Dos cuentos de Rocío Prieto Valdivia
Jusnai* y el navegante
Al
sur del municipio de Ensenada, en esa lengüeta arenosa, aún se pueden escuchar
sus cantos. Se cuenta que una joven paipai se enamoró de un navegante español,
cuando desde los acantilados lo observó descender del barco, con esa confianza
en la que asentaba cada uno de sus pasos, en esta tierra que por primera vez pisaba.
Jusnai corrió hacia el embarcadero para
ver a los extranjeros llegar. En cuanto su mirada coincidió con los ojos de
aquel marino, sintió de inmediato el flechazo que nunca antes había atravesado
su corazón.
Por todos los lugares de esta bendita
tierra hay parajes que cuentan de su inmenso amor. Aquella pasión tuvo su mayor
auge en San Antonio de las Minas, donde los amantes se encontraban cada luna
para inundarse de las risas que brotaban de ella, tan mágicas al grado de hacer
florecer las huertas. Algunos cuentan que Jusnai era tan dulce como el almíbar
de las naranjas. Con su figura delgadita, los cabellos azabaches, ojos verdes
como los sarmientos creciendo en los viñedos. Esa mágica sonrisa cautivó a Sebastián
desde que la vio aparecer en el embarcadero.
Pero el padre de Jusnai, cuando descubrió
sus amoríos con aquel mozuelo, lo mandó matar. Mientras Sebastián trabajaba en
el viñedo una lanza atravesó su corazón. Los ríos de sangre cubrieron los
surcos labrados por sus manos, impregnando de borgoña las vides.
Cuando Jusnai se enteró se quiso volver
loca; montó su caballo que corrió desbocado rumbo al mar. Al llegar a esa
lengüeta arenosa, donde por vez primera se vieron, decidió lanzarse a las agua
del océano, que apagaron sus risas en borbotones de sal sobre las rocas.
Conmovido el dios Neptuno por verla tan desdichada,
decidió convertirla en sirena, y hacerla parte de su corte, como guardia de
esta escarpada costa, para que ningún otro navegante pudiera enamorar a las
mujeres de esta región.
En las noches de tormenta, cuentan los
lugareños, aún se le escucha cantar, arremolinando las aguas contra las paredes
rocosas. Sus lamentos son tan fuertes y sus lágrimas saltan mojando a todo
barco o persona que pasa en sus cercanías.
*
Ojos bonitos, en la lengua originaria paipái.
El
pequeño mezquite
Durante días
estuvo ahí, afuera de casa. Tenía apenas unas ramitas verdes. Cuando lo vimos
dudamos que creciera. Era invierno, llovía mucho, y el viento helado amenazaba
en acabar con todo a su paso. En la noche se nos olvidó protegerlo. Llovía
mucho. Tú te levantaste a meter los zapatos y yo a quitar la ropa del tendedero.
Pero nunca nos acordamos del pobre mezquite. Lo imaginó gritando y muriéndose
de frío. Pero la naturaleza sabia, como siempre, lo arropó con las ramas que cayeron de un pirul. Y logró
pasar la noche. Vinieron los días secos por el frío que quemaba las hierbas, y
el mezquite resistió días sin agua, apenas refrescándose con el fresco rocío de
la mañana.
Pasaron los meses, y en la
mañana de primavera cuando me viste plantar esas ramas de flores te acordaste
del arbolillo. Seguía vivo, e hicimos un hoyo cercano al pino lo suficiente
para que pudiera crecer, y dijiste que si lo lograba te sentarías a leer bajo
su sombra. Creo que la tierra te retó a hacerlo.
El mezquite ha crecido para
todos lados; ahora mide casi lo mismo que tú: 1.65. Pero aún no te has sentado
a leer como prometiste. Creo que sus ancestros te han robado esos momentos de
tranquilidad; sin embargo el mezquite te sigue esperando. Reverdece cada
primavera, aguantando los fríos inviernos, y ahí en el mismo lugar que tú le
asignaras espera que cumplas tu promesa.
Rocío Prieto Valdivia
(Mexicali, 1974), escritora y promotora de lectura.
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