“Tres mujeres” del libro "Ese cuerpo no soy"

The Black Dahlia

Hollywood queda muy lejos de los coleccionistas de identidades. Una mañana en la Av. Norton, L.A., se encuentra el maniquí destrozado de una mujer de tez blanca, cabello azabache y ojos del color de los lagos del Ártico. Desparpajada, en un lote baldío, con las manos arriba como asaltada por el cielo, cortada a la altura del torso cual revista de modas. Lleva la sonrisa maquillada con una navaja, de oreja a oreja. Un tatuaje en su muslo izquierdo, una flor negra extraída en forma de triángulo e introducida en su vagina. The Black Dahlia, Elizabeth Short, tenía veintidós años, originaria de Boston, Massachusetts, actriz de películas de “serie B”, fue aclamada por los medios locales por su belleza, el luto en su vestimenta y su sed de luz y escenario. Hubo quienes, amontonados por incriminarse, afirmaron cada uno ser el que la había tirado al fin a la fama, el que alteró y colocó su rostro y cuerpo con dedicada estética. A la Dahlia pudo morirla cualquiera, excepto el anonimato.


María Teresa Muro

Acribillada en los vientos de fronda.
Ramón López Velarde

La fronda en el desierto es sólo un espejismo donde se detiene el aire en la mutilación de la metralla. Al medio día, en plena Avenida Ramón López Velarde (Zacatecas, Centro) muere acribillada María Teresa Muro. Subía a la camioneta a sus hijas y, al dar la vuelta para conducir, dos motociclistas con máscara de calavera; el segundo dispara. En el callejón del Barro, a la custodia vigía desde el Hotel Howard Johnson le gritaron: “¡Para que vean que sí podemos!” En una zona universitaria y de comercio sonaron los disparos. A partir de nueve milímetros y de siete casquillos percutidos devino la fuga. Comercio cerrado, zona despejada, alguien resguardó a las niñas en un restaurante cercano.
María Teresa yacía tendida en el piso. Al tiempo en que pedía ayuda, preguntaba: “¿Por qué a mí?” Salían las niñas, de 6 y 8 años del Colegio Piaget. María Teresa trabajaba en una empresa de bienes raíces. Poseía la extraña virtud, o condición, de involucrarse con las personas correctas, al mando. Tenía nexos con Tránsito, desposó a un policía. Fue candidata a Regidora. Sin ser el poder su aspiración, era su insignia. “Mujer de aguzada vista”, dicen, miraba como águila con sigilo por el retrovisor; jamás se acompañó de una escolta. Dicen que fue educada en colegios y en universidades en el extranjero para que sus zapatos arrastraran el eco de sus pasos.
Dicen que rentó propiedades a prestigiados sicarios del norte. Mujer poderosa, cultivada, de fuero perpetuo e influyente, gritaba tendida en el piso, cuestionando al viento de fronda antes de morir: “¿Por qué a mí?”


La dama de hielo

El criminal no hace la belleza;
él mismo es la auténtica belleza.
Jean-Paul Sartre

Cuando Estíbaliz rellenó las cubetas de helado con los fragmentos del cadáver de su pareja, las colocó en un refrigerador del sótano de la heladería. Se miró al espejo, paseó su lengua por los labios, los mordió preguntándose cuál sería el sabor de la semana. Con el préstamo que recibió de su último amante había remodelado el negocio. No podía dejarlo ahora. Mientras, el sótano trocaba una colección de restos humanos, discusiones, un pasaporte con nacionalidad mexicana–española, una pistola, una sierra eléctrica, fotografías, una deuda por diez mil euros con el primer amante asesinado, la huída de Viena a Italia.
Estíbaliz, nombre cuyo origen vasco significa dulzura, “mujer de miel”, gustaba de conquistar, seducir. Nada en ella daba indicios de sufrir ataques de ira o poseer un comportamiento feroz. Estíbaliz Carranza recuerda en tanto a Erzébet Báthory, la condesa sangrienta, en lo profundo e inanimado en sus ojos que sólo avivan su fuego al mirar morir. La  melancolía de Saturno y la ira guerrera de Marte. Algo en su rostro evoca el perfil de insania de la condesa húngara. La primera tortura que Erzébet realizó de una doncella por haber cometido una peccata minuta fue la de desnudarla y dejarla atada a un árbol cubierta de hormigas y miel.
Durante seis años Erzébet asesinó a seiscientas cincuenta doncellas en los sótanos de su castillo medieval en Csejthe. Un ejemplar traído de Nuremberg habitaba en aquel submundo: al activarse un mecanismo, la Virgen de Hierro abría los ojos, sonreía, de sus senos brotaban pinchos de acero y, con un abrazo, prendaba a su víctima. El cuerpo de la “autómata” asemeja un féretro vertical –sexualmente alusivo– tapizado por dentro como mandíbula acerada, de succión lenta y letal.
Erzébet Báthory ignoró de qué se le acusaba, apeló su libertad absoluta de mujer noble y murió enclaustrada en su castillo, alejada de todos. Estíbaliz huyó de Viena y fue aprehendida en Italia. La dama de hielo, Goidsargi Estíbaliz Carranza, culpable de doble homicidio, fue condenada a cadena perpetua. La diagnosticaron con grave trastorno de personalidad al ser internada en un centro para criminales con desequilibrio mental. Sueña con el hijo que podrá ver cuando él cumpla los tres años de edad, corriendo por los sótanos de la nevería congelando soldaditos de plomo.



Verónica G. Arredondo (Guanajuato, 1984). Maestra en Filosofía e Historia de las Ideas por la UAZ. Ha publicado Desparpajados (2013), Verde fuego de espíritus (2014), Ese cuerpo no soy (2015); Voracidad, grito y belleza animal (2014). Sus poemas han aparecido en Periódico de Poesía de la UNAM, Nexos, entre otras revistas. Ha participado en encuentros internacionales dentro y fuera del país como en el 31º Festival International de la Poésie en Trois-Rivières, Québec (CA). Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 2014 y el Premio Dolores Castro de Poesía 2014. Poemas suyos se han traducido al francés y al portugués. Estudia el doctorado en Artes en la Universidad de Guanajuato.

Ese cuerpo no soy, Verónica G. Arredondo,
UAZ, 2015. 


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