Tres poemas de Alberto Avendaño

El llanto de Lucifer

Como un árbol que enraíza hacia la oscuridad del cielo
y que suelta su flor para mojar la tierra
humedeces mi pecho en tu llanto de bronce.
Triste paloma que parte los cielos
al caer sin miedo entregada a la muerte,
lloras por mí, tu hijo alejado del jardín oscuro,
tus lágrimas ruedan entre los nidos de las ratas
que bajo esta casa marchitan en vida.

—Padre mal nuestro que emerges de los infiernos
desterrado del reino sea tu nombre,
venga tu llanto sobre el océano y sobre las montañas,
danos hoy la miseria nuestra de cada día,
escupe nuestro rostro,
así como nosotros escupimos el rostro de todos los Santos,
líbranos de no ver un día tu lágrima caer sobre tus hijos.
Así sea.

—Como Dios en silencio frente a la grandeza del mar,
deidad/demonio, lloras por mi alma mientras dejo de creer en ti.


Declaración amorosa

Levanto mi mandíbula colmada de estrellas
y brindo por tus besos
¿qué besos?

Levanto mi lengua repleta de estiércol
y brindo por tus caricias
¿qué caricias?

Levanto mis manos tomando lirios secos
Y aúllo a tu cuerpo
¿cuerpo, dónde?

Levanto mi cráneo lleno de mariposas,
agarro tus hombros y muero en tus labios
¿qué labios?


Llanto a las botellas viudas de Jesús Parga

a su funeral asistí como a él le hubiera gustado
con mis mejores ropas para bailar rock punk
jesús parga murió el día que se descubrió como poeta
un meteorito le golpeó la frente mientras contaba
los aeroplanos los médicos no pudieron
hacer nada dejó un par de botellas de licor
plañendo por él un par de sensuales botellas
que jamás le olvidarán y lo peor es que nunca
pudo escribir un poema para esas dos coquetas
a jesús parga le gustaba oír a pamela su vecina
de la calle duques tronar sus dedos persignarse
frente a los budas de los negocios del centro leer
a sidney west álvaro de campos y porfirio barba jacob se sentía
identificado con ellos como quien se identifica
con aquel canguro que cruza el boulevard
ramón lópez velarde todos los viernes
a las 3:45 de la mañana también gustaba
de ver cómo caían las goteras dentro de tinas
de aluminio las contaba por horas hasta quedarse
soñando con aquel par de botellas que tanto amó
lamento que haya muerto pero los poetas no son poetas
no son poetas hasta que se mueren ya sea porque les cae un meteorito
en la frente mientras cuentan aeroplanos
o porque se cuelguen de un almendro
o porque los devore un tigre versificador que se respete
sabe morir con estilo




Alberto Avendaño (Zacatecas, 1990), no ha hecho nada importante.

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