Monstruos, todos nosotros

Valentín Chantaca González


Estaban en barata, así que no pude resistirme. Compré dos, los últimos dos. Los mejores de toda la ciudad, de acuerdo con el vendedor. Cuando le pregunté si podía devolverlos, en caso de tener problemas para controlarlos, el hombre gritó que saliera de la tienda.
Al principio, los cachorros eran todo lo que había deseado. Eran pequeños y tiernos; mansos y divertidos. Me seguían a todas partes, como si fueran patitos enamorados de su madre. Pero todo cambió muy pronto. Antes de que pudiera evitarlo, comenzó el desastre.
Conforme los pequeños crecían, su comportamiento se transformó por completo. También su apariencia. En vez de mantener una conducta dócil, tal como me prometieron en la tienda, poco a poco se convirtieron en criaturas violentas y despiadadas. Me arrepentí de haberlos acariciado alguna vez. Aun así, no podía evitar darles afecto.
Cazaban a las aves que llegaban al bebedero del jardín. Esperaban durante horas, acechaban desde huecos sombríos, ocultos entre arbustos y muros. Jamás descubrí sus escondites, tan sólo los veía correr ante el descuido de las víctimas. Pobres avecillas.
Destrozaban los cuerpos y llevaban los restos hasta mi habitación. Trofeos. Al menos una vez por semana, encontraba una maraña de tripas y plumas entre las sábanas. Otras veces bajo la almohada o en el interior de las alacenas. Lo peor de todo fue cuando encontré el cadáver de un gato en la regadera. Lo habían decapitado, a pesar de que sólo eran unos cachorros.
Su apariencia se modificó para estar a la par con su malvado comportamiento. El suave pelaje fue reemplazado por una capa de púas, mientras que los dientes planos fueron sustituidos por filas y filas, por filas sin fin de afilados colmillos.
Para evitar que siguieran exterminando a las mascotas del vecindario, alimenté a las criaturas con los animales que eran atropellados en la carretera. Una vez, incluso conseguí la mitad del cuerpo de una vaca, una captura muy valiosa. Pero no les gustaba la carroña, preferían la carne fresca.
Poco después, llegué a un acuerdo con uno de los empleados del matadero, quien aceptó venderme grandes cantidades de carne, a pesar de que la transportaría en un vehículo no autorizado. Bastaron unos billetes y una tonta explicación.
Le conté que era la encargada de un circo y que necesitaba la carne para satisfacer el apetito de las bestias. Él no me creyó o no le importó. Mentí para protegerlos, como he mentido muchas otras veces. Y haría cosas peores, cosas imperdonables. Por ellos. Mataría o moriría, por ellos. Después de todo, eran mis bebés.
¿No es eso el amor verdadero? Matar o morir. Por algo, por alguien. Por amor.
Muy pronto, los vecinos descubrieron el rastro de huesos y muertes, lo siguieron hasta la puerta de nuestro hogar. Llegaron con antorchas y cuchillos, con palos y piedras. Animales, todos ellos.
La turba gritaba y me exigía que entregara a los monstruos, debía obedecer si es que deseaba resultar ilesa. Una piedra despedazó la ventana del comedor. Los cachorros corrían de un lado al otro; aullaban fuera de control.
Cuando escuchamos la marcha cercana de los asesinos, los pequeños se acurrucaron en mi regazo y suplicaron con la mirada. Quedaba un último recurso. Sujeté las manos de mis bebés y corrimos a la habitación en el segundo piso.
De inmediato puse el seguro y apoyé la cama contra la puerta. La marcha asesina se había convertido en una carrera descontrolada, en una estampida de personas enloquecidas, dispuesta a terminar con las vidas de dos inocentes.
No había tiempo, quedaban sólo unos instantes. No estaba pensando, tan sólo me movía. Tan sólo actuaba. Encontré el botiquín y preparé las inyecciones. De repente, uno de los niños, el más greñudo, balbuceó con torpes y dulces palabras: Mm…ma…maama.
Salvajes, ¿no se dieron cuenta de que mis bebés eran como cualquier niño? Monstruos, todos nosotros. Monstruos, ellos y ustedes. Los niños aullaban; la gente gritaba. El fuego y las piedras y los palos, mientras que yo les inyectaba el veneno. ¿No es eso el verdadero amor?


©Olivier de Sagazan.

Valentín Chantaca González (Ciudad de México, 1986). Perteneció al programa Jóvenes Creadores del FONCA en la categoría de cuento. Luego, consiguió una mención honorífica en el Quinto Concurso Nacional de Haiku en México, organizado por el ITAM. También fue beneficiario del PECDA Colima con el proyecto Las noches en Colima también son temibles. Co-organizador del encuentro de escritores Cuento en Comala 2016 y autor del libro Narraciones para leerse con la luz apagada (Editorial Pearson Hispanoamérica, 2016). Después de muchos años, sigue intentando lanzar un Kame-hame-ha. Confía en que algún día, tal vez, lo logrará.



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