Fotografías del lago de Chapala
Joserra
Ortiz
There are no bad pictures;
that’s just how your face looks sometimes.
-Abraham Lincoln
Lo digo de una vez: nuestro viaje
fue exitoso, pero no nos quedan muchas cosas. Docenas de cajas de zapatos
llenas de fotografías tomadas con una Polaroid Swinger que consiguió Julie no
sé dónde. Algunas figurillas y otras artesanías compradas en todos los mercados
de nuestra ruta mexicana. El recuerdo de una infección en mi oído derecho,
causada por una mosca imbécil que se atoró en mi tímpano una de las últimas
tardes. Y otras cosas así, sin importancia. Nada relevante.
Ah, sí,
la tesis. También nos queda la tesis.
[Primer
rollo]
Cuando estaba intentando
explicarme el quebrantamiento del mundo, lo diametralmente distintos que somos
de aquellos hombres y mujeres que iniciaron el siglo XX, cogimos rumbo del lago
de Chapala en aquella Suburban desvencijada que Julie había comprado con dinero
del Centro de estudios latinoamericanos de nuestra universidad. Me habían
becado para llevar a cabo un estudio fotográfico del lago de Chapala, y a Julie
para hacer una investigación sobre las figuraciones fetichistas en la práctica
del kitsch en México.
“¡Qué
cosas, qué juventud!”, diría el doctor al respecto, un par de días después,
mientras se limpiaba las ingles de todas nuestras secreciones con una toallita.
Hoy,
mientras miro las fotografías y pienso en todo eso, lo que más recuerdo son los
olores del doctor, de Michoacán, de ese viaje. Del paisaje, recuerdo sobre todo
los colores, todos muy pardos pero abrillantados por ese sol mexicano tan
imposible, algunas veces tan insoportable, y las imágenes de nosotras dos, Julie
y yo, reflejadas en el retrovisor, viéndonos a través de los lentes oscuros y
gruesos comprados en el mercado de Tzin Tzun Tzan.
No se me
olvida tampoco la música de la Tropicalísima Radio Cañón, ni la de todas esas
estaciones de AM que en sus secciones de “Saludos a la sierra”, engarzaban una
frontera con un mundo lejano, desusado y ajeno al que nunca cruzaríamos y que
en la pubertad intelectual de los veintitantos nos parecía muy maravilloso,
único y exótico. Los del lugar le decían Tierra caliente, pero para nosotras
era simplemente México.
¡Esto es México, qué bonito! ¡Viva México
cabrones! Gritaba Julie todo el tiempo.
A Chapala
habíamos llegado desde Morelia, y a Morelia desde Dolores, y a Dolores desde
Querétaro. Y antes habíamos estado en San Luis, Aguascalientes, el DF,
Monterrey, San Antonio (que eso ya es Texas, pero para alguien como Julie, ya
era México. Vámonos por unas margaritas y nachos y mole, qué bonito.) Y de
todos esos lugares Julie tomó fotografías y las iba guardando en cajas de
zapatos, en el asiento de atrás. Mis ojos, rojos en todas las fotos, dejaron de
ser graciosos al poco tiempo.
En una
serie de esas fotografías de mi mirada bermeja, Julie asegura ver a la mosca
introducirse en mi oreja. Yo no he querido verlas por el puro miedo a recordar
el dolor.
[Segundo
rollo]
Julie siempre fue tan linda como
ahora, tenía el encanto camaléonico de las modelos famosas. La amaba toda, pero
sobre todo su par de piernas largas, pulcras, de muslos severos
En
las fotos de Morelia, por ejemplo, se parecía a Ali MacGraw en el comercial antiguo
de la Polaroid. Con su camisita a rayas, en bragas también, cruzaba la
habitación blanca en la que nos hospedábamos, saltaba a las camas y se echaba
en el sofá. Llevaba, por supuesto, su cámara instantánea en la mano y, sobre
todo por su parecido con Ali MacGraw, por un momento me pareció que ella y yo
estábamos en la playa rodeados de gente sonriendo, bailando, jugando voleibol. Hey! Meet the Swinger, Polaroid Swinger...
It’s only nineteen dollars and ninety
five. Qué
increíble es lo instantáneo. En cuestión de segundos nos revelábamos en el
carrete Julie y yo; Julie, yo y otras personas que hoy no están aquí. Por
ejemplo, el doctor.
Míranos: todos sonreíamos.
Éramos felices.
Swing it
up (yeah, yeah), it says yes (yeah, yeah), take the shot (yeah, yeah), cut it
down (yeah, yeah) zip it off!
Capturadas
para siempre, prisioneras del recuerdo que montábamos, Julie insistió siempre
en las fotos de cuerpo entero. Intentaba que cupiéramos enteras y para siempre,
inmensas como el lago que visitaríamos, en la serie de fotografías tomadas con
técnica y materiales arcaicos para su exposición en el museo del RISD.
“No
entiendo porqué usan tecnología tan anticuada”, nos dijo el doctor la noche
después de montarnos sobre la mesa sucia de una fonda, mientras acariciaba
nuestras piernas desnudas, buscándonos los clítoris cansados.
“Ese es
el encanto”, respondió Julie, “que nuestros padres las usaron”.
“¿Sus
padres? No lo creo. Quizá sus abuelos”, le contestó distante mientras observaba
el hilito de baba que me corría entre la comisura de los labios.
En las fotografías morelianas, salgo,
como siempre, con los ojos rojos y un eterno cigarrillo en la mano. Fumábamos
todo el tiempo. Qué barato era el tabaco en México. Qué fácil era fumar.
Julie era
feliz. Se veía feliz. Sonreía todo el tiempo. Me besaba apasionadamente. Me
amaba. Por eso estaba ahí, conmigo, sosteniendo el mapa, siguiendo la carretera
con el mismo dedo índice que me metí juguetona y luego chupaba con lascivia.
Le
gustaba lo que iba descubriendo, expectante de ver finalmente el mentado lago de
Chapala. Quería llevarse el lago entero, me dijo; pero todo: los pueblos que lo
costean, sus pescadores, sus dos islas, todo, todo debía caber en sus instantáneas.
En algún
momento me pidió parar. “Quiero un café”, me explicó, “aunque el café en México
es siempre poco y nunca pueden prepararme mi capuchino de jengibre orgánico y
descremado, pero con mucha espuma”. En la mesa de una cafetería, Julie ordenó también
chilaquiles para las dos. Yo desconfiaba y ella me miró con ojos de gata, de
adolescente en celo.
“¿Qué? ¿No
quieres?”, preguntó coqueta.
“Yes sir!
I can boogie, boogie, boogie”, le respondí cantando.
Julie
transpiraba tanta alegría como sensualidad. Me contagiaba. Ella siempre cantaba,
y desde entonces siempre canto yo. De ese momento es esta otra fotografía. Snap. Aparezco distraída, sumergida en
la taza humeante, negra, pavorosa.
“Es café
de Uruapan”, le dije.
“Qué
clase de cosas inútiles vamos aprendiendo”.
A partir
de aquí las fotos son una cronología del terror. A mitad de un sorbo al café, sentí
el revoloteo adentro de mi oído.
Grité.
Tiré la
taza.
Julie
sólo atinó a tomar fotografías, mientras yo saltaba aterrorizada. Reía a carcajadas
sosteniendo su cámara. Mira bien mis estúpidos ojos rojos, ahí se refleja: algo
caminaba dentro de mi oído, arrastraba sus patas peludas, se lamía, se cobijaba
en mi tímpano. Escuchaba su respiración mínima. Escuchaba sus pasos –que eran
los pasos más fuertes que he escuchado en mi vida. Era una mosca: retumbaba
toda ella en mi interior y en su estruendo yo sentía ser el vientre de la
prehistoria.
[Tercer
rollo]
No importaba que la Polaroid de
Julie lanzara ráfagas previas al flash cuando tomaba una fotografía en un lugar
cerrado. No importaba porque de todas formas siempre salía con los ojos rojos.
El reflejo del flash en la retina de mis pupilas dilatadas, evidenciaba la
sangre que me llenaba los globos de los ojos.
“Te vas a
cansar editando todas estas fotos donde salgo con los ojos rojos, no vas a
poder borrar mis ojos de conejo”.
“No voy a
editar nada. No voy a alterar el tiempo detenido”.
“Hay
técnicas, ¿sabes?”
“Si tanto
te molesta salir así, podrías probar algo”, me dijo rezongona. “Por ejemplo,
mira hacia otro lado cuando tome las fotos, como si estuvieras distraída”.
“Mira,
además de que me voy a ver como idiota, ya sabemos que pose como pose, mire a
donde mire, siempre voy a salir con los ojos rojos”.
“Será porque
eres el mismo demonio”, respondió juguetona, buscando mi sonrisa cómplice.
Pero yo
ya estaba lejos, aturdida por el dolor en mi oreja.
A punto de llegar a Chapala, nos
detuvimos en un pueblo a buscar una clínica o un consultorio; antes, sin
embargo, nos compramos helados de limón y de cajeta. Hacía mucho calor. Recuerdo
la sensación pegosteosa en mis manos. En la foto la entiendo como la huella del
calor que venció mi espera. Sí, suena muy bonito… son exactamente las palabras
que me dijo el doctor al pedirme que me limpiara muy bien antes de pasar a
examinarme.
Me gustó
mucho. Era joven, atento y me curó, y por eso besé a Julie en la boca para
compensarlo. Mientras lamía los pezones de mi amiga, le agradecía que ahora en
alcohol a la mosca intrusa en mi oreja.
Tener al
doctor este entre las piernas, me ayudó poco a poco a dejar de pensar en las fotografías
en las que salía con los ojos rojos. También olvidé, momentáneamente, a la
mosca. Después se ofreció a acompañarnos.
“Este es
el lago”, nos dijo a Julie y a mí mientras me sacudía una teta. “Vamos por una
cerveza, yo invito”.
“Una
Corona con limón”, le respondí con nostalgia por los casi cuarenta minutos de
placer que nos había dado.
“Y una
torta o algo que tengo hambre”, gritó Julie, acomodando el carrete en su
Polaroid Swinger.
“¿Por qué
aquí tampoco le atoran un pedazo de limón a la boca de la botella?”
“Creo que
es cosa de gringas como ustedes, pero ahorita se lo pongo”.
Aunque
llevábamos días ininterrumpidos de carretera, al ver ese hermoso lago en otras
circunstancias, la felicidad me habría ocupado por asalto y así también,
víctima del furor, habría dejado la cerveza en la mesa y hubiera ido a estirar
las piernas, correr un poco y encender un cigarrillo que se consumiría en los
primeros cinco minutos de paisaje. Pero no. No tenía ganas de estar allí en el
lago todavía. Quería consumirme en mis propias cavilaciones, encontrar una idea
buena, sobresaliente, algo que poder escribir en mi diario para luego, cuando
aquél viaje hubiera terminado, sentir que había hecho algo productivo y que no
había dedicado mi verano completo al regocijo inútil de las desocupadas. Necesitaba
sentir que nuestro viaje era un descubrimiento, y no mero turismo. Que éramos
distintas al resto de gringas que se dedican al Spring break, por ejemplo. Éramos,
ante todo, estudiantes de élite, feministas demócratas de la Ivy League
estudiando Modern Culture and Media,
y viajando con fondos del Centro de estudios latinoamericanos para escribir
nuestra tesis.
“Piensas
mucho”, me dijo el doctor.
“¿No te
parezco impulsiva?”
“Solo en
la cama”.
Julie
azotó la cerveza contra la mesa y gritó algo antes de correr hacia otra fonda
que anunciaba Pescado Sarandeado 75 pesos
“Incluye cerveza”.
“¿Cuál es
la regla en México para el uso del entrecomillado?”, pregunté retóricamente.
“Ninguna”,
dijo el doctor.
“No
necesitaba una respuesta”, suspiré sin decirle, porque no lo sabía entonces, que en esa época era una petulante que
intentaba una relación socrática, o cuando menos vulgarmente dialéctica,
conmigo misma. Así fue mi juventud llena de preguntas y vacía de respuestas.
Dejamos
el local para ir a buscar a Julie. Me estiré y sí, encendí un cigarrillo para
mirar el paisaje. Cinco minutos sin Julie eran suficientes para calmarme y
desperezarme.
El lago
era inmenso, pero no increíble, en Estados Unidos los tenemos mejores, siempre
más grandes, rodeados de una costa siempre más verde y obedientes de una
infraestructura siempre mejor y más óptima. En Michigan no permitirían aquel
basural, por ejemplo.
[Cuarto
rollo]
Recuerdo que hubo en aquella
conversación algo muy vibrante y sutil, pero las palabras dichas y los
descubrimientos intelectuales al vapor de los tacos de pescado y las cervezas
Pacífico se me han ido para siempre. Mira como en medio de la mesa había una fuente
llena de verduras frescas y un molcajete con salsa borracha. “Las cosas que
aprende una”, diría Julie. Acá los platos cubiertos de tacos grasosos,
deliciosos, escurriendo limón. En esta, las dos muy coquetas, sonámbulas de las
manos del doctor. De nuevo, aquí yo soy la de los ojos rojos y la oreja roja,
también, inflamada, infectada o algo
así.
Después
de comer, Julie se fue rumbo al lago. Yo estaba cansada y quería beber más.
Invité al doctor. Fuimos a la primera fonda y bebíamos mientras platicábamos
con una doña Estela, o algo así, que
echaba las tortillas con sabiduría ancestral. Julie después, más noche, tomó
esta foto de la fonda con sus manteles de plástico impresos en flores y sus
cuadros de la última cena en colores chillantes. Si publicamos la tesis, pensamos,
esta foto podría ser la portada.
Al poco
rato, cuando ya no quedaba nada, Julie y yo cogimos sobre ese mantel horrible
ante los ojos del doctor que, nuevamente, no tardó en unírsenos. Todavía hoy
recuerdo la sensación de los dos cuerpos sobre y bajo el mío; las manos, todos
los sudores y en el éxtasis los flashazos de la noche anterior: Julie llorando,
preocupada a un lado de mi cama en la clínica esperando al doctor.
“Estoy
bien… fue un mareo, perdí el equilibrio”.
“Ya viene
el doctor”.
“Dónde
estamos”.
“En un
pueblo llamado Ajiji, o algo así… aquí nos trajeron porque viven casi puros
americanos”.
“Qué me
pasó”.
“Creo que
tienes una mosca en la oreja”.
Y sí. Sentía
su revolotear, escuchaba el parpadeo de sus 18,000 ojos. Sentía cada uno de sus
huevecillos alojarse en el laberinto óseo que antes alojó las palabras amorosas
de Julie, el sonido del flash.
“El lago
no va a caber en las fotografías, por supuesto”.
“No te
entiendo”.
“Creo que
no tengo suficientes rollos”.
“¿En
serio?”
“He
gastado demasiados en ti”.
Es médico era guapo y hablaba
mucho. Apenas me vio tirada en la cama, me dijo muchas cosas inútiles, cosas
que no entendía. Supongo que a eso los acostumbramos los americanos. “Los norteamericanos”, me obligó a
decir. Me habló del órgano de Corti, por
ejemplo, y sus células ciliadas internas, las 4,000, y las 13,000 externas.
Después inclinó mi cabeza y se dispuso a curarme: el chorro de agua caliente
sacó también grasa, pus, sangre y tierra. La mosca se quedó acunada en mi oreja
y el doctor, feliz, me la mostró entre sus pinzas. Era gorda, grande, peluda y
verdosa.
“Se
llaman panteoneras”, sonrió.
“Qué feo
nombre”.
“Sí. Comerán
muerto o gato de panteón”, dijo sonriendo, acariciándome las mejillas.
Después,
mientras me lamía, Julie sacó una foto donde no salgo con los ojos rojos porque
los tengo cerrados.
FIN
Joserra Ortiz (San Luis Potosí,
1981). Doctor en estudios hispánicos por Brown University, actualmente es
profesor de tiempo completo y jefe editorial en la Facultad de Ciencias
Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Aparece
en media docena de antologías de relato y ha publicado el libro de relatos Los días con Mona (FETA 2012); el de
ensayos El complot anticanónico (FETA
2015); y la novela La conquista del Monte
de Venus (Abismos 2017).
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