Tras de mí, la puerta. Cinco poemas de Alejandro Concha M.
Autobiografía a los 23
En este suelo que no germina, hermano,
he dispuesto de tu sangre
para que aquí carezca también la rabia y el enojo.
No hay ternura que acreciente las aguas
humedezca mis heridas sin cicatrizar;
erosión de tierra fértil — joven promesa—
Abel.
Jamás advertí ademán siquiera
que te pudiera en su momento prevenir
del paso de los lobos.
Por eso te arrojo estas migas, donde ya no hay pan.
Así, si algo fluye de tu resto apolillado,
de tu cariño residual, de tus ojos sin su llama;
sea la calma conveniente para vagar por el desierto
cuando tu pena sea mi única procesión.
Me arrepiento también de tantas cosas:
mira mis manos, mi frente castigada
mírame asentir con negación.
¿Soy acaso el protector de tus espaldas?
A la hora del delito
nadie asume la culpa
y mi guerra exige cesar.
La tierra se hace amplia y donde camine
cargaré en mi lengua tu lastre,
tu rostro, una carcasa rota
donde alguna vez pude
pertenecer.
Mal de polvo
Nadie nunca entendió.
Jamás lograron descifrar entre líneas.
Leyeron sin entender a ciencia cierta
ni porqués
ni cómo…
Subrayaron sólo lo importante
según ellos,
marcaron con lápiz y destacador
las frases a memorizar.
Se armaron un guión, quitaron líneas a los diálogos.
Pusieron de fondo
voces en concordancia
con las versiones que sólo a ellos interesaba contar.
Somos testigos, ya no somos protagonistas.
Según ellos,
ninguno de nosotros es historia.
No tuvimos abuelos,
pues ellos “no hicieron la industria”.
Porque los logros son siempre de los fuertes
y el débil… ¿Qué importa el débil?
Se han escrito libros,
fueron echados a volar,
viajaron a posarse sobre los libreros con mal de polvo;
llevan nuestros nombres a alguna estantería
donde sólo quien nos recuerda se resuelve a leer.
Leyendo nunca entendieron.
Jamás lograron descifrar estas líneas.
Escribieron sin entender a ciencia cierta
ni porqués, ni cómo…
pudimos permitirlo.
Lota
A quién pudiera afectarle verte desaparecer.
A quién, que este cuerpo y corazón de bronce
detenga su traqueteo mecánico.
A quién los barcos, los ruidos, el polen;
si nadie volteó a mirarnos cuando a la tierra
huérfana de la mano mesiánica
se le fue privada de la voz.
Pienso en la larva de los imperios del mundo.
Oigo gemir, tras el reflejo de sus huesos
en el pliegue marino, su quebrar de muelas:
Pilpilco, enigma, cala
vibra en la superficie del espejo.
No sé si me importaría
que me arrastraran tus aguas,
que un niño tomara, de mis huesos, la semilla
y soñara con un ojo en las nubes
ver crecer un girasol.
Érase el silencio
No recuerdo ningún momento en el cual no estuviéramos de frente.
Te movías en forma de humo por las chimeneas al linde de la costa,
nos apagabas de apoco,
tragabas de nuestros adentros lo que te servía,
volvías ceniza el agua que no encontraba espejo en su firmamento,
nos empolvabas los ojos y nos cubrías las manos.
Queríamos huir y estaba todo el mundo del otro lado olvidándonos.
Se hallaba, tu presencia, tan arraigada en nuestros adentros,
que respirarte lejos era hambre.
Estábamos a tu guerra tan acostumbrados
que nunca aprendimos a pelear otra cosa que no fuera la vida.
Y ya nos ves… ahora somos el silencio.
Corría como niño por un pabellón desolado
sin hombre en casa ni mujer en la ventana,
no hay nadie barriendo,
nadie quien llegue a casa.
Algunas sonrisas apagadas. Todo despoblado.
Y estoy seguro podías vislumbrarme,
dibujarme en tus pensamientos más lóbregos con un trozo
de carbón de madera,
mi cuerpo sobre la superficie,
mi torso desnudo siendo lacerado por trozos de piedra;
cada herida abierta y piel desnuda
limpia por lágrimas de lluvia.
Pero nadie aparte de ti calló el duelo,
sólo el llanto de alguna mujer rasgar el telar del cielo.
Ni los mares dormían, ni el acero dejó de crujir,
ni el horno de arder,
ni la piedra de caer sobre la carne.
Nadie aparte de ti
se detuvo a contemplar mi alma confundida pidiendo socorro,
imaginando tras las olas una caricia
la cual me sustentara en la tierra.
Nadie, aparte de ti,
cubrió mis músculos de silencio como madre
sosteniendo el cuerpo del hijo enfermo.
Se extinguió así el magma ardiente de cien brazas en mi pecho.
Bajo las masas acuáticas,
abrazándome en sus tumbas,
quedé congelado como si fuera un peñasco más
enigmático y fiero
a quien tratara de arrancarme del descanso.
¿Cuántos yacemos atrapados bajo alfombras de roca
aun cuando el sigilo del olvido clava la ausencia en la batalla?
¿Cuántos de pie dormimos cual viga
sosteniendo al cerro vigoroso
tratando de llevarnos de las manos
al centro de las corrientes submarinas?
Y así, dijo el casi dios que nos gobernaba:
“hágase el silencio”,
y el silencio,
durmió entre nosotros como un habitante más
en esta ciudad.
Tras de mí, la puerta
Cuando cerré tras de mí la puerta,
caí en cuenta en que no había una imagen tuya
en ninguno de mis álbumes de fotografías.
De todas las maneras posibles de charlar,
la nuestra era de mis favoritas,
no complicándonos de planes
ni de lluvias que aguaran el panorama;
ajustábamos conversaciones
a quien quisiera sumarse a la charla,
te lo juro, podría hablarte por horas,
pero repetir constantemente las memorias
es dejarlas morir en el mismo círculo
del que pretendemos escapar al buscarlas.
Cuando tomé todas mis maletas
(no era más que una mochila con lo justo dentro)
me negué a alzar la vista,
pues tuve miedo de encontrar en tu totalidad abierta
una razón para quedarme y no marchar.
Pero tú, al verme correr la mirada,
te esmeraste en abrirte dentro de mí
evolucionando desde un ser de carne y hueso
a la polilla que me rompe las costillas
dando patadas de nostalgias.
Ese extraño peso demás en los pulmones.
Desde aquí en adelante tu materia
se me volvió una lista de lugares a los cuales volver,
a encontrar algún detalle por recoger,
mensajes crípticos de la profundidad marina.
El ronroneo bruto, pero imperceptible del bus,
va recordándome a cada instante mi miedo a las luces,
que me dirijo a un lugar que no es mi hábitat,
que me tocará cazar mi comida,
y que seré un extranjero hasta para mí mismo.
Me dejaré seducir por la trémula levedad del viento
y allí, hallaré un hálito de ti,
de la ciudad a la cual pertenezco,
entre pórticos de casas y sucios pabellones.
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Alejandro Concha M. (Lota, Chile, 1995). Poeta, escritor y editor chileno. Autor del poemario Estirpe (2017). Fundador y codirector del Movimiento artístico “La Balandra Poética”. Colaborador en el proyecto Crisálida Artes escénicas, en el equipo de edición de la revista Sudras y Parias, en el encuentro internacional poético “Pájaro errantes” y en el programa “Por una educación poética para Chile” donde se desempeña como coordinador, monitor en escuelas y otras actividades en la organización de los Festivales de poesía del Biobío. Junto a escritores de su zona publicó la antología de escritores del carbón Huellas y la antología de escritores juveniles Hilos Rojos, y ha sido incluido en las antologías Un mismo vuelo (ed. Universitarias de Valparaíso, 2014), Me lo contaron mis viejos (Fundación Cepas, 2016), Discursos estéticos (Perú, 2019), Antología del FIPBB (ed. Conxiencia, 2020), Fragua de preces (Abra, España, 2020). Poemas suyos han aparecido en revistas y publicaciones de Chile y Latinoamérica.
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