Fruto verde pero marchito
Óscar Édgar López
(VERSIÓN ROCK DE PLAYA)
Habíamos llevado
hasta la orilla del mar un par de sillas, veíamos a las olas estrellarse, luego
a la espuma retornar al océano. Los cangrejos, los mosquitos, todas las otras
criaturas hacían lo mismo: se detenían en un punto apacible y contemplaban al
jefe mar rugir poderoso, imponiendo su presencia como un viejo que detesta las
visitas en los domingos.
Marcela
me había invitado a pesar de que le confesé que no me gustaba viajar, a pesar
incluso de que no tenía un peso en la bolsa, me rogó para que la acompañara. Lo
pensé unos minutos mientras veía una araña enredar a una mosca sobre la ventana
de la cocina. Resolví que estaría bien si salía un momento, podría pasar una
semana muy cómoda en la costa, con todos los caprichos pagados. Tampoco era un
tormento.
Fuimos
a la playa con Antulio y Mersilda, una pareja de maestros universitarios que
eran amantes y no podían frecuentarse con libertad en la ciudad; Clara, hermana
del maestro, Miriam, una niña de siete años sobrina de Marcela, ella y yo.
Por
suerte Mersilda había pedido prestada una camioneta a su padre, no tuvimos que
lidiar con los transportes públicos, pero sí con el endemoniado mp3 de los cien éxitos de Barney que la
ridícula sobrina adoraba; alcancé a contar cinco re inicios, más seis del track
quince que la chiquilla cantaba con especial tono de rata atrapada.
Marcela
iba a mi lado, la estimaba, pasaba buenos ratos con ella, me excitaban mucho
sus senos enormes, en realidad enormes, me regalaba cerveza de su bar, me
compraba cocaína los sábados, aunque ella no inhalara, sólo para que me
mantuviera firme. Ponía la mano sobre mis huevos, los acariciaba cuando se hacía
la dormida, con la cabeza apoyada en mi hombro, se creía que aquello me
gustaba, hacerme sentir como el muñeco en el pastel de la boda.
Clara
se había sentado a un lado de Marcela, con ella terminé de convencerme de
viajar, la conocí mientras subía el equipaje a la camioneta e intentaba
contestar las miles de preguntas que me hacía Miriam; llegó con su hermano, era
bonita como un adagio de Shubert y como todo lo que es contrario a la feo.
Mientras
las ruedas nos conducían fuera de la ciudad me gustó verla recargada en la
ventanilla, reír con la plática de su hermano, dejándome ver la hermosa sonrisa
que coronaba la blancura de su piel y los grandes y brillantes ojos claros con
los que iluminó la impaciencia que me producía Marcela, todo el tiempo besando
mis mejillas, mi cuello, mis orejas.
La
primera noche en la playa, cuando terminamos de cenar y habíamos bebido unos
tequilas, Mersilda y Antulio se perdieron en el prolongado litoral, Clara se
había sentado a un lado de la modesta fogata que hicimos para cocinar, veía las
llamas crecer alimentadas por los vientos de la próxima tormenta, semejaba
tanto a una estatua del Quatrocento.
Marcela y yo estábamos frente al mar sentados en las sillas que el dueño de una
ostionería nos rentó por cincuenta pesos. La luna era norme y resaltaba la
silueta espesa de la selva. Estaba aburrido de la plática de Marcela, de su
aparente estilo desenfadado de vivir, un estilo en el que imperaba hacer notar
a los demás que vivían mal, que lo correcto era fingir respeto por la vida,
este respeto consistía en exagerar el hipócrita miedo a la destrucción del
mundo. Ella todo el tiempo pregonaba el derecho de los animales y las plantas,
pero no entendía la mínima diferencia entre arbusto y matorral.
Fingí
que tenía sueño y que no podía seguir contemplando la noche. Dentro de la casa
de campaña acomodé unas cobijas para acostarme, ya debajo de ellas sentí a Marcela
que abría la puerta, se desnudaba y comenzaba a tocarme, ella había creído que
la estaría esperando, pero sólo quería descansar de su palabrería, de su “buena
vibra”.
Me
hice el dormido, se vistió y fue a la otra casa de campaña con la sobrina.
Cuando noté que todos se habían acostado la imaginación me hizo prever que si
me arriesgaba tendría suerte con Clara, había notado que me veía cuando Marcela
me tenía atrapado en su melcocha, su mirada era compasiva, yo leí en ella: ven
conmigo.
Abrí
el cierre de la casa donde ella dormía y la encontré despierta, me dijo hola,
acostada con la mano izquierda sosteniendo su cabeza. Me acerqué a sus labios,
le besé el cuello, ya estaba en sus pezones cuando me apartó para pedirme que
saliéramos a caminar, a conocer el pueblo, agregó ya dando los primeros pasos.
Apenas
habíamos avanzado unos metros escuchamos que nos llamaban, era Miriam, venía
corriendo, le pidió a Clara que la lleváramos, ya se habían entendido en el
viaje, aceptó contenta y no pude negarme.
Caminamos
casi un kilómetro hasta el pueblo, hacía calor, sólo había algunos niños y
ancianos en las entradas de sus casas, acostados en hamacas, fumando o bebiendo
licor. Uno de ellos, que ya se veía muy viejo, nos pidió que nos acercáramos a
donde la parca luz de una vela alumbraba de manera muy escueta la habitación de
carrizos y palmas.
El
viejo nos saludó con mucha cortesía, se puso de pie para darnos la mano y nos
invitó a sentarnos con él. Miriam quería que siguiéramos el paseo pero yo y
Clara necesitábamos beber el ron que nos habían servido.
El
anciano dijo que se llamaba José, estaba tan borracho que batallaba mucho para
armar una frase, no podía tenerse en pie, canturreaba cumbias y hablaba con su
perro: una criatura enorme, como un San Bernardo pero de pelaje liso y negro.
La bestia esperaba aburrida a que el amo se metiera a la cama, soportaba sus
arrumacos con las getas colgadas en evidente enfado.
Miriam
se levantó para acariciar al perro, el animal luego de gruñir y ladrar se
abalanzó sobre ella, le clavó los dientes en el cuello y la zarandeó como si
fuera un jergón de la cocina. El viejo intentó desprenderla de las fauces de su
monstruo pero estaba aferrado a darle la muerte.
Miriam
resistió el ataque, el perro la soltó cuando lo golpeé con un remo de lancha
que estaba por ahí. Le clavó los colmillos en el rostro, la sangre que le salía
con borbotones tiñó el piso de concreto del anciano. La niña se había desmayado
por el dolor o había muerto por toda la sangre que perdió, no lo sé.
Clara
la estrechó contra su pecho mientras corría a la clínica de la comunidad, una
casa de piedra con una camilla, una doctora vieja que no quería abrir y algunas
medicinas. Está muerta, nos dijo al más puro estilo médico sin compasión y nos
la entregó envuelta en una sábana, limpias las heridas.
El
viejo no fue con nosotros ni quisimos reclamarle, en realidad él no era culpable
y nosotros teníamos el lio gigantesco de contárselo a Marcela como para exigir
algo imposible. La doctora se ofreció a llevarnos al campamento. Le habíamos
mentido, ella creía que Clara y yo éramos los padres de la nena, la
sensibilidad anestesiada del quirófano se le aflojó un poco y una vez que le
pedimos que nos bajara nos regaló quinientos pesos, para que la entierren,
agregó antes de pisar el acelerador.
Marcela
ya estaba histérica porque no encontraba a Miriam, los profesores también
dejaron el lecho amatorio para buscarnos y no habían regresado. Le dije a Clara
que no podíamos contarles la verdad, que nos culparían por no avisarles que
llevaríamos a la niña, quizá cuando los padres se enteraran nos meterían a
todos a la cárcel. Pero ya todo el pueblo estaría con el chisme del ataque del
perro de don José y si Marcela cruzaba palabra con algún lugareño lo
descubriría todo.
La
veíamos a pocos metros ir de un lugar a otro llorando, detrás de unas palmeras
decidimos inventar una historia menos cruel en apariencia, pero que escondería
su verdad repugnante bajo el sabor de un delicioso platillo costero.
Escondimos
el cuerpo entre la maleza, lo cubrimos con hojas de plátano. El taxista que nos
regresó al pueblo nos dijo que tuviéramos cuidado porque a esas horas algunos
animales bajan a la carretera. Con los quinientos pesos compré un cuchillo de
carnicero, un cazo grande e ingredientes para un pozole de diez porciones,
además el viaje de vuelta a la playa, cerca de la hierba donde habíamos dejado
el cadáver.
Lo
descuartizamos, lo deshuesamos y preparamos un platillo suculento, con
muchísima carne, parecía más una birria de pozo. Los sobrantes los enterramos
en una fosa profunda que cavamos entre los dos, ayudados de palos y rocas, ahí
mismo pusimos la ceniza de la fogata con que cocinamos y la ropa de la niña y
su cabeza que no quisimos abrir.
Con
el tazón entre las manos saludamos a Marcela, yo no podía controlar los
nervios, la voz se me quebró un poco cuando le dije que habíamos ido al pueblo
a comprar aquella ración de birria costera. Marcela nos dijo que Miriam había
desaparecido, fingimos alarma y nos pusimos a buscarla como si en verdad
ignoráramos donde estaba.
Dejamos
pasar un par de horas, los profesores volvieron, venían del pueblo y cuando lo
mencionaron sentí un escalofrío repulsivo, pero nadie les había contado del
perro ni de la doctora, parecía que no estábamos en una tierra de soplones.
Clara se acercó a nosotros cuando discutíamos si avisarle a los marinos del
faro o a la policía del pueblo; allá me encontré su ropa en una piedra, nos
dijo a todos en una actuación fabulosa, con lágrimas de verdad, que le brotaban
de veras por la muerte de la niña y por las mentiras que la habían envuelto.
Sobre
la piedra estaba la blusa y la falda, Marcela calló en la trampa y cuando llegó
la policía, porque ella había decidido hablarles, les contó que la niña se
había salido de la casa en la noche para jugar en el mar y que seguramente se
había ahogado. Es frecuente que esto pase, dijeron los oficiales cuando se
marchaban. El equipo de buceo no encontró el cadáver y en tres horas cesó la
búsqueda.
Marcela
no habló con nadie, sólo lloraba. Al amanecer, cuando todos nos habíamos
levantado y preparábamos las cosas para irnos, le dije a Clara que hiciéramos
fuego para calentar el estofado, ella me miró con asco, pendejo, me dijo casi
en silencio.
Le
pedí a Antulio que me ayudara, le dimos fuego al banquete y entre los dos casi
terminamos con el guiso. Los primeros bocados me dieron asco, después decidí
creerme que aquello era carne de cerdo, pues sabía muy parecido. Antulio
incluso insistía en que le dijera en qué restaurante lo habíamos comprado, como
si pudiera volver algún día por más. Ni Clara, ni Mersilda ni Marcela quisieron
de la fabulosa comida, así que preparé unos emparedados con los sobrantes para
el camino.
La
carretera fue un doloroso viaje al hastío, Marcela no paró el llanto, pretendía
que aliviara un poco su dolor pero yo había tenido suficiente dolor también, a
mí tampoco me había gustado todo aquello, pero aguantaba por miedo a caer preso
o a ser asesinado.
Meses
después supe que Marcela había roto toda relación con sus parientes y que se
había quedado algo loca, que andaba por las calles preguntando por la sobrina,
como si fuese una de esas niñas secuestradas, de esto me mantenía al tanto
Antulio, con el que había hecho buena amistad desde el viaje y al que me
interesaba tener cerca por su hermana, porque, a pesar del asco que fingía
tenerme, también rebanó y deshueso a la chiquilla, había decidido ir conmigo al
pueblo.
Antulio
me contó que Clara había guardado el mp3
de Barney y que lo escuchaba casi todas las noches, antes de dormir.
Óscar Édgar López (Martínez) (Zacatecas, Zacatecas, 1984). Licenciado en Letras y Maestro en Investigaciones Humanísticas y Educativas por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Lo mismo se dedica a la pintura que a la escritura, al teatro y al grabado; alternando estas disciplinas ha conseguido exhibir su obra en múltiples exposiciones tanto nacionales como extranjeras, colectivas e individuales, como en la “III Bienal Pedro Coronel”, en la que fue seleccionado y en “Río Místico” una exposición de arte postal en el Museo Sarmiento de la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Ha ilustrado libros para editoriales independientes en el Estado de México y ha participado en la creación de talleres de arte popular y gráfica. Como escritor ha publicado 12 volúmenes entre oficiales e independientes, entre ellos destacan: Ella ama lo puerco que soy, Espacios Literarios 2005 y Solo y sin bolsillos para meter las manos antes de llorar, CONACULTA 2006; y en una veintena de publicaciones en diversos puntos de México como Michoacán, Yucatán, Jalisco, Durango, Guanajuato y Zacatecas; además de títulos de autor. Coordinador y fundador de talleres literarios, miembro del consejo editorial de la revista universitaria Barca de palabras. Actualmente se desempeña como docente en Telebachillerato comunitario de Zacatecas, como profesor y director del plantel Colonia Diez de Noviembre, en el municipio de Villa González Ortega, y además como editor en la casa editorial Rey Chanate de Zacatecas, Zacatecas.
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