"Corpus delicti" (técnica mixta)
Luis Carlos Fuentes
Despiertas. La cruda es terrible. Te
sientas en la cama para disminuir la presión del torrente sanguíneo en tu
cerebro. Cada pulsación te explota en las sienes. Bebes un vaso de agua. Un
minuto después corres al baño para devolverla. Tu aparato digestivo se declaró
en huelga etílica. No aceptará nada de líquidos, nada de alimentos. Se venga de
ti saboteando el proceso de rehidratación. En el excusado descubres
salpicaduras secas de vómito. Pellejos de jitomate, bilis. No recuerdas haber
vomitado la noche anterior. De hecho no recuerdas nada, ni cómo llegaste a
casa, a qué hora, de dónde, ni la cantidad de alcohol y cigarros consumida.
Vuelves el estómago con intensas arcadas que te provocan puntos rojos en el
rostro, diminutos derrames por el esfuerzo. Mientras te lavas la boca tienes la
sensación de que algo pasó anoche. No puedes pensar con claridad. Necesitas
beber algo menos agresivo para el estómago: una coca, un café, una cerveza,
¿cómo agua?, y reponerte, de lo contrario será un día de trabajo perdido: la
exposición es en menos de una semana y te falta pintar tres cuadros. No debiste
beber tanto. O nada. El alcohol sólo empeora tu depresión. De por sí ya está
grave. Has pensado en consultar al psiquiatra pero no lo haces porque tu
mediocridad merece un castigo. Tienes cuarenta años y no eres nadie. No es
culpa del público. El arte te ignora, se burla de ti. Los críticos te ignoran.
Tus obras son un desperdicio de madera y lienzo y pintura. Tienes un sótano
lleno de ellas, “el basurero”, como lo llamas. Las exposiciones donde has
participado fueron financiadas por ti. Los cuadros que vendiste fueron
comprados a precios ridículos. ¿De qué te sirve tanta academia, tantos viajes,
tanto museo? Mierda con currículum, pero mierda al fin. ¿Dónde estuvo el error?
Te acabaste la herencia de tus padres en las escuelas privadas más caras del
mundo, casi tan caras como los amigos que frecuentabas y las mujeres que
pretendías. Vendiste el negocio familiar. Yo no soy administrador, decías, soy
un artista. Ahora piensas vender esta casa. Ya no tienes para mantenerla. No
hay jardinero y el jardín es una selva con riego automático. No hay sirvientas
y la porquería se mudó a vivir contigo. Mejor véndela y que ella te mantenga a
ti, otros años cuando menos, comprando los materiales más caros, la tela más
fina, pintura de importación. Gastaste todo ese dinero y no aprendiste a
generarlo. Antes no importaba. Era una inversión. Pero ahora que no eres capaz
de crear una obra que te distinga de cualquier otro mortal mereces un castigo.
Por eso la necesidad de arrastrarte por la mugre, de abandonarte a la deriva,
de llegar al fondo, de destruirte con tu sufrimiento. No te importa nada.
Sientes la necesidad de revolcarte en el lodo, de ultrajarte, de hacer
cualquier cosa que te haga perder la dignidad, el orgullo. Beber hasta morir.
Buscarte una madriza. Cogerte un perro muerto. Mendigar, mutilarte, tragar
caca. Vender tu cuerpo por unos pesos. Adquirir un chancro, un sida, terminar en
prisión o en el manicomio y procurarte una muerte vil, si la muerte te
considera digno, para expiar tu culpa, para terminar con tu frustración, tu
mediocridad, y de paso con tu cruda, que promete ser eterna a menos que hagas
algo. Te bañas. Te vistes. Bajas a la cocina a preparar café. El perro está muy
inquieto, no para de ladrar. Ya está viejo, pobre Larson. Un día de estos
también te deshaces de él. Come mucho y ensucia mucho. Igual que tú. Pero él no
es tu dueño y no te mantiene y no puede deshacerse de ti uno de estos días.
¿Qué hora será? El reloj de la cocina ya no tiene pila. Parece mediodía. Das un
pequeño sorbo al café, apenas un aviso preventivo para tu estómago. Un cigarro
podría ayudar a reactivar los procesos de tu organismo. En tu estudio siempre
hay cajetillas nuevas. Allá te diriges, el café en la mano temblorosa. Tienes
que comer algo, un caldo, un menudo. Entras a tu estudio y desde la puerta lo
ves. Tu ojo de pintor se regocija. Es magnífico, nunca has visto un cuadro
igual. Tanta fuerza, tanta seguridad en los trazos. Tu memoria empieza a
funcionar acicateada por el encanto de la obra, te dice que ya la has visto
antes, sí, la viste anoche, tú la creaste. Te enorgulleces. El talento
finalmente fluye en ti. Pero hay algo más. Algo desagradable. Un daño
colateral. En tu mente ves un cuerpo sin rostro. ¿Qué hiciste? Te aproximas al
cuadro y lo examinas. Esto no es pintura. Parece sangre. Es sangre. Y al centro
del lienzo un agujero. Como de bala. Empiezas a recordar. Vagamente. Sales al
jardín. Recuerdas el jardín de noche, oscuro. Recuerdas que buscabas una pala.
¿Ibas a cavar? De pronto ya no necesitas hacer más esfuerzos mentales. Todo
está ahí, frente a ti, la imagen completa. El cadáver desnudo entre el zacate
crecido, lampiño, sus tetas duras pero falsas, su pene aguado pero auténtico,
el rostro destrozado por la misma bala que después del tabique y el occipucio
agujeró el lienzo en el estudio. Al lado sus ropas baratas de travesti de
esquina. Por allá la pala. ¿Y el hoyo dónde? Te dio hueva cavar, ya recuerdas.
Estabas tan borracho que no podías ni mantenerte en pie. ¿Cómo ibas a cavar? Lo
dejaste para hoy. Sabes que en esta casa nadie más entra. El marica podía
hincharse al sol sin que nadie lo descubriera. Sientes remordimiento. ¿Por qué
lo mataste? No eres un asesino. Ha debido ser un accidente, tratas de
convencerte, aunque tu otro yo, el de adentro, te grita que sí lo mataste, sin
decirte la razón. Eres un asesino, te repite. Sabes que lo mataste a sangre
fría. ¿O fue casualidad que su cabeza escupiera la bala y los sesos justo
frente a un lienzo en blanco? Es posible, no probable. Y a todo esto, para
empezar, ¿qué hacía él en tu casa? ¿Desde cuándo te juntas con vestidas? Tú lo
trajiste, eso es seguro. Nadie se mete a robar usando tacones y minifalda.
Quisiste pasar tu límite. Revolcarte con lo abyecto. Metérsela a un escoria
rumiando lo bajo que has caído. Y por eso le disparaste. Porque te gustó.
Porque después de venirte en su intestino lubricado con heces quisiste vengarte
del objeto de tu degradación, como el alcohólico que rompe la botella
arrepentido de su exceso. Mejor te hubieras cortado la verga en lugar de
desquitarte con ése. ¿O pasó de otra manera? Supón que lo trepas. En la peda
piensas que es mujer. Vienen aquí. Beben. Filosofan. Le hablas de tu medianía.
Se confiesan. Él te dice que ya no quiere vivir prisionera en ese cuerpo de
hombre. Te pide, te ruega, te suplica que la liberes, y tú, conmovido, ebrio,
le disparas casualmente frente a un lienzo vacío con la .357 Mágnum que te dejó
tu padre. ¿Pudo ser? Todo es posible. Las variantes son infinitas, y a veces la
más absurda es la más cierta. Nunca sabrás qué pasó en verdad. Tendrás que
escoger la versión que más te guste, que más te convenza. La que te dé paz y
tranquilidad. Lo único seguro es que si está muerto, o muerta, es porque tú lo
mataste. De la impresión hasta la cruda se te había olvidado. Tienes que
calmarte, pensar fríamente. No te importa ir a la cárcel si te encierran por
mediocre, pero no por homicida. La etiqueta es lo que te molesta. Que algo que
hiciste una sola vez, sin desearlo, se convierta en la definición de tu
esencia. Y claro, también está el remordimiento. Pobre joto, qué culpa tenía.
Si se comprueba tu culpa tendrás que vivir lamentándote… pero si no se prueba
nada es como si nada hubiera pasado. Vuelves a la casa. Te sirves otro café.
Reflexionas. Larson sigue ladrando. Está excitado. ¿Será por la presencia del
extraño? Pobre, no sabe que está muerto y que no representa una amenaza. Lo
primero es calmarlo, tanto ruido no te permite pensar. Le sirves croquetas y
agua fresca y notas que está atado a su correa, aunque él siempre anda suelto
por el jardín. No recuerdas haberlo atado tú. Pero quién si no. Pudiste hacerlo
para evitar que mordisqueara un muslo de la loca, o que regara sus ropas por
todo el patio. El perro qué va a saber de pruebas incriminatorias. Lo
acaricias. Él come. Se tranquiliza. Tú te tranquilizas también. Haberlo
amarrado te transmite cierta confianza. Significa que estabas ebrio pero
pensabas con la cabeza. Ahora supones que es el miedo y no el alcohol la causa
de tu desmemoria. Tal parece que fuiste cuidadoso. Ya no te preocupa tanto que
alguien te haya visto levantar al travestido y llevarlo a tu casa. Tomaste
precauciones, no porque planearas matarlo, sólo porque no querías ser visto con
él. Quizás el taxista que los trajo… pero nunca sabrá que no salió, que está
muerto, y para que no lo sepa nadie su cuerpo bisexuado tendrá que permanecer
aquí. Habrá que terminar de enterrarlo. Por lo pronto no podrás vender la casa,
no vaya a ser que un fuego fatuo te delate con los nuevos propietarios. Habrá
que borrar las huellas de sangre en el atelier, aunque en realidad ni se notan
con tantos manchones de pintura que hay en el piso y las paredes. Tendrás que
deshacerte del cuadro. Quemarlo bastará. Y sobre todo, debes encontrar la
pistola. Hasta ahora no la has visto ni en el taller, ni en el jardín. ¿Dónde
la habrás escondido? Te ocuparás después de eso. Primero lo primero: comer
algo. No te convence la idea de cavar crudo bajo el sol. Calientas una sopa de
microondas. Bebes dos cervezas heladas. Prometes no volver a emborracharte.
Tienes miedo de ti mismo por lo que hiciste, y más porque nada garantiza que no
lo volverás a hacer. ¿No sería alcohol el brebaje secreto del Doctor Jekyll? Al
terminar la sopa sientes ganas de vomitar. Respiras hondo. No vas a permitir a
tu estómago que te domine. Sales al patio y cavas, a la sombra, bajo un árbol.
Está cabrón el sol. Después de tres horas aún no has terminado. Haces una
pausa. Bebes otra cerveza. Ya te sientes mejor. El ejercicio físico te ayudó a
sudar el malestar. Cavas otra vez y dos horas más tarde ruedas el cuerpo. Cae
bocabajo. Así lo dejas. No te fijas dónde avientas las primeras paladas de
tierra, en la nuca rota o en las nalgas inyectadas. Cuando llenas el agujero a
la mitad apisonas la tierra con los pies. Si está muy floja no va a caber toda.
Sigues rellenando. Al final vuelves a colocar el pasto. Lo riegas. No tardará
en volver a crecer y toda huella externa quedará borrada. Otra pausa, otra
cerveza. El esfuerzo te ayudó también a sudar el miedo y el remordimiento.
Quemas los zapatos toscos, el vestido, la ropa interior, la peluca
ensangrentada. El bolso no. Ése lo tirarás más tarde en un basurero lejano con
todo su contenido. Utilizas un bote completo de combustible para barbecue. En
el mismo fuego metes las colillas con marcas de labios rojos que recoges del
taller, también los periódicos que acostumbras poner en el piso para protegerlo
de la pintura y los solventes derramados. Se produce mucho humo. Temes llamar
la atención pero el periódico se consume rápido y al humo se lo lleva el
viento. Lavas los vasos sucios de lipstick grasoso. Al parecer no hay más
rastros de su paso por tu casa. Claro, están sus huellas digitales en la
perilla de la puerta del baño, en el cuero del sillón, y sepa la chingada dónde
más. Su ADN en la bala incrustada en la pared, en las gotas de meados sobre el
borde del retrete, y si le dio por cagar, en los papeles del cesto de la
basura. Procedes a una limpieza general de la planta baja. Profunda.
Exhaustiva. Como nunca la habías hecho. De paso buscas la pistola que sigue sin
aparecer. Cuando cae la noche te cae el hambre. No apareció el arma. No sabes
dónde más buscar. Mejor dicho sí sabes: en todo el jardín, en la cochera, en la
planta alta, en el sótano. Pudiste haberla escondido en cualquier lugar. Pero
por hoy estás harto. Tienes que comer algo para reponer los carbohidratos
perdidos por la cruda y por la friega. Tomas el bolso, la bala chata y sales en
tu auto. Al regresar una hora después devoras el megacombo, ya más tranquilo,
porque durante todo el camino tuviste la impresión de que te seguían, que todos
te miraban de un modo extraño, como si se proyectara en loop sobre tu rostro un video de la muerte del marica. Por eso
cuando te tocó esperar el siga junto a una patrulla fingiste sintonizar la
radio para voltear el rostro. Y cuando llegaste a ese barrio solitario pensaste
que te sentirías más seguro en el abandono de las calles, pero pasó lo
contrario. Tu inquietud aumentó. Entre tanta calma tus movimientos se te
figuraban como bajo un reflector. Aún así lanzaste la bala desde el coche, a un
terreno cercado con malla ciclónica. La bala rebotó en uno de los postes que
sostenían la malla y cayó a media banqueta. Si hubieras querido darle no le
das. Así es esto. Te bajaste y la lanzaste de nuevo. Unas esquinas más allá
encontraste un montón de basura. Buen lugar para tirar el bolso de plástico
imitación piel. Deprisa inventariaste su contenido. Una llave, condones, pinzas
para depilar, maquillaje, y tu cartera. ¡Pinche puto! ¡Ratero! No celular. No
identificación. Mejor, sin nombre pesa menos. Metiste todo en una bolsa negra,
la amarraste y la dejaste sobre el montón de basura. Una más ni se notaba. De
vuelta a casa te detuviste en el primer autofastfood que encontraste. ¿Cómo
habrías pagado si no hubieras recuperado la cartera? Ni cuenta te habías dado
que no la llevabas. Y ahora que estás terminando de comer las papas aceitosas
te llega el cansancio. No quieres ir a dormir sin haberte deshecho del cuadro.
Decides primero reposar un rato la comida. Ver la tele. Relajarte. Subes a tu
habitación. Agarras el control. Te dejas caer en la cama. Al acomodar tu almohada
encuentras debajo la pistola. ¡Estuvo ahí todo el tiempo! ¿Será por eso que
amaneciste con ese dolor de cabeza tan exagerado? Un pendiente menos. Dudas si
ocultarla o deshacerte de ella. Ni una ni otra. No es necesario. La guardas
bajo el colchón después de reponer el cartucho faltante. Sientes necesidad de
fumar. La cruda se ha ido. Quizá una cerveza con el cigarro. Bajas a buscarlos
a la cocina, al atelier, y nuevamente, al entrar, te impacta la belleza salvaje
de tu obra, un universo rojo en explosión alrededor del hoyo negro que dejó la
bala demiurga, el soplo divino de ese big
bang que primero mató para luego dar vida. La destrucción convertida en
creación. Te sientas en un sofá frente al cuadro. Prendes el cigarro. Destapas
la cerveza. No apruebas tus actos. Disparar a la gente no es bueno. Pero
tampoco puedes dejar de sentir cierta emoción. ¿Es efecto de la adrenalina? No.
Es el efecto del arte. De pronto te sientes diferente. Te sientes otro. No
encuentras en tu alma rastros de desencanto, de tristeza. Piensas en el tú de
hace unos días y no te reconoces. No eras el artista maduro que en este momento
contempla orgulloso su primera obra maestra. Quién iba a pensar que sí era la
muerte la única que podía terminar con tu depresión, pero no la muerte tuya, en
eso te equivocaste, sino una muerte cualquiera, oportuna, bien colocada. En una
palabra: estratégica. Sabes que este cuadro es el principio de la consagración.
Si para algo eres bueno es para reconocer la originalidad, generalmente ajena,
hoy propia. El mundo no ha contemplado nada parecido, y por eso mereces un
lugar entre los grandes. Sólo tienes que esperar a que seque completamente para
darle una mano de barniz. Pero eso será mañana. Esta noche, sin embargo, vas a
darle el último toque. No puedes esperar. Hasta que no lo hagas seguirás sin
existir en el mundo del arte. Tomas un pincel. Lo llenas de pintura negra. En
la esquina inferior derecha escribes tu nombre. El cuerpo del delito rubricado.
¿Te atreverás a mostrar tu obra?
Sin público no hay consagración.
Por ahora no quieres pensar en eso.
Te acomete un arrebato creativo. Preparas un lienzo en blanco. Lo colocas sobre
el caballete. Subes por la pistola y sales al jardín. El viejo Larson mueve la
cola de emoción cuando sueltas su correa…
*El cuento
pertenece al libro Mi corazón es la
piedra donde afilas tu cuchillo, Ediciones Era, México, 2014.
Luis Carlos
Fuentes Ávila (México DF., 1978), editor, narrador y guionista, es egresado
de la Escuela de Escritores de SOGEM y de la Escuela Superior de Estudios
Cinematográficos de París. Ha publicado los libros de cuentos Palma de Negro (ganador del premio “Manuel José Othón” 2007)
y Mi corazón es la piedra donde afilas tu cuchillo (Ediciones
Era, 2014). Ha colaborado en el periódico La Jornada San Luis y en las revistas Ruta
sin Límite, Por Amoralarte, Los Perros del Alba e Itinerario. Ha sido incluido
en las antologías Luna nueva sobre Babel y Cuentos potosinos. Recibió de IMCINE el Estímulo a Creadores Cinematográficos
(Escritura de Guion) con Belzebuth, de próximo
estreno (Emilio Portes, 2016). En 2008 y 2011 fue becario del FECA de San Luis
Potosí, y fue ganador del Ier Taller “Fernando Méndez” de guion de largometraje
de terror convocado por IMCINE, SOMEDIRE y otros. Impartió cursos de guion de
cine en el Centro de las Artes de San Luis Potosí durante cinco años, y fue
guionista de OnceTV (del IPN) del 2011 al 2014. Actualmente es editor en
Planeta México.
Derechos
reservados © Fuentes, Luis Carlos,
Mi corazón es la piedra donde afilas
tu cuchillo, Ediciones Era, México, 2014.
|
Comentarios
Publicar un comentario