La hora precisa
Salvador Alba Cardona
Si hubiera podido retroceder sobre sus
pasos esa noche, antes de llegada la hora precisa y turbia de la madrugada
helada y fantasmal, Rogelio no habría entrado a esa cantina de la Calle Rayón,
no habría pedido esa cerveza y no habría posado su mirada sobre ese tocadiscos
para así poder conjurar las ensoñaciones mórbidas que desde hace meses le
asaltaban muy de vez en cuando en sus horas de vigilia. Pero ya estaba ahí, y
la música que el cantinero robusto y malicioso puso en el tocadiscos para solaz
de su único feligrés resonaba ahora en los oídos de Rogelio (cuyo torrente
sanguíneo, digamos la verdad, para ese entonces ya se encontraba enervado por
el espíritu inflamable del mezcal que había tomado en casa de su… ¿novia?,
¿confidente?, ¿amante?, quién sabe, lo único seguro es que la compañía de esa
mujer, su simplona ternura, sonrisa franca y mirada especular, le hacían sentir
un poco de arraigo, y eso, dada la situación de indigencia moral en la que se
encontraba Rogelio, era por demás un asidero para lo que podríamos denominar su
salud mental). La trompeta con sordina de Miles es genial ¿no?, a mí me hace
recordar o creer que recuerdo ciertas imágenes que no sé si provengan de mis
sueños o de mi imaginación, pero que sí sé que me provocan cierto escalofrío,
le dijo Rogelio al cantinero que momentos antes había seleccionado en el
tocadiscos algún corrido que hablaba de las aventuras y las hazañas y la
temeridad y el poder y finalmente la humildad de un individuo dedicado al
negocio del tráfico de drogas. Escuchando poco o nada de lo que decía lo que
para él era un ebrio idiota más sentado frente a la barra de la cantina “Casa
Verde”, el hombre ignoraba que en ese preciso instante el ámbito un tanto
sórdido en el que se desenvolvía, y en el cual dominaban su presencia siempre
un poco ceremonial y una atmósfera noctívaga, empezaba a transfigurarse en solitario
paraje cerril atravesado por un arroyuelo de aguas claras pero veloces, donde
Rogelio ahora se encontraba consternado, observando a su alrededor ese verdor
de vergel y esa tintineante reverberación del sol en la corriente del agua. Con
un último gesto de cansancio e incomprensión, Adrián (que era el nombre del
cantinero) le dio la espalda al que ya ahora consideraba enajenado, pues
ofreciéndole otra cerveza recibió por contestación un balbuceo incomprensible
que terminó por irritar en su ánimo esa paciencia socarrona que en los cantineros
es virtud cardinal, convirtiéndola en franca indiferencia hacia lo que habían
sido palabras de súplica que se proferían ya en otro mundo, en un mundo
luminoso y aletargado, lleno de sonidos de la naturaleza que poco a poco se
entremezclaron con los ruidos del la cantina, y que finalmente apabullaron no
sólo la música que provenía del tocadiscos, sino también el rumor incierto y
cristalino del juego de manos que Adrián provocaba ahora al lavar los trastos
con impaciencia y premura.
Papá, no te vayas,
siempre quise hablar contigo, darte al menos un poco de mí, le decía Rogelio a
un hombre que se acercó junto a él mientras, tumbado en la alfombra de
pasto cercana a la orilla del arroyo,
observaba meditabundo su flujo, que era acompasado y musical. Te veo y no
descubro nada en tu interior, le dijo el hombre a Rogelio, sin embargo eres mi
hijo y yo te di todo mi cariño, aunque tú no lo hayas podido comprender.
Rogelio se incorporó sin prisa y el silencio entre ambos reinos por unos pocos
segundos, sólo en aquel ámbito se escuchaban por el momento el rumor del agua
corriente y a veces, de forma distante y sombría, el canto tanto gutural como
agudo de un pájaro que, se dijo Rogelio, podría ser un cenzontle. Por primera
vez sentía que el intercambio de miradas entre él y su padre era completamente
sincero, libre de todo prejuicio o resquemor. Me tengo que ir, hijo, el camino
que tú has construido, y sobre el que han de proseguir tus pasos, no es el mío,
le dijo a Rogelio el hombre con una sonrisa piadosa en los labios, mientras se
alejaba y su figura se disolvía gradualmente, junto con los sonidos de la
naturaleza, por lo que ahora no sólo se carecía en ese lugar de una segunda
presencia humana, sino también de todo ruido que indicara un mínimo de
movimiento temporal. Todo quedó en un expectante suspenso. Súbito, por el
arroyo ahora en quietud, un conjunto de mujeres vestidas de blanco y cubiertas
con rebozos del mismo color, caminaban como en ralentí dentro de las aguas mientras
rompían el silencio con un estrepitoso llanto de plañideras que comenzó bajo,
en medio de posibles estertores, pero que luego fue in crescendo hasta ser algo envolvente y casi ensordecedor que
fulguró de pronto sobre los ojos de Rogelio. Un sentimiento avasallante se apoderó
de su espíritu y lo conmocionó sobremanera, pues el avance lentísimo y apenas
perceptible de las plañideras era al mismo tiempo inexorable y aterrador. Su
llanto, sin aumentar de intensidad, era sin embargo cada vez más amargo y
cruel, como si la profusión de lagrimas que seguramente vertían –era imposible
asegurar si efectivamente eso pasaba, los rostros de las mujeres estaban
tercamente escondidos por esos pedazos de tela– estuviera relacionada con un
acontecimiento terrible, con algo parecido a la muerte intransigente del ser
que más se amó a manos de un verdugo profanador y sanguinario.
Sí, si no te hubiera
visto esta tarde me habría por fin convencido de que ya no te quería, le dijo
Adrián a una mujer cuya tranquila respiración percibía a través del teléfono, y
a quien imaginó en la penumbra de esa habitación, recostada y con el pelo
enredado, bajo las mismas sábanas verdes que hace no mucho tiempo también a él
lo cubrieron en esas tardes llenas de profesiones nunca escuchadas y de
promesas untuosas e inverosímiles (pero también cargadas de una ternura
crepuscular) que con su compasión redentora les ocultaban ya para siempre el
engaño cruel e infinito del amor. Yo te llamaré luego, no te preocupes, dijo el
cantinero mientras colocaba el aparato en su lugar, e inmediatamente después,
con un semblante umbrío y trasnochado, volteó a donde se encontraba Rogelio.
Como volviendo en sí, con una actitud
insegura y movimientos trémulos, éste observaba con cara de imbécil
(enjuició Adrián) primero el techo de ladrillo del lugar, después las mesas,
las sillas, los bancos, la barra y la luz menguante de un foco colocado justo
encima de él que parecía a cada segundo extinguirse. Dame una cerveza más por
favor, dijo Rogelio, y su mirada finalmente se posó sobre el rostro sardónico
de Adrián. Con mucho gusto, caballero, pero también por favor bébala rápido,
pues son las cuatro de la mañana y tengo que cerrar, que aunque mi trabajo sea
el mejor del mundo y yo el hombre más afortunado por tenerlo, tengo que ir a
casa a dormir. Y soñar con el mañana perpetuo, hubiera querido también decir
Adrián, pero de nuevo observó ese abandono en el rostro de Rogelio y su único
esfuerzo consistió en sacar del congelador la cerveza, abrirla y ponerla
delante del parroquiano, para luego perderse también él en sus propias y
placenteras ensoñaciones. Sábanas verdes, humedad, palabras amortiguadas por la
piel, un rostro lleno de ansiedad y un haz de luz filtrándose por unas
persianas medio rotas que con el viento generaban un sonido exasperante y
secuencial. Rogelio tomó la cerveza de repente, como volviendo en sí, y de un
largo trago la bebió casi toda, sacó un billete arrugado de la bolsa interior
de su saco y lo puso sobre la barra. Gracias por todo, por la cerveza y la
música extraordinaria, fúnebre y tremebunda, pero extraordinaria, le dijo
Rogelio a Adrián viéndolo sin ver, con una mirada que se ausentaba hasta llegar
a algo recóndito e incomprensible y que atravesaba no sólo la humanidad del
cantinero, sino las repisas con espejos llenas de botellas (ron, whisky,
tequila, vodka, brandy, mezcal, sotol) y el muro al que éstas estaban adosadas,
para llegar hasta el fondo de la madrugada desierta que afuera era como una
invitación a la soledad y al silencio profundo.
El avance de las
plañideras seguía siendo lento, cansado y eterno. Por alguna razón, no obstante
el desconcierto y el terror sosegados que provocaba esta visión en Rogelio,
permanecía frente a aquel acontecimiento esperando acaso un desenlace digno del
primer fulgor que hasta sus ojos había llegado luego del inicial llanto
proferido por ese conjunto de seres misteriosos e hipnóticos que, con la
velocidad de un enorme y torpe réptil, avanzaban y avanzaban como para llegar a
ninguna parte. Por la memoria o la imaginación de Rogelio entonces pasó una
escena que se entremezcló con lo que sus ojos ya, en ese preciso instante,
veían. ¿Tenían estas diversas imágenes una relación causal definida? ¿Su
relación estaba referida a ligaduras invisibles que se tendían a lo largo de
tiempo y espacio en razón de un objeto visceral y mortuorio? ¿Eran sus
relaciones simplemente producto del azar asociativo propio de una conciencia
alcohólica, brumosa y reiterativa? No podríamos aplicar casuística alguna para
contestar estas interrogantes, lo único que podemos hacer es afirmar que aunque
los ojos de Rogelio se posaban sobre las llorosas mujeres y el arroyo manso y
placentero, y aunque toda su atención se concentraba en dilucidar el signo de
ese cuadro vertiginoso, delante de él también apareció, nuevamente con una
sonrisa piadosa en los labios, como venido de la nada y evocado tal vez por el
horror del llanto, el hombre que él estaba seguro era la representación de todo
aquello que a lo largo de su vida (sobre todo de su vida de infante) él,
Rogelio, había interiorizado en su ser como las particularidades exclusivas y
definitorias de la figura paterna. Sigues siendo un niño, el niño mismo que yo
cuidé y cuyos miedos comprendí no con poco dolor hace ya más de treinta años,
dijo el hombre borrando de su sonrisa cualquier muestra de piedad y más bien
trocándola por una misericordia que en su seno albergaba tanto cariño como
desprecio. Aprendí a tratar de ser quien soy, papá, y eso es lo que en verdad
ahora me da miedo, contestó Rogelio, y los contornos de aquel hombre,
contrapuestos a la luz que provenía del arroyo y que los convertía en líneas
difusas, se fueron poco a poco embebiendo en esa luz que ganó asimismo en
intensidad, y que cuando por fin se tragó al hombre entero refulgió con tal ardor
que Rogelio tuvo que taparse los ojos con las manos y hacer un esfuerzo enorme
por comprender lo que pasaba dentro del arroyo con las plañideras, las cuales
mientras transcurrió la aparición del hombre parecían haber cedido en su
lamento, pero que ahora lo retomaban con la fuerza renovada de un impulso
diabólico, de un frenesí de muerte que taladraba en los oídos de Rogelio y que
se propagaba por todo aquel ámbito, subiendo por las ramas llenas de hojas de
los árboles, trepando hasta los distintos cerros que circundaban la escena y
coludiéndose con el aire para formar un viento tormentoso y ubicuo que se
transformaba en un único grito estremecedor.
La madrugada, efectivamente,
invitaba a la soledad y al silencio profundo. Una vez que Rogelio puso un pie
fuera de la cantina, comprendió que esa madrugada tenía algo que lo llamaba,
algo oculto y todavía no comprendido por él, pero que sin embargo podría
albergar en su interior las respuestas que estaba buscando. Con paso sólido y
compuesto descendía la cuesta que otrora lo había conducido a la cantina, y en
el reflujo de las horas que componían ese su día, recordó cómo por la mañana,
mientras conducía hacia su trabajo, por el espejo retrovisor del coche había
vislumbrado un hermoso amanecer en el que los primeros y sutiles rayos del sol
infiltraban las nubes del oriente inundándolas de una luz roja y naranja que
las hacía parecer, ahora lo comprendía, un océano breve –pero escrupuloso– de placer y nostalgia. No hagas estupideces,
lo mejor es que nos separemos sin pelear, nos has hecho el suficiente daño a mí
y a nuestros hijos como para todavía estar en un plan intransigente y agresivo,
le dijo su mujer por la mañana a Rogelio después de que éste le arrebatara de
las manos, arrugándolo con dolor, el escrito de divorcio voluntario que ella le
había dado con tranquilidad, sin duda, con mirada altiva y una muestra
irreversible de, si no odio, al menos furiosa indiferencia. Había salido
entonces Rogelio de su casa profiriendo maldiciones y sin probar bocado alguno
del desayuno cocinado por su todavía esposa, entonces subió al coche y se puso
en marcha a su trabajo cuando, después de unos pocos minutos, por el espejo
retrovisor contempló en un segundo distendido y proceloso ese lago celeste que
intemperante abarcaba todo el oriente y que, como su propio pensamiento, estaba
lleno de un resplandor fugaz que sin embargo daba el tiempo suficiente para
distinguir en sus formas el trabajo cruel y preciso de un poderoso demiurgo. Y
por un segundo pensé en matarlos, a ella y a mis hijos, para así acabar con
todo bajo el influjo de un delirio cobarde, de un sentimiento ruin y animal que
ahora me increpa diciéndome: ¡maldito, mil veces maldito!, pensaba Rogelio al
llegar a su coche para subir y empezar un recorrido sonámbulo por la ciudad.
Encendió el vehículo con trabajo y, después de observar el reflejo de su mirada
errática en el espejo retrovisor, se puso en marcha sin comprender qué era lo
que verdaderamente pretendía. Will o’ the
Wisp, con su melodía de obertura sobrenatural era al interior del auto lo
único concreto, su música constituía en el ánimo de Rogelio un ancla voluptuosa
en medio de ese vagar confuso y briago por el centro de la ciudad desierta que,
iluminada en cada uno de sus edificios centenarios con una luz amarilla en un
afán retóricamente estético pero
materialmente económico, parecía a esas horas de la madrugada una feria
abandonada cuyos juegos mecánicos sempiternamente encendidos dieran vueltas y
vueltas en un ciclo vomitivo y desesperado que sólo tuviera razón de ser por el
capricho y las intenciones fementidas de un conjunto insaciable y pérfido de
súcubos enloquecidos. Afuera no se escuchaba nada, pero no porque el rumor de
la madrugada fuera discreto, sino porque el mundo había de pronto enmudecido.
Una de las trompetas del
apocalipsis (pensó Rogelio) empezó de pronto a escucharse como venida de todas
partes mientras él seguía inmerso en el arrobo espeluznante que le provocaba el
llanto desmesurado de las plañideras. Apenas se daba cuenta, pero desde hacía
algunos instantes el verdor de aquel lugar se iba transformando a un amarillo
grisáceo, como si la ínfima felicidad que se pudiera esconder en la maravilla
clorofílica de la alfombra que pisaba y de los árboles y plantas circundantes
se fuera extinguiendo poco a poco para darle paso a la desnudez cadavérica de
un mundo por fin honesto y sombrío. En la mente de Rogelio esta oposición
empezó a figurarse como una milenaria batalla de esgrima en donde el golpe
final, dado a través de un furibundo fendiente, significara no únicamente la
derrota de uno de los combatientes sino también el desenlace fatal de una serie
de acontecimientos concebidos como únicos y aislados que, en realidad atados
por un designio malvado, anunciaban la catástrofe. El compás de la melodía
omnipresente que en esos instantes se escuchaba, y que feroz acompañaba a las
elucubraciones de Rogelio, parecía el anuncio de un desfile inaplazable de
seres de ultratumba. Su significado verdadero se escondía detrás de la
incitación inmensa que su ritmo guerreril insuflaba en el espíritu no sólo de
Rogelio, sino de todo aquel ámbito que de pronto empezó a mostrar en su
atmósfera los indicios de un calor extremo. Los rayos del sol, antes
acariciantes y bondadosos, ahora parecían lanzas de fuego que penetraban la
piel, y la excitación abrasante del astro conspicuo se había convertido en el
umbral de un descenso a los mares de lava y fuego de algún infierno gentil. Lo
verde dejó de ser verde y lo amarillo grisáceo arribó paciente a su nueva
condición, mientras por el cielo turbio atravesaron dando graznidos un conjunto
de cuervos desesperados que le hicieron comprender a Rogelio lo que estaba
pasando. Las plañideras habían quedado petrificadas en el arroyo ahora de
aceite espeso y, con los rostros finalmente descubiertos, transmitían una
angustia exangüe y elemental como de becerro moribundo: sus ojos hundidos, sus
encías desnudas, sus narices chatas y su tez cobriza aterrorizaban a Rogelio
con toda la maldad de su patetismo, de un patetismo miserable y gratuito que le
recordaba a esos niños muertos de inanición en algún rincón del África, cuyos
labios y párpados fueran coronados por estoicas y golosas moscas. El calor
empezó a lacerar la piel de Rogelio, en su epidermis surgieron como rosas las
pústulas y, un segundo después de observarlas y tratar de ignorar el dolor que
éstas producían, de nuevo su mirada fue a posarse sobre las lacrimosas mujeres.
Alrededor de ellas, entes indescifrables, se cernía una inmensurable tristeza. Entonces
aconteció que, mientras con un último esfuerzo del espíritu Rogelio se dirigía
hacia al arroyo con la decisión firme de sumergirse en sus aguas para ser
partícipe de la inédita liturgia, las plañideras dieron un último grito febril
y un fuego enardecido las cubrió por completo, quemando sus rebozos y sus
vestidos, achicharrando su piel y sus cabellos. La deflagración fue la
culminación abominable de un sufrimiento compartido, pues Rogelio, a pesar del
pánico en el que estaba hundido, en su final arrojo sintió una profunda empatía
por las mujeres que para él ya representaban el inescrutable absurdo de la
muerte, y una vez que presenció cómo sus rostros se torcían y se convulsionaban
a causa de las lenguas de lumbre que los consumían, sintió un peso terrible
sobre la espalda, su vista se nublo y perdió la consciencia. De pronto estaba
en su coche, manejando a una velocidad excesiva y escuchando una melodía
siniestra: el crepúsculo amenazaba en el horizonte.
Desconcertado,
temeroso y pasivo, Rogelio detuvo el coche en un mirador cercano a la Facultad
de Ciencias Físicas. No sabía cómo había llegado hasta allí y de qué manera
habría sorteado los riesgos connaturales al conducir en un estado tan
deplorable como el suyo. Bajó del coche confundido y su cuerpo entumido recibió
de golpe lo gélido de la madrugada (así es: había llegado la hora precisa y
turbia de la madrugada helada y fantasmal). Los recuerdos de aquel ámbito,
primero límpido y luego grávido, donde las plañideras figuraron tan inverosímil
cuadro, eran ahora para Rogelio completamente discernibles. El dolor de cabeza,
las reumas y la ansiedad no eran óbice para la horrible y transparente
elucidación de esas sus ensoñaciones, que ahora tenían más coherencia y
amplitud que esta otra realidad en la que su cuerpo dolorido gravitaba como un
pequeño planeta huérfano y errabundo. Con muchas dificultades Rogelio logró
subir encima de un pequeño muro de contención que justo permitía recibir
frontalmente ‒a quien tuviera a bien en una madrugada como esa treparlo‒ los
primeros rayos del sol. El corazón de Rogelio latía con fuerza recordando el lastimoso
fin de las plañideras y sus huesos resentían la temperatura del invierno cuando
experimentó un sentimiento extraño: toda la gente que había conocido y que
había estimado, todas las mujeres que por un momento tocaron su centro, los
colegas, compinches, camaradas, amigos y cofrades, sus hermanos y padres; todos
ellos eran ahora un inmenso archipiélago de olvido, la temperatura de su alma
había sido incapaz de retener un gesto, una mirada, una conversación. Pensando
que el mundo había sido creado por un excelente humorista, se aseguró a sí
mismo que más allá de ese horizonte que frente a él comenzaba a incendiarse no
existía nada más que miseria y hastío. Sufriendo esta poesía cruel, diría Aute,
te recibo con incertidumbre, nuevo día que bajo la mascarada del alba y sus
arreboles esconde la barbarie que significa vivir, dijo en voz alta Rogelio y
ahogó involuntariamente su voz en un quejido que le surgió desde la vaciedad
del estómago; después de esto quiso lanzar un puñetazo al aire y lo único que
consiguió fue caerse de bruces en medio del zacate, la hiedra y los pequeños
huizaches que se escondían un metro y medio por debajo del muro. El golpe no
fue tan doloroso, pero la humedad contraída en las ropas por causa del rocío
contenido en zacate y hiedra hizo sentirse tan pesado y frío a Rogelio que por
más que luchó no pudo levantarse. Tendido como estaba, mojado e iracundo, ya
sólo esperaba el trance final de su aventura: con ojos ardientes aguardaba el
amanecer para escupir y despotricar contra el nuevo día. La espera no fue
prolongada. Menos de cinco minutos más tarde un primer rayo de sol inundó las
pupilas de Rogelio y, de forma completamente inesperada por él mismo, en vez de
comenzar a proferir insultos y agravios, este efluvio se insertó en lo
profundo, cálida zarandaja, como si su lumínica fraternidad viniera a atemperar
su predisposición rabiosa. Fementida, una lágrima conciliatoria quiso asomarse,
pero inmediatamente Rogelio borró todo rastro de (pensó en ese momento)
debilidad, de un salto se incorporó y, dándole la espalda a la nueva vida, se
obstinó en negar el milagro. Como pudo regresó a su coche, subió en él, lo
encendió y, claro está, inició de nuevo un viaje a ninguna parte entre la
soledad y la nada.
©Francisco Vargas
Salvador Alba Cardona. Lic.
en Derecho por la Uaz, abogado litigante.
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