los frenéticos ataques del señor oscuro. Incluso logró conectar un par de golpes. Pero era como golpear una montaña. Si le dolían, no lo demostraba. En cambio, Dzulum ya había derribado a la huérfana un par de veces. La sujetó de la cintura y la levantó con una de sus enormes manos.
En ese momento corrí hacia él, pero ni siquiera pude tocarlo. Con su mano libre me arrojó lejos. Uno de mis brazos quedó ensangrentado. Me puse de pie como pude.
Ella gritaba, parecía que en cualquier momento la quebraría, como la boa cuando enreda a su presa en un abrazo mortal. Entonces vi el halo de luz descender hacia ella: una señal. ¿Acaso los dioses habían regresado? El firmamento era parcialmente iluminado por una luna llena. Mactzil comenzó a sacudirse como tiembla a veces la tierra. Sus músculos crecieron y se libró del agarre.
La mujer lobo le aulló a la luna. Después derribó a Dzulum, a quien ahora parecían dañarlo los golpes. No solo eso, se veía lento en comparación de la joven. Cuando vi sangrar al señor oscuro supe que su caída era inminente. Los esqueletos comenzaban a moverse de manera errática. De un zarpazo, Mactzil (o la que había sido Mactzil) rajó la cara de Dzulum. Luego le clavó sus garras nuevamente, perforando su estómago. Cuando estuvo en el suelo, el Oscuro fue destazado con frenesí. Ella no se detuvo hasta remover cada trozo de piel de los huesos. Quienes sí frenaron su avance fueron los esqueletos, que volvieron a la tierra.
IV
Contamos la historia de la caída de Dzulum a las nuevas generaciones. Una historia sobre cómo la unión hace la fuerza y la discapacidad puede ser una bendición. Sobre cómo la luz puede brillar aún en la más oscura de las noches y delante del demonio.
Nuestro hijo Zazil está aprendiendo esto. Algún día será el jefe de la tribu y contará con orgullo cómo su madre venció al más poderoso enemigo.
—Abran el círculo —les digo—. Compartamos los alimentos como en aquella noche. Nuestra unión nos hace poderosos. Si estamos juntos en torno al fuego, las sombras no volverán jamás.
"La hoguera", Francisco de Goya. |
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J. R. Spinoza (Matamoros, Tamaulipas, 1990). Escritor y profesor mexicano. Egresado de la escuela Normal J. Guadalupe Mainero. Primer lugar en el IX Concurso de Cuento infantil CEAC 2022. Mención Honorífica en el Premio Nacional de Cuento “Gabriel Borunda” 2022. Becario del PECDA Tamaulipas (emisiones 23 y 25) en la categoría de Jóvenes Creadores. Finalista en el Concurso Internacional de Cuento Libre Sayula 2022 “Juan Rulfo”. Es coeditor en revista delatripa: narrativa y algo más. Ha publicado en revistas y blogs literarios de México, España, Argentina, Guatemala, Colombia, Costa Rica, Ecuador y Estados Unidos. Ha participado en más de cuarenta antologías físicas. Autor de una decena de libros, entre los que destacan: El regreso de los dioses, la batalla de Folkvangr (Caligrama, 2019); El demiurgo y otros cuentos fantásticos (Kaus, 2020); Los deseos de Serena (Catarsis Literaria, 2021); Adversus Diaboli (Teoría Ómicron, 2021); Para destruir el final y otros cuentos de fantasía y ciencia ficción (Winged, 2022); In Nomine Patris. Paternidad y otras quimeras (UACOAH, 2022) y Mantenerlos a raya (Tintanueva, 2023). En literatura infantil ha publicado ¿Qué quieres que te lea? (UAEMéx, 2022).
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