San Jorge retratado. Selfie, tótem y paradoja del descanso

Edgar A. G. Encina


Es el día del libro y las redes sociales se habrán inundado a primera hora con imágenes donde está solo, abandonado en parajes o sitios cutres o en medio de ciudades librando quién sabe qué batallas, junto con otros libros, en bibliotecas o librerías de todo tipo y tamaños, y al lado de hombres, mujeres y animales. Al medio día serán borbotones incontrolados.

Es el libro como tótem.

Este día nos recuerda que hace 1719 años, aproximadamente, Jorge con espíritu de Robin Hood, al que luego le nombrarán santo, derrotó aquel dragón que atemorizaba Europa central y del este. Dragón de mágica sangre de la que brotó una rosa que fue a dar a manos de “la princesa”. Rosa que luego, nos cuentan distintas tradiciones medievales, se la han disputado sociedades secretas e iniciáticas, pues su apropiación supone el control mundial.

El mito se resignificó no hace mucho, convirtiendo la rosa en libro y el libro en dominador planetario. Es por ello que el retrato junto al libro favorito, el que está de moda, el que es costoso o el que marcó un antes y después, es lo mismo que la celebración de los pueblerinos alrededor del cadáver del dragón. Supongo que aquellos hicieron tremendo asado y nosotros, seres de nuestro tiempo, organizamos una orgía de fotografías, frases y lo que ocurra.

A diferencia de esos seres liberados del terror que se llevaron pedazos de carne y piel a casa para la comida del día después o confeccionarse poderosa chaqueta, los individuos de nuestro tiempo decidieron representar la victoria con imágenes de libros y nosotros acompañándolos. Esta efigie nos representa valientes, como san Jorge, y profundamente enigmáticos e inteligentes. En la década de 1990 la imagen era la de un fumador. El seductor James Bond aparecía con el cigarrillo a medio camino, cargándolo de varonil espíritu y mistérico andar. Lo mismo, pero más enigmático y progre, sucede con un cromo nuestro acompañada por un libro y si se ha llevado una mano a la barbilla, haciéndose acompañar por el extracto del impreso, es el éxtasis.

La tarde de ayer comentaba con un conocido sobre esto y el maremágnum que se aproxima con las fiestas de graduaciones. Estamos a un par de meses que los estudiantes que terminan el grado invadan todas las esferas posibles con fotografías de su logro. Enhorabuena desde ya, no es cosa fácil; es meritorio. A echar el sillón por la ventana, pero luego hay que volver a meterlo. Allí vienen, dije, entre ellas mis favoritas son las de los estudiantes de humanidades y artes. Sin importar la tipología de su carrera, se tomarán placas y selfies con los libros favoritos, los que más les influyeron, los que están en ese momento trabajando, el que les abrió la ventana a un mundo antes secreto, el que les descubrió su verdadera afición y placeres. Estarán allí, como leyendo o con el libro sostenido, en soledad o reunidos con toda la generación más padrinos. El libro es el tótem de nuestra cultura. No existe objeto simbólico más importante de la representación del espíritu y amor humano. Su ascenso a la cúspide de esta edificación inició en el siglo XVI, dando pasos seguros y lentos. Desplazó a todos. Desplazó la cruz que unificó occidente. Éste, el libro, agrupa y relaciona por entero igual. Hasta en culturas fonéticas y orales, allí va para instalarse en la cima y contemplarnos, abierto o cerrado, dependiendo de las fijaciones y posiciones filosóficas.

Lo que rara ocasión veremos serán un montón de libros abandonados, destruidos, avejentados, tirados a la mala suerte. No los veremos este día de san Jorge ni lo veremos como prueba de las graduaciones ni en el natalicio de Sor Juana en noviembre ni cuando se nos ponga. Un montón allí, en solitario, arrumbados y arruinados listos para la basura. Un montón allá, esperando que algún desprevenido se detenga a ver de qué van y se atreva a llevarse uno o dos o todos. Un montón, y este sería el gran descaro, el escupitajo a la cruz, haciendo de banco, donde un hombre o mujer posen sus nalgas sobre ellos. ¡Jamás! Nunca veremos el libro, el montón de libros como bancos, descanso de lindos y carnosos traseros. Es el tótem arriba, no descansillo, para eso están las escalinatas en no sé dónde o las esculturas de escritores en bancas para que hagas como que departes con ellos. No. El montón de libros no será nunca un banco porque, es la paradoja, es él quien descansa sobre nosotros.

Collage de Ezequiel Carlos Campos.

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Edgar A. G. Encina (Zacatecas, 1976). Doctor en Bibliografía Española y Literatura Hispanoamericana. Docente-investigador en la Universidad Autónoma de Zacatecas, en la Licenciatura y maestría de Letras y en la Maestría y Doctorado en Historia. Pertenece al SNI del CONACYT, es Perfil PRODEP. Las Líneas de Generación del Conocimiento son: Cultura impresa, producción, comercio y consumo de literatura, y Cultura gráfica: escritura e imagen libraria, de los cuales ha escrito artículos en revistas nacionales e internacionales. Ha publicado Las fiestas de los libros, Librerías de viejo en México, Notas y guiños desde "La Galera" y Así leo cuando veo. Una presentación y nueve ensayos que pretextan la fotografía, la música y la literatura.

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