Los cardenales callaron
Alejandro
García
Hábitos vemos, cardenales no sabemos. ¿Quieres que te lo cuente otra
vez? Había que oírlos cantar y moverse a su ritmo y bueno, estar en todo lo que
desencadenan a su alrededor. Ni se dan cuenta de la gratitud que les tengo. Así
que dije soy fan leal y voy al concierto de los Cardenales de Nuevo León y
quién quite y este año me caso, porque ya huelo a solterón y es tiempo ya de
prolongar la especie. Es tiempo maduro para que este muñecón muerda su media
naranja y no se ande autoconsumiendo la otra por los rincones, si bien ya probó
carne de hembra. En este mundo de la zapatería ya no hay mucho que pelear y
antes de que salten pelos hay que sentar mollera y buscarse una mujercita en
quien reposar la cabeza y obtener consejo y bueno, pues encontrar el placer a
que se tiene derecho. Los chinos nos están ganando la batalla y nuestros
productos son muy caros. Voy por la zona popular y veo zapatos de a veinte
pesos al menudeo y aunque se vean mejores los nacionales no bajan de los
ochenta. Qué esperanzas que tengan la calidad de mis botas de avestruz, de
caguama, de víbora de cascabel, pero la gente no tiene bandera a la hora de
comprar y estos orientales hacen chanclas que dan el gatazo, aunque luego no te
aguantes los juanetes o te queden con los puros cortes como polainas. Han
invadido el mercado entero, como sucede con el vino, con herramientas, con
juguetes, con aparatos eléctricos y electrónicos, con consolas de juegos, con
programas de computadora, con los discos o con tanta cosa que sale más barata
si es extranjera. Bueno hasta nuestra bandera sale más barata made in China que
en Cocoyotlán de Da Vinci. El colmo es que hasta los cuetes son producto de
importación. Y a mí me consta que no truenan igual de bonito que los de acá.
Así que se ha cerrado un putamadral de fábricas. Cualquier día, los patrones
decentes, llaman a uno y le dicen se cierra mañana, búscate otra chamba y no la
hagas de tos porque si armas pleito te vas a gastar los pocos fierros que
tengas y yo prefiero darle una mordida al abogado a admitir que perdí o que me
equivoqué. Cuando no te aplican el famoso domingazo: el lunes están las
instalaciones vacías y no hay ni basura para repartirse entre los trabajadores.
No es por presumir, pero soy de los mejores cortadores de estas tierras, digno
heredero de aquellos artesanos de taller que no necesitaban molde para cortar.
Lo sabían hacer de memoria y no dejaban un pellejo suelto. Yo puedo sacarte la
piel y ni cuenta te das, nada más te empieza a salir la sangre y no hay qué la
contenga. No hay peligro. Soy hombre de paz y ni siquiera cargo la cuchilla,
así de paso separo el trabajo de mis placeres. Aquí en mi fábrica, bueno en la
que trabajo, todavía se conserva el seguimiento y el control de calidad par por
par y yo soy el encargado de que el corte no falle. Eso le da al producto un
precio muy alto, aunque el mercado es muy dirigido a gente de ingresos altos o
piripituchas que quieren volar en un espacio aéreo que no les corresponde.
Pinches orientales malévolos. Cómo no nos mandan unas chinas baratas y a modo
para que la competencia sea en todas las ramas de la actividad. Con cien pesos
te comprarías cinco chinas bien esbeltas y no andarías dando numeritos con los
papás de las nativas para que puedan salir contigo y te pongan la pata encima,
la pata prohibidora que impide pecar. Así podrías traer tu harem de chinitas
desechables. Úsese una vez y tírese en el depósito de basura orgánica. El mundo
me duele sin serme propio o estar al alcance de mis virtudes de solución, pero
yo me pongo fugaz y alabastrino con los Cardenales de Nuevo León y por nada del
mundo me iba a perder el espectáculo. Eso sí está a mi alcance. Había que
viajar hasta Zapotatriz de las Popochas y quedarse por lo menos esa noche, pero
bien valía la pena. Salí del trabajo, me rayaron y me cayó como anillo al dedo
que tenía un guardadito con un compa que no pudo evitarme, lo agarré con las
manos en el sobrecito de la raya semanal, y no le quedó más remedio que
pagarme. Era dinero que consideraba perdido y estuvo a punto de conmoverme con
el puro gesto, pero pensé de que se lo gaste en el baile de la Sonora Santanera
a que me lo gaste yo en un hotelito de no malos bigotes, pues mejor me aguanto
el entripado y me embuchaco mi lana. Así que no contento con desbalagarme a
otra ciudad, decidí que sería a todo lujo, como una especie de auto despedida
de soltero. Con miedo y todo fui a una agencia de viajes y les planteé mi
asunto. Esos Cardenales no se andan con cosas. Ellos cantan y conmueven y la
gente se prende. Después de soportar a un jotito que lo único que deseaba era
entrarme por los ojos, pero que no entendía nada de las posibilidades
turísticas de la empresa, me pasó con la dueña del changarro. Ella sí se puso
guapa y me dio las posibilidades e hizo los conectes necesarios. Salí con mis
boletos, mi hotel y mi pasaje o por lo menos con papeles para reclamar los
originales. Me subí a uno de esos camiones ejecutivos con 20 asientos, aire
acondicionado y que ya de entrada te dan tu cocota y un sanduichete que me supo
a gloria. Escogí el asiento trece porque me dijeron que allí iba la televisión
y que era sólo para mí. En esas corridas suben mujeres dos que tres piales, de
buena factura y aunque no siempre de buenos modales, sí disponibles para la vista
y la apreciación generosa. Yo tengo mi sangre de chinche y esas pirruris caen
en mis modales más finos que mi oficio zapatero, cortador, a Dios gracias, y no
puedo quejarme de dos o tres arrumacos que me he conseguido. Por fortuna mi
decisión fue acertada, pues no había buen ganado a la vista. Los sábados no hay
tanta gente y como aquí la raza se había vuelto loca con un súper concierto con
lo que queda de la
Sonora Santanera pues me vi más solo en el viaje que otras
veces, aunque dudo que estos camiones padezcan del aprecio de la raza brava.
Ésa se mueve en aventón, caminando o en camiones baratos. Sería por eso que los
andenes estaban bufando de raza que llegaba y no de gente fina, como esta
servilleta, que salía. Se me ocurrió a principios de semana, cuando empecé a
darle vueltas a la idea de mi escapada, invitar a Felisa, pero anduvo de jetas
dos o tres días y cuando me hizo caso era en los momentos en que mi decisión
iba a la baja. Además, siempre es bueno salir de cacería a esos conciertos,
nada más con el cuidado de que no te rompan toda la madre. Así que se debe
estudiar el terreno de pe a pa y no cometer errores. Y no llevas la
responsabilidad de que te bajen la vieja o te vayas a meter en una bronca por
defenderla. Llegué a soñar la invito, me dice que sí, porque los Cardenales la
vuelven loca, más que a mí, pero ya llegando a la Central la convenzo y me
la llevo al hotel y hasta que las pieles nos raspen y nos sangren o después, ya
bien aflojada por las canciones de los reyes de la canción mexicana y dos o
tres cervatanas. Sueño fue y aunque al salir de la fábrica me sacó plática y vi
cómo le brillaron los ojos cuando por fin le dije que me escapaba a escuchar
Cardenales, después de una cara de yo no entiendo, dijo qué envidia, lástima
que esté tan lejos, y no me funcionó la cortesía y sí la timidez. Además ya
tengo invitación para bailar con la Sonora Santanera.
No me tocabas, morena, tendré que pensar en cacería a lo grande, en la pradera
de la terraza donde los Cardenales habrán de romper el corazón de chicas
soñadoras y baquetones en edad de merecer como este pimpollo. El viaje es corto
y agradable, por autopista. Casi al salir, en vista de que la película era para
niños y de que sólo iba una muchacha potable, pero muy bien cuidada por su
mamá, me dormí a pata tirante. De buena gana me hubiera quitado las chanclas,
pero la edecán insistió en que por la comodidad de los pasajeros era mejor
mantener las patitas a cubierto. Y vaya que tenía la razón la mujer, porque si
sueltan esos miasmas empieza la vomitadora en el camión y aunque no me rugen
mucho los apéndices no fuera a ser que por el estress del viaje anduviera
venenoso y desatara la guerra de las galaxias. Yo que sé de zapatos puedo
afirmar que a veces es el material con que está hecho, porque la piel está a
punto de pasar a la historia, desplazada por el hule. Antes sólo las sirvientas
y los pobres usaban plástico a diario. Después hicieron calzado graciosito,
pero que casi te devoraba la pata, te quedaba como ampolla gorda. Hoy la piel
es cara y muchas veces está mal curtida. Así que de pronto ves a una dama muy
bien plantada pero hasta tu naricita llegan los efluvios y es de las que se
quitan las chanclitas y sales a pedir un tanque de oxígeno. La peste ha llegado
a niños, jóvenes, adultos y ancianos. Yo soy un cazador solitario. Los Cardenales
son los mejores pájaros que conozco. Nada deben. Uno les debe y yo les besaría
las patas si me lo pidieran. No ando en jauría tras la jauría. Y prefiero
piezas sueltas, tiernas y especiales. Siempre hay venaditas al margen de la
bulla. Es cosa de rastrear y saberse mover con sigilo. En la orilla viven las
soñadoras. Hay muchos como yo, así que es mejor moverse con cuidado. En el
punto más alto del concierto siempre hay oportunidad de que las miradas se centren
en el escenario y es cuando el buen tirador sabe lo que hay en oferta. No es
que me pierda el momento culminante, porque para mí los Cardenales son lo
máximo y me sé de memoria sus rolas, las llevo conmigo y ese momento intenso me
colma de energía para encontrar a la más linda y dispuesta del concierto. Había
mucha competencia en el campo de tiro y estaba raro el terreno, como muy
disperso en las orillas, con pocas claridades en cuanto a la chica de mis
sueños. El ambiente todavía no unía y aglutinaba. Me metí un rato en el centro
del concierto baile. Estaba caliente el ritmo. Había un clinch endemoniado
entre las parejas y no era raro encontrar a grupos de mujeres que bailaban
entre ellas sin esperar un galán. Había chamacas a granel. Dos o tres estaban
dispuestas a tumbarle la solemnidad a este muñeco. Había para escoger, pero hay
días que el latido no va por allí. Me armé de ánimos y salí a las orillas, no
sin recibir dos o tres pisotones y gestos de entonces a qué vienes, inútil. Se
iba compactando el grupo y entre el baile y las canciones de los asistentes
habían logrado que los ojos se perdieran o se fijaran en el escenario. Es la
mística del baile y los Cardenales lo hacen como nadie. El momento en que estás
adentro de ti, abrazado a tu dama o en busca de tocarte a ti mismo, como con
dedos de terciopelo o las dos cosas a la vez o simplemente ver en ellos a una
especie de grupo de sacerdotes que elevan la hostia para consagrarla y con ello
se llevan todas las miradas y las voluntades de los creyentes. Dos o tres
venaditas estaban en su propia lucha. No era cosa de lanzarse a lo borras,
porque muchas traen galán y nada más buscan a la víctima a quien asaltar. Fui
al área de luces y luego me acerqué al escenario. Hasta donde lo permitían las
vallas y los felones que la guardaban. Una vez que se logra el enganche entre
artistas y raza la vigilancia también afloja. Me logré colar hasta la orilla
del escenario, muy a la orilla, desde donde no podía ver siquiera la punta de
las botas de los Cardenales. Qué desperdicio, dirá el envidioso. Nada de eso.
Allí es donde se tienta a la suerte y nada se pierde, todo se está por ganar.
Le había echado el ojo a una chava sola, bien buena y solita. Dos vueltas y sin
nadie. Demasiado tiempo para que su león no enseñara los colmillos. Dije, desde
la mera orilla te veo chamaca. Me subí a la orillita del escenario. Había una
escalera escondida, seguro para el personal técnico. Me senté y desde allí la
miraba. Mediría no más de uno sesenta y cinco. Pantalón de mezclilla, bien
lleno, ombligo al aire y playera ajustada. Que se mueran los demás, pero que
vivan los Cardenales de Nuevo León. Un caramelo la chamaca. Eso sí, bien
introvertida. Con nadie hacía ronda ni enganche. Bailaba y cantaba sin parar.
Un vivo se le puso enfrente y quiso bailar con ella. Transparente fue. Ni en
cuenta lo tuvo. La quiso sujetar. Ni un rabillazo de ojo le echó. Siguió su
baile, como antena de carro a quien el aire le viene guango. No había compañía
nefasta, supe y pensé, tal vez es cosa de tiempo. Ver una chamaca así, bonita,
propia, metida en sí y ajena al mundo del concierto me conquistó. Es
inevitable, el misterio toca y llama. Podrías ser mi novia, pensé, pero el
misterio es mal empiezo como para quien quiere cambiar de vida. ¿Qué pasa
cuando el misterio se va? No siempre es bueno el encuentro. En esas estaba
cuando en medio del ruidero oí un grito de sorpresa. Volteé y era una vaquera
que se había asustado con mi bulto. No esperaba que estuviera tapando la bajada
y como salió de prisa alcanzó a perjudicársele el ánimo. Es difícil comunicarse
en medio de un concierto y es más difícil que alguien que hace su trabajo tenga
tiempo de gentilezas o de buenas suposiciones. Si alguien va al concierto es
para oírlo, así que un tipejo al lado del escenario puede ser signo de una mala
intención. Pero la chava tenía sus ganglios bien firmes y pasó al regaño. No
tienes nada que estar haciendo aquí. Le voy a hablar a los de seguridad. Es
desde el cuerpo que uno sabe que ni ella iba a pasar a cumplir sus amenazas ni
yo tenía ganas de provocarle un daño. De hecho yo también me había asustado y
apenas me ponía en orden. Como hecho adrede, volteé al público y la chamaca de
mis caras miradas se alejaba sola, bailando, como si buscara una mirada más
fiel o un rincón más íntimo. ¿Intimidad entre tanta gente? En eso acabamos, en
sombras entre la luz, el humo y las canciones. Por fin brinqué los cuatro
escalones y puse mis botas en tierra firme. Me puse lejos del último escalón y
ella bajó con prisa. A un lado, dijo, están fallando las bocinas del sector sur
y si no lo arreglo va a empezar la rechifla. El daño no era notorio y apenas si
lo entendí entre la interpretación de mis músicos predilectos. Empezó a
rastrear el cable y yo me quedé perplejo, viendo cómo un alambre era toda su
atención, como si de él dependiera la vida. La chamaca me había ganado con su
rareza, porque juraría que las canciones la molestaban y la excesiva luz en el
escenario provocaba una gran oscuridad en los alrededores. Siguió el alambre
rojo, como si fuera la llama de una mecha de dinamita hasta llegar a los
enormes aparatos que escoltaban también los extremos del escenario. De pronto
jalaba y regresaba con desprecio el alambre. Por fin apareció uno de esos
policías contratados para el evento. Lo vi a trasluz y más que nada pude
distinguir su contorno y el polvo que se elevaba cada vez más alto por la
zapateada que le estaba dando la multitud. No sé si les alcanzaría para
provocar lluvia con el sudor de la gente. Eso suele suceder en las terrazas tradicionales,
con techos de metal. En la madrugada empieza a llover tu sudor, pero viene
acompañado de grumos de la tierra que ha subido. Aquí el espacio abierto
impediría la reutilización, pero era todo un espectáculo. Salte de allí, me
gritó. Ésa es zona prohibida. Se levantó la mujer y le dijo que le hubiera
impedido acercarse antes, ahora ya qué se gana con correrlo, mejor ayúdeme a
revisar el cable, porque si el contacto no se restablece va a tener que
trabajar horas extras. El hombre no sabía ni qué hacer. Su tarea era mantener
el orden que yo había roto aunque nadie se diera cuenta, pero no entendía lo de
los cables, así que le empecé a hacer al engabanado y buscar el cable flojo o
la conexión suelta. Ella seguía hincada, avanzando como si sus pies fueran de
enana. Encontró un enroque de cables. Hasta allí fui yo, muy mirasabido. Les
dije que no quería estas madres, sólo provocan falsos contactos, cuando no
cortos y desgracias. Me las van a pagar. A ver tú, agárrale aquí y no le
aflojes. Tampoco que se te pase la mano porque chisporrotea. El poli no entraba
al submundo de estas perfecciones que hacen posible que los Cardenales sean la
estrella del firmamento artístico nacional, así que no dudé y lo hice yo. Voy
por un cable completo, que llegue directo a las bocinas, sin estos pinches
contactos. Si nos agarran los de Reglamentos Municipales nos multan. Y allí
estaba yo, entendiendo que había una bocina más que se había desconectado y que
no podía permitir que se apagara, porque la hinchada lo iba a notar. El policía
era un coyón, porque más que relevarme pensó este güey se va a electrocutar,
así que dijo voy y vengo, no sea que se arme lío con esto y no lo volví a ver.
Pasaron dos, tres canciones y empezaba a pensar que la vieja me había hecho lo
que a los niños metiches que para que no fastidien les ponen una herramienta en
la mano mientras el maestro hace tranquilamente su labor. No era así. La vi
bajar por la misma escalera por la que no la había visto subir, pero que antes
nos había servido de punto de sorpresa. Dijo lo sostienes por lo menos otras
dos canciones. Después hacen una pausa de dos minutos y entonces tenemos que
hacer el cambio de conexión. No hay otra. Mi noche de sábado, mi lucha por el
desarrollo humano y mi gusto por los Cardenales estaban en un cable que debía
mantener unido. La obligación me hacía rebelarme, pero por fin llegó el momento
de la pausa y la chava hizo los conectes necesarios, preguntó por el policía y
no tuvo necesidad de rayársela, yo lo hice por ella. Me dijo te debo una. Te
invito una cerveza, dime a dónde te la mando. Mejor invítamela a la salida,
porque aquí a dónde me la vas a mandar. Sonrió. Está bien, pero nada más eso,
el agradecimiento no va más allá, vaquero. De modo que el cazador tira al agua
y le cae encima una paloma. Es hasta entonces que el ánimo se enciende, Jesús,
pero si es una mujer en toda forma, sin misterios, con la vida resuelta y que
tiene tal vez un amor en cada concierto, pero que está como quiere. De allí que
mis encantos tuvieron que jugar su mejor papel y después de la cerveza la pude
invitar a cenar, pero a mi hotel dijo, sin pensar mal, es que estoy que me
caigo de cansancio y no puedo andar muy lejos. Y bueno, no estaba lejos del
mío. Cómo decir que la cena fue chistosa, que todo el tiempo estuve
provocándola con que no me gustaban los Cardenales, con que son pájaros, con
que son unos jugadores de beisbol que siempre pierden, con que son unos
viejitos que eligen papa y se visten de negro y púrpura para asustar a la gente
y condenarla. Y la atracción se dio. No de mí por ella, sino de ella por mí,
porque desde que la vi subir una vez resuelto el problema técnico por la
escalera me dije de allí eres muñeco, mira nada más lo que traen los Cardenales
para ti. Profesionista, soltera, norteña, autosuficiente, descreída del amor,
soñadora, degustadora de la música en inglés y de los Cardenales. Cardenales
son los que quedan cuando a uno lo azotan, le dije y eso no le gustó. El caso
es que cuando ella se despedía en la puerta del restaurante yo me jugué mi
resto y le dije, estamos muy a gusto y debemos seguirla, la plática claro, así
que en tu cuarto o en el mío, aquí a cuatro cuadras. Y dijo no, soy mujer
tradicional, romántica qué quieres. Soy nochera, pero hasta allí, creo en el
amor y en la fidelidad y en mi trabajo las aventuras se pagan a precio muy
alto. No tengo compromiso ni quiero tenerlo en lo inmediato y sí, me siento
bien contigo, pero no lo echemos a perder. Todo sea por los Cardenales. Era
tarde y el bar estaba cerrando. Ven al lobby, no puedo quedarme en la puerta
como buscando chamba. Platicamos hasta que las primeras luces se anunciaron y
decidimos que el descanso llamaba. Todavía quise intentar un último asalto,
pero aunque me regresó un beso muy cerca de mis labios, era más su cansancio y una
cierta paz que era lo que nos habíamos ganado esa noche de gira. Te acompaño al
aeropuerto, le dije. Paso a las dos por ti. Órale, contestó, para sentirme como
la novia perfecta. Ese dicho bien valió el viaje y la desvelada. Vino después
la parte defensiva. Pero no me digas nada del futuro. Si realmente te intereso
a partir de ahora, búscame en cualquiera de los conciertos, como ahora, así no
fijamos falsas expectativas. Sabía que era lo más que se podía lograr. La
liebre había saltado con fortuna. Dormí largo y tendido. A las doce me
despertaron para avisarme que en una hora debía desalojar el cuarto. Apenas
pude bañarme y juntar mis cosas. Ya me esperaba en la puerta de su hotel. Dudé
que vinieras. ¿Cómo crees? Soy hombre de palabra. Tomamos un taxi. Apenas si
cruzamos palabra. Tomé su mano y no lo evitó. Al acompañarla al mostrador ya
habían documentado sus compañeros de viaje, por fin visibles, pero no los
Cardenales. Soporté sus miradas de curiosidad. Estaban celosos. Hubiera querido
conocer y felicitar al irresponsable responsable de que yo la conociera. La
dejé en el área de revisión. Nos dimos un beso grande, de boca a boca, y yo
creo que el viaje valió todavía más la pena. Puedo soñar con ella desde
entonces. Y toda iba muy bien, como entre nubes y nostalgia, hasta que traspuse
la puerta principal del aeropuerto y vi venir un carro chingón, majestuoso,
blanco, y no era un carro de novia, porque percibí por el rabillo del ojo
izquierdo que un cuate armado salía de atrás del pilar y alcancé a girar la
cara y vi al otro cabrón haciendo el cierre por la derecha. Se acercaban a la
calle como si le fueran a abrir la puerta y del otro lado otros vales con
metralleta en mano apuntaban al blanco y botas para qué las quiero, ah cabrón,
una celada a plena luz del día, fuego cruzado a la vista, me tiro al suelo y me
ruedo hasta acercarme a uno de los pilares, allí me cubro y empieza el
concierto de balazos y oigo la voz como si fuera en cámara lenta, aquí te
mandan esto mis jefes, cardenal hijo de la chingada, a ver si Dios te enseña a
ser legal y parejo, y más plomo y gritos y mi corazón aplastado tratando de
esconderse para no ser alcanzado y más disparos y más gritos y motores y
quejidos y olor a pólvora y a susto y alcancé a ver que los hombres se iban con
las armas humeantes, sin nadie a la vista que les intentara siquiera cerrar el
paso, me asomo y el carro imponente era ahora una piltrafa llena de agujeros y
pegada a la ventanilla una cara antes venerable, de un anciano canoso con la
boinita de sacerdote importante cayendo por su frente. Le habían respetado la
cara, pero el carro estaba lleno de plomazos. El cardenal, después lo supe, no
se movía, tampoco tenía un gesto de dolor o de sorpresa. No se veía sangre.
Entonces pensé en mí y alcancé a ver que en las orillas no había peligro, que
la confusión iba a tardar un rato, pero que actuarían de los lados al centro y
comprendí que el peligro se aproximaba ahora que policías y curiosos salían del
susto y buscaban con quién desquitarse y me dije hasta aquí tu visita a
Zapotatriz de las Popochas, pero acuérdate que la semilla del futuro va en ti,
tienes viajes por delante y conciertos por vivir, después sentarás cabeza y
serás feliz, porque la chica de tus sueños está en el aire y sueña contigo,
lleva un beso tuyo, a pesar de que tal vez, así son las cosas, justo en el
momento en que tu vida se abría a otros horizontes, los Cardenales callaron.
*Este relato forma parte del libro Manual muy mejorado de madrigueras y trampas. A Zamorita ita ita. Desde
Culiaca acas acas, México, Instituto Zacatecano de Cultura “Ramón López Velarde”, 2014.
Alejandro García (León, Guanajuato,
1959). Estudió la Licenciatura en Letras Españolas (Universidad de
Guanajuato), la Maestría en Historia
Regional (Universidad Autónoma de Sinaloa) y el Doctorado en Lingüística Hispánica (Universidad Nacional Autónoma de
México).
Ha
sido director de la Unidad
Académica de Letras (Universidad Autónoma de Zacatecas) de
2004 a 2008 y profesor de sus programas de Licenciatura en Letras y Maestría en
Enseñanza de la Lengua Materna.
Ha impartido clase en la
Escuela Preparatoria, en la
Maestría en Filosofía e Historia de las Ideas
y en Doctorado de Investigaciones Humanísticas y Educativas.
Ha publicado los libros
de cuentos: A
usted le estoy hablando (1980, Tierra Adentro,
INBA), (Perdóneseme la ausencia (1983, UAZ)
y Salsipuedes (2007, Tlacuilo, ICL); las novelas:
La noche del Coecillo (1993, Gob. del
Estado de Guanajuato), La fiesta del atún (2000, U de Gto./U de G.), Cris Cris, Cri Cri (2004, Lectorum) y Manual muy mejorado de madrigueras y trampas (2014, IZCRLV); los libros de ensayo: Narciso y
el estanque (1998, Cuéllar/UAZ), El
aliento de Pantagruel (1998,
UAS), El nido del Cuco (2006,
IZCRLV), Encuentros y desencuentros
(acercamientos al campo literario en Zacatecas) (2008, Ediciones de
Medianoche/ UAZ/ IZCRLV) y Problemas de
la enseñanza de la literatura. Caminos hacia una adecuada planificación (2014,
Chiquihuite/ UAZ.
En 2002 obtuvo el
Premio Nacional de Novela José Rubén
Romero.
Alejandro García, Manual muy mejorado de madrigueras y trampas. A Zamorita ita ita. Desde Culiaca acas acas, México, Instituto Zacatecano de Cultura “Ramón López Velarde”, 2014. |
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