El fingidor

Edgar Alberto García



El tipo se desmaquillaba frente al espejo. De vez en cuando, se asomaba por la ventana y suspiraba. No lo podía creer. Hacía mucho que su esposa y su hija se habían ido. Estaba solo en aquella casa descuidada, con restos de una vida disoluta acumulados por los rincones. Se quedó mirando sus arrugas, cada vez que pasaba la toalla húmeda por su rostro aparecía otro que no era él. No lo podía creer. Todos estos años lo habían convertido en una burla. Se asomó por la ventana. Era de tarde y en el horizonte se formaban nubarrones. Arnoldo pensó en el fin del mundo. No iba a tardar, mientras lo esperaría con una cerveza en la mano. Se despatarró sobre una silla y si no fuera porque de vez en cuando parpadeaba y suspiraba y se llevaba las manos a la cabeza nada lo hubiera distinguido entre una escena tipo Edward Hopper. Sonaba por un cacharro la canción Love Gun. Más temprano se había juntado con los muchachos para hacer un hueso en un centro comercial. “Y ahora con ustedes... ¡Destroyer!” Eso había escuchado tan solo unas horas antes y, no lo podía creer, sería la última. Se asomó y el fin del mundo no llegaba. Armó un porro sin considerar la talla y sintió cómo la soledad le resbalaba por la frente en forma de sudor. Afuera, en otras ocasiones, siempre se veía a las vecinas parloteando o se oía el pateo en la bola de los niños, pero era como si todos esperaran el fin del mundo dentro de sus casas. Advirtió, sin más, que siempre lo habían acompañado en la vida sus discos y su guitarra, “La lata” y se consoló un poco, ni en los tiempos más difíciles cuando las drogas costaban más y los pañales todavía más se le hubiera ocurrido empeñar esos trastos. El cielo empezaba a tronar y le entró pánico. Sonaba Sure Know Something. Dejó de ver por la ventana y fue a sacar del estuche a La Lata, porque él era Spaceman y había que tomar las cosas con seriedad. Se la colocó por el talí y alborotó su cabello. No lo podía creer. Todos estos años lo habían convertido en un payaso al que habían abandonado su mujer Roxana y su hija Beth. Pasó saliva, destapó otra cerveza y fue por el maquillaje, para ese entonces ya sonaba Charisma. Frente al espejo se embadurnaba la cara de blanco, después trazaba, mal que bien, el antifaz con negro y plata. Ya no sabía si sucedía un temblor a causa del fin del mundo o sólo estaba nervioso. Se dio cuenta de que entre más se maquillaba más se parecía así mismo. –No debí apostar de esta manera, se dijo sintiendo lástima por sí mismo. Se veía la amenaza por la ventana y tocaron la puerta. 



Edgar Alberto García (Estado de México, 1983). Radica en Aguascalientes. Alguna vez fue becario del PECDA y publicó en periódicos y revistas locales, también participó en lecturas e intercambios literarios. Actualmente trabaja de free lance y escribe una novela sobre extraterrestres y narcos. 

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