Pulso de silencio. Cuatro poemas de Irene Ruvalcaba
Una
mañana de 1997
Ese día me desperté a las seis de la
mañana y ella ya se había puesto de pie.
La noche anterior soñé que mi papá me daba
un abrazo y luego se alejaba dejando sus huellas en el polvo blanco que es la
mirada.
Abrir los ojos es entrar sin permiso.
Así entré al recuerdo profundo como pozo
antiguo que tengo de mi infancia. Todo pasó en un año. En un día. En un
instante.
El querubín de la infancia debe ser el
mismo que el del invierno. Jamás pude olvidar cómo jugaban los adultos a ser
niños, cómo mi tío me tomó la foto en el patio. El grito de mi madre como luz
incandescente esa mañana, el maullido de la gata y el temblor del perro en
silencio.
Esa mañana el pájaro madrugador no cantó.
Las flores pálidas en las macetas del jardín. Mis pies como estatuas de mármol
blanco.
Vi caer del cielo la pluma de un ángel,
luego otra y otra. Todo estaba invadido.
Era la primera vez que la nieve y yo nos
encontrábamos. Te contaré la historia.
Podría comenzar así: mi madre en su dolor
dejó de comer, no se vistió de negro como se acostumbra acompañar a los
muertos, y decidió morirse lentamente, como caen las hojas que deciden no
volver a depender del árbol. Pero al caer llenó de plantas la casa. Helechos,
mastuerzos, malvas, geranios, jazmines, pensamientos. Yo no podía creer que una
planta se llamara pensamiento.
Y
terminar así: pienso en esa mañana cubierta toda de blanco y cómo mi madre
salió de la tristeza para maldecir al dios del hielo. Para pedir perdón a sus
hijitas. Para limpiar pacientemente las hojas que la nieve consumía. Para
nacer.
Al fin del día, tres metamorfosis: la casa
verde se volvió blanca, mi madre devino padre y yo me volví pájaro madrugador.
En el bosque
Alejandra y yo éramos amigas y vimos
aparecer el mundo entre juegos de primavera, cuentos de viento y dientes de
león. Entonces tomábamos té en tacitas de plástico y de plástico también eran
los sueños a los seis años.
Jugaremos
en el bosque mientras el lobo no está…
Recuerdo la primera vez que descubrimos
nuestro cuerpo desnudo, la piel era una nube anémica después de la tormenta. El
color rosado del abdomen y, en el centro, el ombligo como un ojo abierto que
podía adivinar la muerte. Ella tenía un lunar como una abeja que yo imaginaba,
predicando palabras santas. Pasos de ballet entre las sábanas.
El amor es un lobo que aparece para
comernos y en seguida expulsarnos niños.
Alejandra y yo éramos dos corazones de
caléndulas abiertas. Éramos también un beso en la frente donde nacen las flores
todas, esas que adornan caminos y lagos en suaves cabellos.
Porque
si el lobo aparece, a todos nos comerá…
Y el color de los párpados era la sonrisa
de un niño que pide limosna en la plaza pública, el ruego de una mujer que
descubre que será madre por cuarta vez. Como hojas de aquel cuaderno en donde
nació la poesía y la abrigamos y le cantamos cantos gregorianos para dormir.
De todo aquello sólo quedaron pedacitos de
pan tirados en la cama de las muñecas.
Lobo,
lobito estás ahí, ¿sí o no?
Yo era su pájaro azul, su canto de zapato
que rechina en el piso mojado y el alto santuario de las cosas que nos comen,
miradas de cera de gigantes que ya no saben rezar.
Ahí estábamos las dos, descubiertas por el
lobo: él envidia la inocencia del niño que siente el cuerpo ajeno, una hostia
bajo la lengua durante la primera comunión.
Duplicación del tren que pasa por la boca
del cielo y lo rompe como al jarrón de la sala.
Se nos destrozaron las ansias y la
infancia. Mis lentes se hicieron telarañas de recuerdos que no se pueden
confesar, porque no se saben de penitencia.
Un día callado, Alejandra se fue siguiendo
una tormenta de polvo y con ella mi memoria.
Ahora, se ven las nubes cargadas con el
agua de agosto. Yo, con la mirada baja, exhalo el tren de mi cigarrillo sobre
este barro.
Pulso de silencio
Mis
pies de tierra se vuelven lodo por sangre. Me han roto todas las rodillas. Me
tiro al suelo. Un nombre me obliga a levantarme.
El sol de esta mañana aparece agujereado.
Cierro los ojos. Ayer soñé que mi tío me
enseñaba a usar el rifle. Ahora paseo a la madrugada. Pido agua.
Que vuelvan los pájaros. Que canten. Ni
ruido de estrellas ni silencio de mi parte.
Mi mamá me dijo que el árbol de granada
madura el fruto en octubre. Es abril y se abre. El corazón también.
La cuaresma pasó y hay abstinencia. Que
nadie hable.
Los niños juegan a chiflar con los
casquillos. Mamá dice en voz baja: fueron ellos. Los polis juegan a las
escondidas. La loca del pueblo está desaparecida y a quién le importa.
Luna nueva
Esa noche se expande al recordarla.
¿Quieres ver?
Mientras las hojas del eucalipto invitan a
bailar a las de la jacaranda, mi papá y yo, sentados en el patio, jugamos a
exprimir luciérnagas. Las manos se nos llenan de luz. Él me mira callado. Yo le
pregunto si dios existe. Llora.
Las púas del alambrado se entierran al
tronco de los árboles. Volteo hacia el cielo.
Cuando la luna está nueva, no se ve. En
esto se parece a la muerte.
La oscuridad, anciana que comparte su pan
con los perros, nos pide de beber.
Ya no llores papá, ya no llores.
La noche es una niña miedosa. Yo, una mina
de plata. Mi papá se desvanece. En el corral el coyote chupa la sangre de la
gallina. O es la gallina la que bebe sangre de coyote. No sé, la humareda de
estas horas confunde a la vista.
Los becerros se murieron por comer
hormigas negras. Mi papá cura su vida con pastillas para el maíz. Su brillo de
luciérnaga se enciende y le sale por la boca. Cae al suelo como un mosquito. Yo
me tiro junto a él.
Irene Ruvalcaba
(Mexticacán, Jalisco, 1991). Es Licenciada en Psicología por la Universidad
Autónoma de Zacatecas y miembro del taller de creación y crítica de la misma
universidad; actualmente cursa la maestría en Literatura Hispanoamericana. Fue
becario del Festival Interfaz del ISSSTE Chihuahua en su edición 2016 y ganó el
primer lugar en el Certamen de Literatura Femenina Fantástica Felícia Fuster de
España en 2016. Ha publicado en revistas nacionales e internacionales.
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