Del poemario inédito "Maldits II. La tornada" de Alberto Ortiz
I
Yo que clarito vi
escaldar tu piel de bruja
manifiesto ante pueblo y
tribunal,
que no fui más pecador
que las sandalias
remojando sus correas en
el retrete.
Heme aquí, escarnecido y maltratado,
a expensas de un amor que
no divierte
ni al bufón, ni al
heraldo, pero se fuga
entre el do sostenido de
la flauta pánica.
Lo único que me sosiega
ante la tortura
consiste en un ardid
prejuicioso y maniqueo,
la deuda carnal que ahora
confortaría
este saldo maledicente de
encanto y maravilla.
Corto de voluntad me supe
enfermo,
loco de contento y
malbeneficiado,
así que sus paternidades
juzguen,
si razón o sin razón
tiene el enamorado.
Me pesa verla llorosa y
afligida,
frente a mí, compurgando
los ayes de placer,
mas he allí que hermosa
nos subyuga
y distingo el resplandor
bajos los hábitos.
Sea por Dios, que al fin
somos hombres:
el doliente vuelo del
caído ángel
y el temblor celestial
del hedonista.
He sido yo, no otro
legañoso lugareño
quien tiró el ancla y
tanteó los bajeles.
poca cosa, si bien se
mira, bagatelas
de un amante que no sabe
gobernar al viento,
mas tú, tifona, reinaste
sobre las tormentas,
tu granizo cae todavía
sobre el ajeno sembradío.
Tomado por la natura y
por el sieso,
hube de seguir los ojos
fascinantes,
honrar tus manos y besar
el anillo cabalístico,
frotar el unto, ajuarar y
alimentar al sapo.
Amarte en suma, como tu
fiel poseso,
bruja o demonio, nadie
sabe ni ya importa,
ante el altar de tu pubis
vide a Venus
y por el cabello mal
trenzado subí al Parnaso.
Todo era miel, el agujón
huido,
hasta que la purga asaltó
al castillo,
porque esta maligna
felicidad proscrita estaba
y eras una diosa de
barro, a veces hueca.
Mi madre vino, y mi
abuela, y mis hermanas,
todas prevenidas, en la
mano el gineceo,
para provocarme hosco
vómito con laurel
mandrágora, y romero, y
yerba santa.
No bastaron sus oficios
contras,
eras ya el tuétano de mis
huesos,
fue por eso, que te adosé
la hoguera,
y purifiqué mi ser con
tus lamentos.
Fui yo, no otro, lo
rubrico, lo confieso.
Sorbido y amancebado,
poco el mar y grande el buche,
saló la garganta y
deshidrató las mieses,
ella fue como el pliego
de la parra
que acoge al racimo
contra tiesos moscardones.
¡Qué desorbitada luz la
de sus ojos faros!
¡Qué apertura de sus
puertas venusinas!
y nada lerdo el cierre
con los goznes aceitados.
Cómo no perder el rumbo,
encallar y suicidarse
y luego, sorber el mosto
avinagrado del reposo
para trenzar la palma en
el ventral sosiego.
Cruzó por la mente
alienada mal el pensamiento
de que nupcias meritorias
en ínsulas baratarias
competían al agreste mozo
y a la sin par ninfómana,
mas ella no quiso más
maldita cosa
que resecar el manantial
del húmedo sueño.
Y así viví, muriendo
entre sus piernas,
que las tierras flacas,
la rapaz sequía y el yermo
una broma del señor, o
algún desquite
de la envidia y el enojo,
parecían.
Ahora despierto, y a la
pacífica distancia de mis sesos,
las albricias devengadas
hartan al bolsillo.
Me he visto desnudo,
hermoso, ninfo flagelante,
no he hallado más excusa
que la marca del decoro
y aliso la piel de asno
que guardé tras el armario,
por si ella, la malicia,
la querencia, retornara a su dominio.
Tras pisar sus huellas
vagabundas
me entré al bosque, era
verano,
y la penumbra cooperaba
del sofoco.
Aquí su pie pequeño dejó
marca,
acá un rastro de
hojarasca, y más allá
encontré el motivo de su
escape.
Primero la luna sin rayos
distrajo la visión del
parlamento,
pero a poco, conforme
oscurecía,
como un grabado de tinta
china
definieron claroscuros
sus caderas.
Sobre ella, amancebado
sinvergüenza,
y yo, sin creer sus síes
de entusiasmo.
Un extraño pavor me
detenía,
con los ojos posesos y
muy fijos
recordé que jamás se dijo
mía
por mucho que míos fueran
sus besos.
He salido al pueblo
alzando mi pregón,
la he llamado bruja, mala
hembra,
mujer perdida y demonio
de mi perdición,
a ninguno dije que
burlado en el despecho
claro estaba que poseí su
evanescente cuerpo,
pero no me supe dueño del
tierno corazón.
Desengaño:
una flor que asoma entre
el risco,
el ángel sin alas quiere
cortar,
olvida que sobre tierra
pierde pie,
caerá, de nuevo, y Dios
tiene brazos cortos.
II
Desde ayer, en ecos de
desvarío,
y la fuga de las palabras
que sollozan revocadas,
salinas,
frente al mar, allí
estabas, más Penélope,
esperando la savia y a
otro hombre.
El huracán de tilos,
acaso inquieto
y celoso del sauce
llorón,
barre la goma laca, y
naces,
del atroz silencio, cual
sílfide abisal.
Déjame verte, ciego y
eunuco,
para atarear la cuenca de
las manos
sobre tu pubis, al
recibir,
la piel que resbala
frente al cuerpo.
Ya vas y vienes mientras
que apenas voy,
y nunca vengo por tu
acoso de fantasma,
sea el que cante ido,
brillo apagón en tus
pestañas.
De repente has sido luz,
las vestales de la
Alhambra,
que se ríen añosas,
medias lunas,
tras la celosía.
Han ido tras de ti los
parias,
la loca de la casa,
perturbables abrojos
del sembradío,
fundaron los viñedos
para alimentaros.
Ay, y mira cómo tomas el
cuello de la turba,
ay, y cómo te arriesgas
sobre zancos,
vos, que hubieras dado
pan y circo
por lamer el pulso de sus
ansias.
Dejada del filamento
que corta la presión,
vas cual agua en cauce,
sometida a los juegos
ilusorios,
rendida y fálica.
Este sueño que vulgar se
tiende
sobre la sábana sin
hueco,
desviste la ocasión y te
la guarda.
De nuevo el eco, el olor,
el crujir de la retama,
una piedra al vuelo
abre la frente del niño,
fiel vocero.
Amaneces colgada del hilo
que cardaste.
No han podido soportar
tus negros ojos.
Los duendes, que te
vieron y avisaron a los guardias.
El tejido en las
esquinas, carcome.
Cicatrizan los arañazos
de la espalda.
Vendrá el forense.
Cortará tus uñas.
III
El mal no existe.
Me lo digo a diario.
Lo repito hincado frente
al santuario de mis dioses.
El mal es el vacío. La
ausencia.
No tiene cuerpo. No tiene
nombre.
No vive en mi bajo
vientre, ni produce testosterona.
No tiene vagina. No tiene
pezones rosas.
El mal parece un simple
movimiento de caderas.
El paso que lleva a la
nariz hacia el libre albedrío.
Por eso algunos eligen
caminar descalzos.
Otros seducen al zapatero
celeste.
Mis sandalias, en cambio,
fueron regalo del abuelo,
un domingo, por finales
del invierno. De cuero y grandes.
Aquiles ha muerto, por
cierto.
Las ojeras son magnolias
que crepitan,
oye cómo tiemblan, las
cobardes.
Hemos visto partir al
odio, era una estampa lúdica y lejana,
con su caldo freímos
alcaparras.
Una calabaza rio sobre el
borde del cazo de cobre.
Pero el odio ha vuelto ya
y nos ha tocado
con su dedo de hielo
insano de Groenlandia.
Clausuramos el fogón
decente,
ahora exigimos del
ayuntamiento cien compresas,
algunos costales de
arena, una red,
el espíritu del mártir,
una cueva, al menos,
la bocina desde donde
podamos lamentar la sed.
Nos han dicho, esos
taimados socios del cabildo,
que aguantemos, que las
amapolas también lloran cortes de navaja.
¿Qué me importa?
¿Qué consuelo se
desprende de ver que el mundo bebe sufrimientos?
Yo no masco las hojas de
coca,
en mi jardín florecen
otras hierbas.
El odio duerme sobre mi
cama, como el gato.
El odio tiene pesadillas
con nuestra carne.
Algo dijo entre sueños.
Que la debemos y la
pagaremos, creo.
El odio presume de ser el
mal.
Si eso es cierto,
si al menos por un minuto
pudiéramos culpar al odio,
elegiría a quién
malignizar,
diría entonces que cierta
mujer me traicionó,
y ella es la primigenia
causa del mal,
es decir, aqueste dolor
intravenoso,
porque, ingrata, ya no me
quiere.
O mejor aún, en realidad
jamás me quiso,
y fueron sus gemidos
libidinosos
la falsedad de la Diana
enamorada.
La tormenta no alcanza a
borrar su rastro cascabel.
Así que reúno todo mi
pesar y pesadumbre,
amalgamo el sentir y el
sentimiento,
reparo al golem híbrido
y lo hago atragantarse
con palabras de venganza.
Soy el duende, el
imperturbable,
ella deberá pedirle
perdón a su padre o a su madre,
nunca a mí, que crezco
como Atila sobre Europa.
Quiero que ella sufra, se
arrepienta,
Invoque y se abata
suplicándome de hinojos.
Pero he aquí que esta es una
mujer, misógino, no lo olvides,
el declive del universo
paralelo,
el hoyo negro de la
teoría del caos.
Un número dígito que
falta, no resta, no suma, no divide,
un microcosmos de ficción
que dicta sus propias reglas,
mientras pasa la mano a
contrapelo sobre la espalda de las ratas.
Y yo pierdo, de nuevo.
Y de nuevo retorno al
altar improvisado,
donde el ídolo vive por
mis ojos,
a rogar y a romper las
vestiduras,
a pedir remedios contra
el mal que bien conozco,
a curar el odio con
palabras.
Porque sólo me queda la
voz, después de su desprecio.
Así escribí un maldit, por ella y a su memoria. Dice:
Alberto Ortiz (Nochistlán, Zacatecas, 1965). Docente investigador de la UAZ, profesor de la Licenciatura en Letras. Lee y escribe, bien y mal, respectivamente. Publicaciones
en el ámbito de la creación literaria: Ideario (Zacatecas, Instituto
Zacatecano de Cultura, 2004), La vocación del humo (Zacatecas, Ediciones
Culturales, 2006), Fantasmagorías (México, Terracota, 2009), Desmembranzas
(Guadalajara, El viaje, 2010), Maldits (Zacatecas, Policromía, 2015), Tenamaztle. La piedra de fuego (Zacatecas, Crónica del Estado de Zacatecas, 2016).
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