Nueve pastillas, tres cervezas, dos horas de música y un viaje en bicicleta

Daniel Mosqueda*

Para todas esas personas que, sin saberlo, han salvado mi vida.
-Carta para un suicidio
Jean Clochard


Jean sonríe mientras mira del mundo sentado en la cornisa de un departamento del séptimo piso. Siempre le ha gustado aquella vista, los árboles mezclados con los edificios, las montañas al fondo, la posibilidad de precipitarse en el vacío a unos centímetros. Bebe media taza de café, alguien le grita, ¡ya tírate! Pero él no logra ver a nadie. Regresa la sonrisa a su rostro mientras el vértigo de los azulejos marrones se aleja y vuelve al interior del departamento. Quizá unos minutos antes, quizá unos días antes.

Ha estado en tres ciudades en dos semanas, ha viajado más de dos mil kilómetros, pero lo que lo abruma es la cantidad de gente que ha llegado y se ha ido de su vida en ese tiempo. Personas que parecían haber sido tatuadas en su piel, otras que aparecieron de la nada. Dos días atrás asistió a una entrevista, un casting, con una directora de teatro. Había regresado totalmente desolado de la primera ciudad a la que viajó. Era una ciudad de polvo llena de recuerdos ajenos y él una roca de arena que amenazaba con desmoronarse. Camino a la entrevista cerraba los ojos y contaba hasta diez mientras seguía avanzando en la bicicleta. Uno, dos, tres… diez, los volvía a abrir e intentaba recuperar la dirección. Iba con tiempo de sobra. Llegó cinco minutos antes de lo citado al café, lo suficiente para aclimatarse y disminuir su calor corporal antes del encuentro pero ella ya lo esperaba con media taza de café y un libro entre las manos. No alcanzó a encadenar la bicicleta antes de que lo mirara y le sonriera, deteniendo su corazón por un momento, acostumbrado a las llegadas retrasadas, ansiando el libro que llevaba en su mochila, cubierto por una camisa vieja y sucia de manga larga que sólo usaba para cubrirse del sol en el trayecto. Sonrió en respuesta, una sonrisa incómoda y tensa, y, sin decir nada o hacer algún otro gesto, desapareció al lado del café para asegurar la bicicleta y cambiar el atuendo. Entró sonriendo y disculpándose. Ella ofreció el cambiarse a la terraza si él fumaba. Él dijo que no fumaba. Le respondió que en ese caso continuarían en la primera mesa del café mientras guardaba el libro grueso en el que él buscaba algún indicio de título o autor pero solo encontró un separador amarillo con alguna frase ingeniosa. Vuelve su mirada a las manos, blancas, finas y delicadas como una escultura del mediterráneo.

Se despedía de sus anfitriones en el departamento entre café, un pan de canela rebanado y pláticas sobre cine. Aún iba a tiempo para regresar con los amigos con quienes había llegado a la segunda ciudad en un autobús patrocinado por la universidad. Llegó una hora antes al lugar de la cita y se dirigió al viejo café árabe que solía visitar cuando vivía ahí. Pidió lo de siempre, un americano, se sentó en la terraza y se dedicó a ver la gente pasar con prisa a sus trabajos. Un aire frío comenzaba a soplar por primera vez en el invierno pero él sentía una especie de calidez que había olvidado. Había pasado su mayor crisis depresiva ese otoño. Junto a las hojas de los árboles personas importantes se desprendieron de su vida y se alejaron con el viento. Varias intervenciones de distintos amigos, psicólogos, psiquiatras y fármacos fueron insuficientes para sacarlo de aquel trance. Quiso lanzarse al vacío metafórico. Hablaba con desconocidos, buscaba amistades de una noche, bebía mientras consumía las benzodiacepinas, se colaba a clases de teatro, arte, solicitó un casting, la entrevista. Entonces el vértigo, el absurdo, el vacío, la náusea desapareció. Al día siguiente emprendió el viaje del que ahora esperaba regresar pero ni el camión ni sus compañeros se veían por alguna parte. Era media hora antes aún, quizá estuvieran atrasados. Comenzó a caminar dos cuadras en cada sentido, a rodear la cuadra del punto de reunión para evitar cualquier error o malentendido pero no encontró a nadie. La hora de la cita, las diez de la mañana, había llegado. Buscó alguna red libre y revisó su iPod intentando encontrar mensajes de cambio de hora o punto de reunión. Nada. Envió uno él. Se habían marchado.
Camina sobre la línea amarilla del metro, la línea de la vida. Alguien le grita, ¡ya tírate! Pero él no logra ver a nadie. Se sube al vagón y regresa al departamento. Se contiene de romper en lágrimas pero sabe que si las personas en aquel lugar no fueran tan indiferentes notarían lo rojo y reflejante de su mirada. Es lo que le gustaba de la ciudad, la indiferencia, los fantasmas, los rostros en la multitud, pero esta vez necesita a alguien que le devuelva aquel calor que sintió en el café. Ha tratado, ahora sabe que de los recuerdos de otoño no vendrá ese consuelo, así que se dirige al departamento.

Café. Más café. Sus dos amigas sentadas en la mesa, el amigo que los invita a comer, el correo de la directora que lleva dos días intentando responder. Es un correo sencillo el que ha recibido. Tres líneas distribuidas a modo de poema, más dos de despedida, pero le cuesta responder. De algún modo, aquella mañana, abandonado, más solo que al inicio de viaje, ha encontrado en ellas el abrazo que necesitaba, el sentimiento de utilidad que lo hizo sonreír por la mañana en la cornisa, el de compresión que hizo cálido aquel café, el de aprecio que lo hizo seguir la línea amarilla con cuidado. Le cuesta desprenderse de todo ello. ¿Duraría aquel sentimiento?

Regresa impresionado por un par de canciones nuevas que ha escuchado, “The Train Song” y “Like The Sun with Yellow Feathers”. Los títulos le parecen especialmente atinados para el momento de su vida aunque quisiera que el sol tuviera algo de “Yellow Leaves” en él. Lleva un estuche duro con una guitarra dentro en una mano y una maleta de cuero con libros en la otra. Entre ellos hay una postal y un separador con una bailarina que ha comprado sin conocer aún el destinatario. De algún modo todo se funde, cierra los ojos, escucha la música, y la mujer comienza a bailar sobre las tablas de un escenario, con la luz detrás de ella que sólo lo deja verla como una silueta con movimientos orgánicos y estilizados que parecen bailar una música traída por el mismo Dios. Alguien le grita, ¡ya tírate! Pero él no logra ver a nadie. Entonces el escenario se enciende, todo es caos, los movimientos azarosos, los compases destruidos, acordes desafinados, el murmullo del viento, la luz naranja, el sonido del metro que pasa demasiado cerca. Se da cuenta que está delante de la línea amarilla. En su mente aparecen imágenes, un tren en marcha, el mundo comprimido en su equipaje, el metro que continúa avanzando sin detenerse frente a él, la línea de la vida, el final de ella, el vacío por delante, el estuche que comienza a tambalear por la vibración, el último vagón, la última estrofa, en último acto. Apoya el pie para detener el instrumento, sabe que basta un paso para terminar el dolor. El metro se detiene, el mundo se detiene, todo se funde en sombras, cierra los ojos y los abre a la par de las puertas de aluminio.

Otro día más en la ciudad, su tarjeta ha sido rechazada dos veces aquel día. Siente es una metáfora de su vida. Tener lo necesario y ser rechazado. Insistir y volver a fallar. Regresa nuevamente al departamento, nuevamente con la cabeza mirando a los zapatos que comienzan a despegarse en la suela. Aprovecha para buscar películas, para comprar libros, para intentar recomponerse pero no logra encontrar el patrón, es una caja con piezas de distintos rompecabezas. Demasiado caos.


¿Cuántos intentos para lograr cualquier cosa? Escribe en una libreta negra ya de vuelta en su ciudad, lo absurdo es gastar veinte pesos en un café para una persona que ya no quiere seguir aquí. Deja el dinero, la propina, cierra los ojos. Está en la terraza, en la mesa que siempre usa, en el café donde tuvo la entrevista. Mira la primera mesa dentro con nostalgia. Una imagen en internet de sus amigos en un bar, sin él, a unas cuantas calles, ha terminado por separar su mente del cuerpo. Su espíritu se ha perdido con su sombra al ocultarse el sol. Ahora es sólo carne que camina por las calles preguntándose si se sentirá el mismo vértigo de un columpio al caer de un edificio. Entra en un bar. La gente lo mira sentado en una mesa para dos. Lo hace sentir solo, vulnerable. El mesero no llega, deberán pasar treinta minutos para ello. Él no puede esperar más por aquella pastilla. Se levanta pero no encuentra a nadie. Todos lo miran. Finalmente llega, la cerveza más barata, qué caso tiene gastar en un cuerpo que desaparece, vuelve a cuestionarse. Una canción, una pastilla, un trago. Segunda canción. El pizarrón en la entrada decía blues, decía jazz. Busca la estructura. De pronto la misma mujer sombra baila por el escenario. Él sonríe, siente las miradas en las mesas alrededor, siente el brillo en sus ojos que se escapa y nuevamente la pérdida de estructura, demasiado, incluso, para ser jazz, para ser improvisación, para ser ruido, para ser cualquier cosa. Todo debe estar en su cabeza. Mira su bicicleta encadenada en el edificio de enfrente. Aún le restan nueve tabletas, aún puede pagar tres cervezas, aún faltan dos horas de música en vivo y los rostros que lo miran, que lo observan, que lo señalan, que poco a poco terminarán por difuminarse, por mezclarse con el humo de cigarrillo del vocalista, con las luces rojas del lugar, con el alcohol que se volatiliza por el aire, con la densidad de la música. Nueve pastillas, tres cervezas, dos horas de música y un viaje en bicicleta. Segunda canción. El tiempo parece haberse detenido. Intenta escribir algo en su libreta que, de llegar el día siguiente, sería ilegible. Siente el blister de pastillas en la bolsa de su abrigo. Las cuenta. Sin verlas selecciona una. Con su mano izquierda toma la cerveza por el cuello y otra, más blanca, más delicada, se apoya en su codo. No alcanzó a beber la cerveza antes de que ella lo mirara y le sonriera, deteniendo su corazón por un momento, acostumbrado a la falta de casualidades en su vida, ansiando la pastilla que llevaba en su abrigo, cubierto por ese sombrero viejo que debía estar manchado por la lluvia acumulada. Sonrió, una sonrisa incómoda y tensa, pero sincera, y sin decir nada o hacer algún otro gesto se levantó para sentir el calor de un abrazo.

*Actual becario de Jóvenes Creadores del FONCA


Ⓒ G. Moctezuma
Daniel Mosqueda (Aguascalientes, 1985). Estudió psicología y medicina. Becario en Gimnasio de Arte y cultura (2013). Seleccionado para el Diplomado en Artes visuales CaSa (Centro de las Artes de San Agustín Etla 2014), Seminario de Fotografía Contemporánea (Centro de la Imagen 2014), Zacatecas Tierra de Escritores (2016), Jóvenes Creadores (FONCA 2016). Ha expuesto en diversos museos y galerías a nivel nacional e internacional y publicado en distintas revistas tanto obra fotográfica como literaria.

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