Esbozo de familia
Edgar Loredo
Justo
al despuntar el alba, los balbuceos sin sentido la despertaron. Su padre dormía
en la habitación de enfrente. Ella se puso un edredón beige, holgado, y salió
de su recámara con mucho desgano. Fue hacia las escaleras. Bajó despacio,
apoyándose sobre el barandal. Iba descalza; unas efímeras marcas de vapor
quedaron en los escalones. Dejó tras de sí un rastro de niebla. Aunque intentó
pasar desapercibida, el rechinido de la madera al pisar la angustiaba.
¿Prepararía el desayuno? No, recalentaría el estofado de la tarde anterior. No
estaba dispuesta a cocinar otro platillo para aquellos animales.
No le importó dejar los fogones
encendidos ni los puntiagudos tenedores al alcance de esas bestias. Se recargó
de nuevo en el barandal y gritó a su padre para que también bajara. No le
respondió, por lo que ella volvió a subir. Maldijo entre dientes y pasó a la
habitación sin antes pedir permiso. Él había dejado abiertas las ventanas
durante la noche. Su hija vio una escena repetida infinidad de veces: un cuervo
paseaba de un lado a otro de la cornisa. El padre, aún recostado, la seguía con
la mirada. “Baja, que el desayuno se enfría y no voy a calentarlo otra vez”, le
ordenó. El ave se posó junto a él; picoteó sobre varias partes de aquel inmóvil
cuerpo, sin causar respuesta. ¿Acaso no sentía dolor?, ¿por qué jamás se oponía
al martirio, a la desgracia? El hombre carecía de sensibilidad en la
entrepierna desde el accidente cuando montó sobre un potro salvaje y éste le
propinó un par de brutales coces. Y no fue eso lo más grave. Su desánimo
triunfó definitivamente cuando su esposa falleció por cáncer de estómago en
menos de tres meses. Él ya no logró consolidar una dinastía, un legado; el
linaje numeroso que había anhelado tener en su juventud se redujo, tras el
accidente, a una sola hija, quien a su vez fue abandonada por su esposo tras
parir a su segundo hijo, cuyo cuadro de apoplejía detonó problemas aún mayores
dentro de la casa. Privado, en fin, de una descendencia vigorosa y pródiga, el
viejo se deslindó de cualquier responsabilidad. “Con el granero y la casa
tienen lo suficiente para que los tres sobrevivan —afirmaba—. Si quieren algo más,
tendrán que ganárselo solos”. De arriba abajo, el cuervo picoteaba furioso. La
piel arrugada y pecosa apenas era sensible a los rápidos pinchazos; además la
gruesa sábana los amortiguó un poco. Una gris pátina cubría la superficie del
tocador. Ella sujetó un vaso de vidrio y con un además violento intentó
ahuyentar al ave; unas gotas de agua salpicaron el piso. Cuando lo iba a
lanzar, su padre la detuvo gritándole:
—¡No lo intentes siquiera! ¡Vas a condenarte a algo
peor!
—¿Peor que esto? —respondió con altivez—. No importa.
Tú jamás has ayudado a resolver los problemas, siempre fue así —bajó el vaso y
añadió—: Levántate ya.
Al dar un rápido giro, se contempló en el empañado
espejo de la cómoda; puntos blancos y cuarteaduras cubrían la mayor parte. El
semblante agitado, nervioso en exceso, le pareció ridículo. Nada cambiaría la
situación. Su padre acicaló su delgado y canoso pelo; hizo a un lado la sábana.
Al pasar el cuervo por la ventana, ella consiguió calmarse. Salió del cuarto
sin repetir su aviso.
El ventarrón disipaba el concentrado olor a carne.
Ella volvió a enfurecerse cuando vio el asiento aún vacío. A la hora del
desayuno, aquel animal solía esconderse en los rincones de la casa. Su padre se
sujetó del pasamano y bajó con lentitud por los escalones. Arrastraba los pies
enfundados en unas roídas pantuflas. No podía evitar la pesadez de su andar,
tampoco la modorra.
—¿Dónde está el niño?
—Búscalo donde siempre —respondió él.
Ante la previsible sugerencia, apretó el puño y
prefirió no discutir. El niño había arañado la duela con el tenedor y otros
utensilios. Su madre lo halló acurrucado en el hueco bajo la escalera; el mismo
que había sido también su escondite idóneo cuando padecía ataques de ansiedad.
La diferencia única era que nadie se preocupaba por darle de comer, ni siquiera
de obligarla a salir del refugio. Sólo al sentir mucha hambre o frío iba en
busca de algo para aliviar sus necesidades. Sin embargo, la situación había
sufrido un irremediable cambio: debía ocuparse de alimentar a esa bestia, aun
con métodos drásticos. El niño, fuera de sí, dio una mordida a la columna de
base, resanada con yeso. El deterioro de la casa fue en aumento a partir del
deceso de la madre, hacía doce años; ya nadie más se preocupaba por arreglar
los desperfectos y averías. De improviso el niño le dio otro mordisco en la
palma cuando ella intentó apartarlo. Lo tomó del brazo derecho y lo arrastró a
la cocina. Él gemía con desesperación.
Había remachado los brazos de la silla con trozos de
tela. Levantó a su hijo y lo amarró con brusquedad al asiento. La sopa se
enfriaba; al adquirir una consistencia más viscosa, despedía un olor
penetrante. Intentó en vano darle de comer en la boca, pero su hijo se rehusó.
Entonces le desató el brazo derecho y en él colocó un pedazo de carne. Comenzó
a desayunar a prisa, sin importarle si el niño también lo hacía. Al concluir debería
llevar otra porción al ático. A su lado y en silencio, su padre intentaba
masticar el nervudo bistec. Ella se había hartado de preparar purés y papillas;
era preferible verlo atragantarse antes de volver a servirle tales bodrios. Si
su madre había fallecido tras una breve agonía, dejándola sola con esa carga,
¿qué le importaría verlo sufrir? Deseaba su definitivo abandono, cualquier
circunstancia posible antes que soportar esa decadencia por más tiempo. Vació
su plato y le indicó a su padre:
—Cuídalo mientras estoy en el ático.
—Sabes que no puedo.
—No lo desamarres hasta que vuelva. Recoge los platos
también.
—Ellos no están a mi cuidado, nunca lo estuvieron.
—No sé por qué te lo pido. No puedes ni con eso
—murmuró.
El ático, semivacío, tenía moho en sus rincones; una
plasta verdosa cubría las paredes. Una corriente de frío y húmedo aire se había
estancado allí, como si se tratara de una cueva. Ella inhaló profundamente; el
polvo que pasaba por su nariz la hizo estornudar.
Frente a la ventana el joven permanecía inmóvil. La
luz irradiaba sobre su pecho; las rendijas formaron una sombra en cruz. A pesar
de recibir directamente los rayos de sol, él conservaba una tez amarillenta.
Vestía un pijama azul celeste, sucia y con manchas en las piernas. Su madre se
quedó detrás; con un movimiento rápido sujetó la silla de ruedas y la empujó
hacia el centro del lugar. Puso la bandeja de aluminio entre los soportes de
ésta. Machacó la sopa hasta hacerla papilla y se la dio a su primogénito; un
hilo de saliva escurrió por la comisura de sus labios. Con un gesto de asco, se
lo quitó con los dedos y, al sentir la tibieza y viscosidad, se limpió con su
blusa de inmediato. El hijo permanecía ido, fuera de sí. Colgaban sus brazos
sin control, débiles. Con la boca siempre abierta y los ojos desaforados, sus
retinas semejaban vidrios empañados. Los cuadros de luz sobre el piso
iluminaban apenas el ático; no había lámparas ni focos. Rodeado de penumbra,
era como una efigie trastornada. Con su respiración agitada parecía desesperar,
querer dar un alarido sin lograrlo. Siempre se le consideró el menos culpable
de los miembros de la familia. La falta de oxigenación al nacer allí mismo,
nueve años atrás, le causó parálisis cerebral. Nadie consideraba su
sobrevivencia como un milagro. Y ahora, postrado en su silla, anhelaba salir
por la ventana, tocar el cielo y beber las nubes fugitivas que imaginaba de
leche.
Ella le daba un bocado, y después de extensas pausas,
los siguientes. Sólo deslizaba el borde del delantal sobre las mejillas salpicadas.
Ningún esmero, ninguna atención de más. Podría ahogarse mientras se ausentaba:
era preferible mantenerlo sentado. Un descuido momentáneo bastó para que el
tazón rodara por el suelo. No lo levantó. Jaló la silla de ruedas; la fricción
contra la percudida alfombra la obligó a desistir. Lo acostaría en la cama, en
un rincón lejos de la puerta. El colchón de hule espuma, cubierto con una
gruesa colcha, despedía un olor a amoníaco. Anteriormente, cuando rellenó la
almohada, había usado hojas secas de maíz; lo hizo de tal modo que ahora apenas
se oía el crujir al posar la cabeza de su hijo en ella. El sonido aún lo
relajaba; al quedar en una rígida posición, se quedó dormido en poco tiempo.
Ella caminó hacia el borde del alféizar. Unos meses atrás había sellado la
ventana, así ningún cuervo podría anidar allí. No iba a hacerse cargo de otros
animales. No lo permitiría.
Afuera un ruido grave y desfasado crecía. Reconoció el
graznido de la parvada. Ésta solía rodear el sembradío cuando el sol se hallaba
en su punto más alto. Parecían esperar a que los habitantes de la casa
perecieran para luego adueñarse de todo.
Desde hacía años, su padre dejó de cultivar. Las aves
se contentaban con las sobras de las parcelas vecinas. Sobre los alambres de
púas se posaban durante horas. Descendían en grupo, sin dispersarse, tomando
posiciones en el alambrado perimetral. Allí pasaban las tardes, al acecho de
alguna presa. La mujer seguía con atención sus movimientos; aquel vaivén hacía
que las plumas se reflejaran tornasoles. Dos de los cuervos cazaron a un ratón
que había salido de su madriguera. Con sus filosos picos desgarraron lo
desgarraron. La disputa por los restos duró poco; cada uno tragó la parte que
había logrado arrancar.
Jamás escarmentaron, para nada sirvió el esfuerzo de
ella. Ninguno logró redimirse, librarse de su destino. Bastaba con observar
cómo hacían piruetas los cuervos cerca del terruño. Las nubes quedaban tan
lejos; esas rondas oscuras no conseguirían elevarse hasta ellas. Tampoco se les
concedería la salvación. Habrían de volver y resignarse con lo último: la
carroña. Un cuervo se posó en la cornisa; aleteaba y se movía errante. La
mujer, exaltada, gritó e hizo un violento ademán con los brazos para
ahuyentarlo.
Bajo la ventana había un montón de tablones y, encima
de ellos, un martillo y clavos de dos centímetros de diámetro. Tomó uno y
colocó la tabla con una inclinación de cuarenta grados. Los orificios del muro
se habían ensanchado a causa de las reiteradas veces cuando perforó los
tablones para colocarlos y así proteger a ella y a su familia de una posible
invasión de aquella parvada. Desistió entonces de su cometido por dos razones:
con la ventana cubierta le resultaría muy complicado vigilar a las aves desde
un sitio seguro; luego, sólo tendría la opción de custodiarla desde la puerta
principal, con el latente riesgo de ser sorprendida y sufrir un ataque. Pensó
además que debería hacer otros boquetes al muro, exactamente a la medida de los
clavos, pues su permanente indecisión (poner y quitar las tablas en un mismo
día) lo había atrofiado. Sujetó un pedazo de madera y golpeó levemente el
cristal. El cuervo se alejó hacia donde reposaban los demás.
Tapizaría la ventana quizás en otro momento.
Únicamente deseaba tener en cuenta todas las posibilidades para defenderse,
aunque no se decidiera en definitiva por alguna. Al asomarse una y otra vez a
la parcela, imaginaba cómo los cuervos romperían el cristal mientras su hijo,
postrado en su catre, se convertiría en la primera víctima, picoteado hasta
morir, sin poder gritar por auxilio a los demás miembros de la familia. La
mujer sabía que la ventana resistiría incluso el embate de un torbellino; mas
estaba segura que no impediría la irrupción de los cuervos. Bastaría con un
simple descuido suyo, así el idiota elegiría escapar o esconderse en el
granero, dándoles la oportunidad de apoderarse de la casa. También se convenció
de que el viejo inútil no movería ni un dedo para solucionarlo. Dejó de
fantasear al percatarse de cómo la parvada se dispersó. Creyó que era el
momento idóneo para ir al granero y evitar cualquier agresión durante el
trayecto. Su hijo mayor dormía profundamente. Ella bajó del ático de inmediato:
disponía de pocos minutos.
Se quedó paralizada frente a la escalera. Había
innumerables huecos a lo ancho de la pared. Escogió el cuadro donde aún se
conservaban restos de papel tapiz. Descendió cinco peldaños y con esmero y una
espátula raspó la cubierta; con los dedos índice y pulgar la fue arrancando, de
modo que ésta quedara lo más recta posible. Hubo de esforzarse más para separar
el tapiz de la unión que tenía con la madera empotrada; lo consiguió al jalarlo
de un tirón, sin alterar su forma. Había dejado al descubierto casi en su
totalidad la superficie caliza de la pared; manchas atroces y desproporcionadas
aparecían por doquier. Enrolló el trozo de papel como si de un pergamino se
tratara.
Quitó el cerrojo de la puerta-mosquitero. Como cada
mediodía, se dispuso a desafiar a sus enemigos con tal de descansar un poco en
el granero. Al salir sintió la terrible canícula como si de un látigo se
tratase. Al caminar sobre los montículos de tierra, sus delgados pies se
hundían. Se le dificultaba respirar; las inhalaciones calientes, ásperas, se
deslizaban hasta los pulmones. A cada paso sentía los rayos de sol hormiguear
sobre su piel. Su frente se empapó de sudor, mas éste le era incómodo, frío, a
causa de su nervioso carácter. Como si se hallara en un estado febril, sentía
aumentar los escalofríos, para luego ser invadida por un bochorno, y así
sucesivamente. Apenas logró diferenciar las densas sombras de los cuervos; en
realidad eran bultos inofensivos, desperdigados sobre el alambre de púas que
circundaba la parcela. Los latidos se aceleraban hasta retumbar en sus oídos.
Su visión se nublaba; la mantenía fija sobre la tierra árida, sin permitirse
voltear hacia otro lado. Colocó el papel tapiz a la altura de sus cejas, no
para protegerse del calor, sino para evitar de cualquier modo el contacto
visual con la parvada. De repente perdió el equilibrio y un espasmo cimbró su
estómago; creía desfallecer inexorablemente.
Al encontrarse frente a la entrada del granero, un
ventarrón hizo caer los ramajes agolpados en el cobertizo. Algunos se enredaron
en su castaño cabello. Sacudió la cabeza, y a la vez intentó asir el diminuto
gancho que atrancaba la puerta. Con desesperación rozó sus dedos contra las
astillas del orificio cuadrado, las cuales le dificultaban poder sujetar el
filamento y abrir. Después de varios intentos, lo consiguió. Nuevamente atrancó
la puerta. Se recostó sobre la paja e intentó calmarse. Redondas manchas de
sudor salpicaron su camisón a la altura de los hombros. Ya no pensaba en
inventar alguna excusa si la descubría su padre. Seguramente lo sabía desde que
comenzó a hacerlo a los trece años; pero eso no le importaba en absoluto.
Al fondo del granero, recargada sobre una artesa,
había una escoba. Estaba allí, en la misma posición desde el día en que se
enfrentó a los cuervos. Colgaba del herraje un suéter, tejido por ella misma
durante las semanas en que su padre se hallaba convaleciente. Fue la época
donde su salud y estado de ánimo sufrieron la peor crisis. Por mucho tiempo, al
amanecer, ella le ofrecía el suéter; sin embargo, su padre la rechazaba
alegando no tener frío, sino mucha jaqueca y tedio. Rodeada ahora por la
penumbra, ella se abrigó con su propio obsequio; aunque la temperatura era
siempre más baja que en el exterior. Paralelo a la entrada, su caballete lucía
inútil, fuera de sitio. Acercó a él un balde de aluminio, el cual le servía de
asiento. Además, contaba con otro cubo repleto de brochas y pinceles de
distintos tamaños, cuyas cerdas se habían endurecido por la tinta empozada en
el fondo del recipiente. Dicha plasta negra databa de los años en que su madre
solía crear autorretratos, actividad que abandonó poco después de hacerse cargo
de la parcela y el cuidado de toda su familia. Con suma delicadeza, la hija
colocó en el caballete el papel tapiz; en el reverso plasmaría su siguiente
invención. Antes de iniciar respiró hondo para concentrarse.
Aunque buscaba inspirarse pronto, las imágenes que su
mente ideaba no la convencían por completo. El bloqueo la aturdía; le resultaba
muy complicado elegir entre el tumulto de esbozos que recorrían su imaginación.
Cuando supuso hallar al indicado, tomó del balde un trozo de grafito. Lo giraba
entre sus dedos, manchándolos de tiza negra, la cual permanecería por el resto
de la tarde en sus yemas, y aun en el regazo de su vestido. Sujetó con la mano
derecha el caballete; con la zurda delineó meticulosamente sobre el papel tapiz
el contorno de la figura. De súbito un graznido quebró el silencio. Un cuervo
había entrado por un amplio orificio de la esquina superior del techo, al fondo
del lugar. Ella se quedó pasmada, sin saber cómo actuar. Pensó en golpearlo con
la escoba; pero recordó la advertencia de su madre: los cuervos eran capaces de
memorizar los rostros de quien les había dañado en alguna ocasión, a pesar del
transcurso del tiempo (fuesen días o años). Entonces le pidió susurrando que se
marchara. El ave traía un grano de maíz en el pico; lo soltó cerca de la mujer
y graznó; enseguida levantó el vuelo y salió por el mismo orificio por donde
había entrado. “Tal vez no son malos —pensó, mas de inmediato cambió de
parecer—. No, seguramente es una trampa, tal vez no tardarán en querer invadir
el granero. No sé, no entiendo qué es lo que buscan”. Aquella acción la
conmovió; intentaría dejar de temerles, planear algo para demostrarles que no
era su enemiga. Lo pensaría con calma después: ahora debía continuar dibujando.
Atenta, enfocándose en un solo punto, dejó de pensar
en los peligros externos. La superficie del lienzo se cubría poco a poco con
tres diminutas figuras de un realismo excepcional. Afiló el grafito con una
navaja; continuó deslizándolo por el papel a intervalos. Ignoró el par de
golpes en la puerta. Las ráfagas de viento eran muy fuertes. Absorta en su
creación, no se distrajo ni por un segundo. El calibre de las líneas, el
sombreado; todo le proporcionaba al dibujo una perturbadora fidelidad. Montados
sobre el dorso de una urraca gigante, sus dos hijos mantenían una expresión
desaforada, grotesca, mientras se sujetaban férreamente a las plumas de la
vocinglera y descomunal ave.
La mujer recuperó la calma paulatinamente al observar
el dibujo. Aprisionar aquellas bestias en el lienzo le transmitía cierta
sensación de dominio. Nadie le haría daño, nadie. Tomó el papel tapiz y lo
colocó encima de dos gruesos legajos; allí había decenas de bocetos muy
parecidos al que recién terminó. En algunas ocasiones también plasmaba a sus
hijos devorando cuervos; pero la mayoría de veces sus hijos surcaban el cielo
montando a las aves. Ella arrumbó en una esquina del granero el atado de
papeles. Ante el silencio imperante, se sentó a imaginar —de modo confuso— el
crucial accidente sufrido por su padre, cuando el granero todavía era un
establo. Nadie quiso revelarle cómo ocurrió todo. Únicamente poseía una
certeza: un caballo comenzó la ruina de su padre. Él jamás superó la vergüenza
de haber recibido una tremenda coz. Perdió su hombría; por ello, desistió de su
intento de engendrar una familia numerosa. Su carácter arrojado, impulsivo,
desapareció el día cuando se atrevió a domar a ese corcel bravío. Cuando la
hija se agazapaba debajo de las escaleras, escuchaba a su madre reprochar su
indiferencia, su resignación. Le recriminaba también por haber provocado esa
tragedia y nunca ser capaz de superarla. Él no discutía; se marchaba de
inmediato. Lo cierto es que demasiadas ocasiones le advirtieron del peligro de
montar a ese endemoniado corcel; pero no hizo caso. En la imaginación de su
hija la figura de aquella bestia furibunda aparecía lejana, imprecisa.
Frente al lienzo planeaba dibujarlo cada tarde, pero
desistía al no sentirse segura de poder plasmar algo nunca antes visto. En un
momento revelador —ocurrido siempre en la ensoñación—, creyó poder apreciar la
imagen con exactitud. Visualizó a su padre en el viejo establo y al potro con
su imponente apariencia: el pelaje hirsuto y azafrán, sus musculosas ancas y
sus crines al vuelo, agitándose al pifiar. Otra embestida sacudió la puerta;
esta vez casi la derribó. La mujer se molestó al ser interrumpida justo cuando
clarificaba su idea. Caminó a la entrada. Miró a través del pestillo: sólo divisó
una mancha cobriza, de fulgor extraño. Quitó el seguro. Un caballo empujó la
puerta; ella retrocedió asustada debido a la imprevista aparición. Palideció al
escuchar un potente relinchido.
Al sobreponerse del susto, quiso tocar aquel pelaje
lustroso. Lentamente se acercó. La indiferencia del animal, quien hurgó en la
paja en busca de alimento, le permitió aproximarse sin ser vista. Deslizó con
suavidad su mano por el lomo; apenas reaccionó el corcel al estímulo.
Retrocedió, esta vez para contemplarlo. Entonces comprendió a cabalidad la
fascinación de su padre por aquellos animales impredecibles. A pesar de la
quietud, ella sentía una atracción abrumadora, como si en cualquier descuido
suyo el caballo habría de alardear con toda su fuerza. Volvió a acariciarlo.
Con un ágil movimiento subió a su lomo. A falta de silla de montar, sólo
encogió las piernas y encajó los pies en las costillas del equino. Se aferró a
los crines y con un agudo gritó lo azuzó para que galopara. El equino lanzó
coces al aire, piafó brutalmente y se enfiló a la puerta con la cabeza
enclavada. Ella cerró los ojos y se inclinó hacia delante. Así se lanzaron al
yermo terruño, dispuestos a iniciar una cabalgata sin retorno.
Nunca Más III. 60x60. T.M. sobre lienzo.JPG Tomado en: http://www.andresvijande.com |
Edgar Loredo (Ciudad de México, 1988), autor del poemario Cardinal (2015) y del volumen de cuentos Jaramagos (de próxima publicación). Corrector de estilo ocasional en algunas editoriales mexicanas. https://twitter.com/edgarloredo88
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