Post mortem
Diego Mayorga Cebrero
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¿Por qué decidí
matarme? No lo sé, recuerdo con cierta lucidez la fatiga que me provocaba el
estar recostado en la alcoba. Las sábanas desordenadas y el teléfono, por
chiste de mi descuido, atrapado entre las rejas de nailon y la madera hueca de
la guitarra, canturreando repetitivamente.
Había
pensado en suicidarme anteriormente, pero la idea siempre se me escapaba al
pensar en el movimiento de mi cuerpo y en el esfuerzo de la mente que debía
poner para aprender hacer un estúpido nudo, o escribir una patética carta
inventando una justificación. Era exhaustiva la idea, no hay motivo para que el
suicidio tenga una razón en especial. Es natural y ya. El pensar en matarse es
una necesidad biológica y de autodefensa de sí mismo contra la idea de la
muerte, con el fin de tener un poco de control en nuestra vida. El no haber
tenido manejo acerca de nuestra concepción y nacimiento es por sí ya
frustrante. Una impotencia letal que hace querer vivir mientras se piensa en morir,
por eso mismo al no tener la oportunidad de planear la estratagema de nuestro
nacimiento el ser humano se resigna en enfocar su existencia en la muerte, en
su posesión a base de la religión, la espiritualidad y la forma que hasta hace
poco elegí, o no lo sé; soy prematuro para la inanidad del tiempo que hay en la
muerte, el suicidio.
Todo
se derivó a partir del séquito reflexivo de la insignificancia del color que
prevalecía cada vez más fervientemente en las noches en vela del mes de abril.
En aquellos días el clima era una comedia barata del hombre, poseía cambios de
humor repentinos como todo adulto sin meta fija en su profesión; en la mañana
el frío hostigaba con ímpetu, uno debía abrigarse para un inverno prematuro a
causa de las imprudentes ventiscas que aparecían de sorpresa, y para la tarde,
el calor se sofocaba en el desierto monopolizado de las aceras de la capital.
Me complacía ver que entre el clima y yo había una constancia de sufrimiento y
tranquilidad que camuflábamos con acciones sentimentales.
Horas
antes de morir recuerdo con cierta debilidad la copla del teléfono. Quizá fue María,
le conté acerca de mi sentir y me encadenó en un abrazo largo, pero vacío. No
logro visualizar su imagen, ni su calor; de hecho, no logro recordar cómo era
sentir calor o frío, ahora esas sensaciones son más que meros conceptos que se
pudren poco a poco conmigo.
¿María
habrá sido gorda? No, lo más seguro es que no. Ella es obsesiva con su imagen y
en el amor. Siempre me provocó asco y tristeza ese comportamiento suyo, aunque
no la juzgo, estaba peor que ella, me gustaba disfrazarme en un traje viejo de
esos de mi padre; no había suficiente dinero para todo o, es mejor, no existía
suficiente tabaco y café para alguien tan poco como yo.
Antes
de jalar el gatillo o colgarme de la soga, no recuerdo bien, pasé a casa de
María. Su hogar, por alguna razón, me resultaba consolador; con frecuencia
navegaba la mirada hacia el librero central para perderme entre las pastas
opacas y antiguas de los clásicos. La circunspección de mi rostro resultaba
fantasmagórica para el mundo al momento de leer títulos como La Odisea de Homero o Fausto de Goethe. Hallaba, en mi
parsimonia, cierta pericia por aquellas agrupaciones de letras que concebían el
nombre a tan importantes obras de la humanidad.
Sin
embargo, aquella vez fue diferente. Todo me resultaba fríamente lo mismo, los
libros, las calles, la casa, María; incluso si ella se desnudaba me era
indefinidamente igual.
Recuerdo
el sabor de las palabras cuando le dije:
—Me voy a suicidar. Sentidas condolencias.
El
simbolismo del terror que emanaba de sus facciones comprobó su conocimiento
hacia la veracidad de mi decisión. Al poco tiempo se abalanzó sobre mí,
pidiendo a sollozos que recapacitara mis palabras. La odié tanto esos momentos,
me asqueaban sus manos, su fuerza, sus pechos como los de un ser kafkiano —¡¿Qué
sabía ella del porqué de mis palabras?!—. Pero a pesar de todo, sabía, por la
dilatación de sus ojos, que ansiaba esa sentencia.
A la tarde, a
tenues horas de mi encuentro con María, me hallaba vagando por las calles, mi
mente sobreexplotaba la idea de la muerte, no me había percatado del cómo y
cuándo puede escapar de María. Un sentimiento enfermizo padeció mi cuerpo al
fumar el último cigarrillo de la cajetilla; en mis entrañas se incrementaba la
necesidad agonizante de matarme. Comencé a pensar en los distintos métodos que
podría utilizar y el revuelo que causaría en los periódicos locales. Me pareció
estúpida la idea de arrojarme desde un precipicio, era demasiada caricaturesca
para mi gusto; ahorcarme captó por ciertos momentos mi consideración, el
problema era que exigía demasiada complicación en cuestión de hacer el nudo y
decidir donde colgarlo. “Che, hasta para morir da pereza”, pensé.
Todo
me llegó a parecer absurdo, mi indiferencia ante el mundo fue tal que la gente
alrededor me era abstracta, cada transeúnte y moribundo discapacitado me
resultaba analógicamente una sombra, un desperdicio de espacio y oxígeno. Claro
está, tampoco yo era la excepción. El reflejo de mi rostro lo hallaba sumamente
repulsivo, llegué a tal punto de animadversión hacia mí mismo que me
horrorizaba la idea de ver mi espejismo en las ventanas. Con la podredumbre odié
mi alma y los espejos desde ese entonces; ellos representaban el recordatorio
de mi prisión en la existencia. Yo no pedí haber nacido y estaba ahí con un cuerpo desproporcional y un
miedo hacia mi rostro esmirriado.
Recuerdo
tenuemente, por el calor, que hacia las dos de la tarde me enfermé de tristeza.
Quise vomitar mi vida y, naturalmente, no pude. Mi alma había llegado a estar
tan podrida que resbaló del corazón para caer hacia el estómago. “Cuánto
sufrimiento nos ahorraríamos si el hombre pudiese causar el suicidio a base del
vómito”.
Caminé
frenéticamente por toda la alameda hasta encontrar un bote de basura, me
apenaba el poder espantar a los esqueléticos caninos que hurgaban en ella
buscando alimento, así que, con un respeto hacia la profundidad del ser, me
aproximé hacia ellos mostrándome como un ser semejante. Uno de aquellos seres
inmortales volteó hacia mí, y supe que me juzgaba a través de sus ojos —tuve
tanto pavor de ser condenado al desprecio del ojo ciego del animal—.
Dignamente
me aceptaron. El perro tuerto me hizo un espacio entre la gangrena de su piel,
la sombra y su compañero, y con el movimiento oscilante de su rabo me invitó a
la cena.
Traté entonces de
vomitar la vida, me esforcé tanto en sacar mi alma y mi corazón que tuve un
desgarre en la espalda y, una vez más, lloré sin razón. Lloré como un mendigo.
La gente, por su parte, pasaba de largo y yo me desgarraba por dentro; intuyo
que se alejaban de mi cuerpo porque olieron la peste de mi desolación. Sin
embargo, estaba claro, ese día me iba a suicidar.
La muerte
desvanece de a poco mi presencia en este plano intermediario de la nada, los
recuerdos, a su vez, se bifurcan y anexan; a este punto, sobrevienen
sentimientos pueriles y todo es justificación de mi suicidio. Mi mente
revolotea pequeños trazos de aquel día, no puedo asegurar si lo que diré es lo
que pasó o son acontecimientos de un niño. Ahora el dolor de cuando caminé
junto a mi padre por la Avenida el Portillo, admirando lo gigantesco que era el
mundo, y una pequeña abeja pinchó mi cuello. Es tan agonizante y podrido como
cuando hallé a María, a goce del coito, en la sala de su casa revelándose ante
la ventisca sobre la ventana.
Entre
la recapitulación de mis últimos momentos deslumbro dos botellas de vodka y una
cajetilla de cigarros Marlboro. Mi
alcoba asqueada de mi presencia resguardaba todas mis podredumbres entre la
basura y las rosas, y mi único consuelo era una guitarra de más de 10 años con
dos cuerdas reventadas, y para colmo, desafinada; silenciaba mi último indicio
de vida.
No
recuerdo por qué me maté, no debería preocuparme resolver el porqué con excusas
patéticas y lágrimas tardías, les corresponde a ellos la respuesta. El circo de
vicisitudes cosmogónicas es para los vivos, y a mí no me interesa.
Una
vez más siento que debo rebuznar mi nombre; imagino que así uno cierra el ciclo,
tengo esta zozobra por decirlo.
—Soy…
¿Qué es lo que fui…?
Diego Mayorga Cebrero (Zacatecas, 1999). Estudiante de
Derecho, administrador de la página literaria El Ombligo de la Luna.
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Me encanta leerte.
ResponderBorrarGracias!
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