Dos cuentos de Humberto Mayorga
Día cero
Ante el pánico que se desató por la trifulca, Jonás
la abrazó atrayéndola hacia su pecho. Ella pudo sentir cómo el corazón brincaba
sin parar, quizá por tenerse otra vez tan cerca o por el miedo que sintieron. Cuando
la gente cruzó la plaza principal la chica llevó su mano izquierda al pecho de
él. Los gritos de las mujeres se
mezclaron con la intensidad de la balacera durante un ajuste de cuentas entre
el crimen organizado. Jonás alcanzó a tocar con sus labios el cuello de Sara
anticipando el olor de su frescura natural. Sus pupilas dilatadas denunciaron
el deleite como si fuera una primera cita y el inicio de otro ciclo.
Por encima del hombro de
Jonás, Sara contemplaba cómo el caminar pausado de los ancianos, que jugaban
dominó cerca del quiosco, se convirtió en polvo. El sonido de las balas
despertó la curiosidad de personas que pasaban cerca del lugar sin hacer nada
al respecto. El ruido de los autos se fue perdiendo durante el bullicio. Su
abrazo se hacía cada vez más fuerte. Jonás musitó algunas palabras al oído de
Sara mientras una lágrima recorrió su rostro.
Las patrullas no
aparecieron. Entre la multitud y la huida de sujetos armados se fue apaciguando
el llanto: un niño al quien le robaron a su madre, una mujer que se miró sin su
marido, el perro que se quedó esperando a su amo y un árbol chamuscado por el
impacto del coche que incendiaron. Para ellos, su alrededor quedó en silencio.
Se fundieron en uno solo como apartándose del mal, bajo una banca. Se escondían
de los otros para salvarse. Ella rezó el padre nuestro. La fe que todo lo puede
no apareció al instante.
Una mañana anterior, Jonás
fue a la joyería a comprar aquel anillo que Sara siempre le había insinuado. La
cena estaba prevista, quedaron de verse justo en esa plaza. Él estacionó su auto
cerca de un árbol, bajó impaciente a saludarla y entonces la furia se soltó.
Mientras la gente empezó a huir de los disparos, él la llevó bajo la banca.
Alcanzó a tomarla de la mano hasta llegar al sitio en el que terminaron
abrazados. Se musitaban al oído, sollozaban muy quedo. Apretaron sus manos,
cerraron los ojos y disolvieron sus labios en un último beso. No se dijeron
más. Uno de los dos sufre la ausencia.
La huida
Supones que
marcharte es la solución, te despides del geranio que un día te regalaron. Las
esperanzas son colocadas dentro de una maleta. El primer taxi que pasa frente a
tu casa sabe el rumbo exacto de la nueva dirección. Mientras intentas evadir la
conversación del conductor miras a lo lejos los condominios, rezas para que un
día los niños vuelvan a tomar las calles sin preocupación de sus padres.
Imploras por la paz que se han llevado los malos gobiernos junto con la
confianza al prójimo.
Los neumáticos continúan el trayecto; por última vez contemplas el
paisaje que te vio crecer, los pensamientos se cruzan, el ir y venir del tiempo
te hace pensar que dejarás tu pasado. Cierras los ojos para evitar que caiga
una lágrima, giras la cabeza a la derecha;
por la ventana del vehículo se observa un sol bravío, el viento golpea
la cara, aprecias algo de humedad. Los rayos de luz te socorren a soltar el llanto
contenido en las pupilas.
La central de autobuses tardó menos de quince minutos en aparecer frente
a ti. Después de pagar al taxista una cuota alta y desear buen viaje te da una
palmada, agradeces la intención. Piensas que tal vez jamás vuelvas a escuchar
palabras cercanas a la honestidad. Sigues sin tener en claro que alejarte sea
lo mejor.
El autobús está en marcha, mientras recorres las calles principales de
la ciudad, colocas los auriculares en tus oídos: no quieres escuchar los ecos
de las balas y los aullidos de las viudas que se siguen incrustando entre
cerros de una ciudad violenta, de una población que sobrevive al disparo que
dio muerte a los tuyos.
Aprietas los ojos con fuerza, cierras el puño donde contienes toda la
frustración acumulada. Ya no quieres sentir el dolor de vidas plantadas en el
hastío y otras tantas en los camposantos.
Sólo a la muerte dejas acompañada de la injustica.
Irte es la solución, te confirmas. Mientras la música te dice “Imagine”
inicias el sueño. Si mal no calculas han pasado dos horas hasta que el brusco
traqueteo del transporte y los gritos de los pasajeros te despiertan. El
zumbido de tus oídos te estremece, casi no se escucha nada. Entre una niebla
espesa logras ver un cúmulo de gente hurgando las pertenencias ajenas. Son
lobos al acecho de presas indefensas: carroña.
A pocos centímetros de tus párpados ves cómo la linterna de un
paramédico ilumina tus pupilas y escuchas sin la menor sorpresa:
Hace mucho tiempo que murió.
Humberto Mayorga (Sombrerete,
Zacatecas, 1982) es licenciado en Educación, egresado de la Benemérita Escuela
Normal Manuel Ávila Camacho. Ha cursado talleres y diplomados en formación
literaria oficiados por Universidad Autónoma de Zacatecas y el Instituto
Zacatecano de Cultura como: “Estructura del cuento” por Antonio Ortuño.
Ha colaborado
en revistas con cuento y poesía, tales como EbocARTE,
La rabia de Axolotl y el suplemento
cultural Crítica del diario NTR Zacatecas.
Formó parte de
espacios literarios independientes y talleres oficiados por Poética en el
Encuentro de escritores 2015 “Cómo dibujar una novela” por Martín Solares y
“Cómo escribir una novela” 2013 y 2016 por Jaime Mesa.
Fue
seleccionado como participante en el taller literario de Martín Solares “Se
buscan escritores” durante los meses de Mayo-Octubre del 2016.
Actualmente
colabora con el suplemento cultural La
gualdra, diario La jornada,
Zacatecas.
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