Los cardenales callaron

Alejandro García



Hábitos vemos, cardenales no sabemos. ¿Quieres que te lo cuente otra vez? Había que oírlos cantar y moverse a su ritmo y bueno, estar en todo lo que desencadenan a su alrededor. Ni se dan cuenta de la gratitud que les tengo. Así que dije soy fan leal y voy al concierto de los Cardenales de Nuevo León y quién quite y este año me caso, porque ya huelo a solterón y es tiempo ya de prolongar la especie. Es tiempo maduro para que este muñecón muerda su media naranja y no se ande autoconsumiendo la otra por los rincones, si bien ya probó carne de hembra. En este mundo de la zapatería ya no hay mucho que pelear y antes de que salten pelos hay que sentar mollera y buscarse una mujercita en quien reposar la cabeza y obtener consejo y bueno, pues encontrar el placer a que se tiene derecho. Los chinos nos están ganando la batalla y nuestros productos son muy caros. Voy por la zona popular y veo zapatos de a veinte pesos al menudeo y aunque se vean mejores los nacionales no bajan de los ochenta. Qué esperanzas que tengan la calidad de mis botas de avestruz, de caguama, de víbora de cascabel, pero la gente no tiene bandera a la hora de comprar y estos orientales hacen chanclas que dan el gatazo, aunque luego no te aguantes los juanetes o te queden con los puros cortes como polainas. Han invadido el mercado entero, como sucede con el vino, con herramientas, con juguetes, con aparatos eléctricos y electrónicos, con consolas de juegos, con programas de computadora, con los discos o con tanta cosa que sale más barata si es extranjera. Bueno hasta nuestra bandera sale más barata made in China que en Cocoyotlán de Da Vinci. El colmo es que hasta los cuetes son producto de importación. Y a mí me consta que no truenan igual de bonito que los de acá. Así que se ha cerrado un putamadral de fábricas. Cualquier día, los patrones decentes, llaman a uno y le dicen se cierra mañana, búscate otra chamba y no la hagas de tos porque si armas pleito te vas a gastar los pocos fierros que tengas y yo prefiero darle una mordida al abogado a admitir que perdí o que me equivoqué. Cuando no te aplican el famoso domingazo: el lunes están las instalaciones vacías y no hay ni basura para repartirse entre los trabajadores. No es por presumir, pero soy de los mejores cortadores de estas tierras, digno heredero de aquellos artesanos de taller que no necesitaban molde para cortar. Lo sabían hacer de memoria y no dejaban un pellejo suelto. Yo puedo sacarte la piel y ni cuenta te das, nada más te empieza a salir la sangre y no hay qué la contenga. No hay peligro. Soy hombre de paz y ni siquiera cargo la cuchilla, así de paso separo el trabajo de mis placeres. Aquí en mi fábrica, bueno en la que trabajo, todavía se conserva el seguimiento y el control de calidad par por par y yo soy el encargado de que el corte no falle. Eso le da al producto un precio muy alto, aunque el mercado es muy dirigido a gente de ingresos altos o piripituchas que quieren volar en un espacio aéreo que no les corresponde. Pinches orientales malévolos. Cómo no nos mandan unas chinas baratas y a modo para que la competencia sea en todas las ramas de la actividad. Con cien pesos te comprarías cinco chinas bien esbeltas y no andarías dando numeritos con los papás de las nativas para que puedan salir contigo y te pongan la pata encima, la pata prohibidora que impide pecar. Así podrías traer tu harem de chinitas desechables. Úsese una vez y tírese en el depósito de basura orgánica. El mundo me duele sin serme propio o estar al alcance de mis virtudes de solución, pero yo me pongo fugaz y alabastrino con los Cardenales de Nuevo León y por nada del mundo me iba a perder el espectáculo. Eso sí está a mi alcance. Había que viajar hasta Zapotatriz de las Popochas y quedarse por lo menos esa noche, pero bien valía la pena. Salí del trabajo, me rayaron y me cayó como anillo al dedo que tenía un guardadito con un compa que no pudo evitarme, lo agarré con las manos en el sobrecito de la raya semanal, y no le quedó más remedio que pagarme. Era dinero que consideraba perdido y estuvo a punto de conmoverme con el puro gesto, pero pensé de que se lo gaste en el baile de la Sonora Santanera a que me lo gaste yo en un hotelito de no malos bigotes, pues mejor me aguanto el entripado y me embuchaco mi lana. Así que no contento con desbalagarme a otra ciudad, decidí que sería a todo lujo, como una especie de auto despedida de soltero. Con miedo y todo fui a una agencia de viajes y les planteé mi asunto. Esos Cardenales no se andan con cosas. Ellos cantan y conmueven y la gente se prende. Después de soportar a un jotito que lo único que deseaba era entrarme por los ojos, pero que no entendía nada de las posibilidades turísticas de la empresa, me pasó con la dueña del changarro. Ella sí se puso guapa y me dio las posibilidades e hizo los conectes necesarios. Salí con mis boletos, mi hotel y mi pasaje o por lo menos con papeles para reclamar los originales. Me subí a uno de esos camiones ejecutivos con 20 asientos, aire acondicionado y que ya de entrada te dan tu cocota y un sanduichete que me supo a gloria. Escogí el asiento trece porque me dijeron que allí iba la televisión y que era sólo para mí. En esas corridas suben mujeres dos que tres piales, de buena factura y aunque no siempre de buenos modales, sí disponibles para la vista y la apreciación generosa. Yo tengo mi sangre de chinche y esas pirruris caen en mis modales más finos que mi oficio zapatero, cortador, a Dios gracias, y no puedo quejarme de dos o tres arrumacos que me he conseguido. Por fortuna mi decisión fue acertada, pues no había buen ganado a la vista. Los sábados no hay tanta gente y como aquí la raza se había vuelto loca con un súper concierto con lo que queda de la Sonora Santanera pues me vi más solo en el viaje que otras veces, aunque dudo que estos camiones padezcan del aprecio de la raza brava. Ésa se mueve en aventón, caminando o en camiones baratos. Sería por eso que los andenes estaban bufando de raza que llegaba y no de gente fina, como esta servilleta, que salía. Se me ocurrió a principios de semana, cuando empecé a darle vueltas a la idea de mi escapada, invitar a Felisa, pero anduvo de jetas dos o tres días y cuando me hizo caso era en los momentos en que mi decisión iba a la baja. Además, siempre es bueno salir de cacería a esos conciertos, nada más con el cuidado de que no te rompan toda la madre. Así que se debe estudiar el terreno de pe a pa y no cometer errores. Y no llevas la responsabilidad de que te bajen la vieja o te vayas a meter en una bronca por defenderla. Llegué a soñar la invito, me dice que sí, porque los Cardenales la vuelven loca, más que a mí, pero ya llegando a la Central la convenzo y me la llevo al hotel y hasta que las pieles nos raspen y nos sangren o después, ya bien aflojada por las canciones de los reyes de la canción mexicana y dos o tres cervatanas. Sueño fue y aunque al salir de la fábrica me sacó plática y vi cómo le brillaron los ojos cuando por fin le dije que me escapaba a escuchar Cardenales, después de una cara de yo no entiendo, dijo qué envidia, lástima que esté tan lejos, y no me funcionó la cortesía y sí la timidez. Además ya tengo invitación para bailar con la Sonora Santanera. No me tocabas, morena, tendré que pensar en cacería a lo grande, en la pradera de la terraza donde los Cardenales habrán de romper el corazón de chicas soñadoras y baquetones en edad de merecer como este pimpollo. El viaje es corto y agradable, por autopista. Casi al salir, en vista de que la película era para niños y de que sólo iba una muchacha potable, pero muy bien cuidada por su mamá, me dormí a pata tirante. De buena gana me hubiera quitado las chanclas, pero la edecán insistió en que por la comodidad de los pasajeros era mejor mantener las patitas a cubierto. Y vaya que tenía la razón la mujer, porque si sueltan esos miasmas empieza la vomitadora en el camión y aunque no me rugen mucho los apéndices no fuera a ser que por el estress del viaje anduviera venenoso y desatara la guerra de las galaxias. Yo que sé de zapatos puedo afirmar que a veces es el material con que está hecho, porque la piel está a punto de pasar a la historia, desplazada por el hule. Antes sólo las sirvientas y los pobres usaban plástico a diario. Después hicieron calzado graciosito, pero que casi te devoraba la pata, te quedaba como ampolla gorda. Hoy la piel es cara y muchas veces está mal curtida. Así que de pronto ves a una dama muy bien plantada pero hasta tu naricita llegan los efluvios y es de las que se quitan las chanclitas y sales a pedir un tanque de oxígeno. La peste ha llegado a niños, jóvenes, adultos y ancianos. Yo soy un cazador solitario. Los Cardenales son los mejores pájaros que conozco. Nada deben. Uno les debe y yo les besaría las patas si me lo pidieran. No ando en jauría tras la jauría. Y prefiero piezas sueltas, tiernas y especiales. Siempre hay venaditas al margen de la bulla. Es cosa de rastrear y saberse mover con sigilo. En la orilla viven las soñadoras. Hay muchos como yo, así que es mejor moverse con cuidado. En el punto más alto del concierto siempre hay oportunidad de que las miradas se centren en el escenario y es cuando el buen tirador sabe lo que hay en oferta. No es que me pierda el momento culminante, porque para mí los Cardenales son lo máximo y me sé de memoria sus rolas, las llevo conmigo y ese momento intenso me colma de energía para encontrar a la más linda y dispuesta del concierto. Había mucha competencia en el campo de tiro y estaba raro el terreno, como muy disperso en las orillas, con pocas claridades en cuanto a la chica de mis sueños. El ambiente todavía no unía y aglutinaba. Me metí un rato en el centro del concierto baile. Estaba caliente el ritmo. Había un clinch endemoniado entre las parejas y no era raro encontrar a grupos de mujeres que bailaban entre ellas sin esperar un galán. Había chamacas a granel. Dos o tres estaban dispuestas a tumbarle la solemnidad a este muñeco. Había para escoger, pero hay días que el latido no va por allí. Me armé de ánimos y salí a las orillas, no sin recibir dos o tres pisotones y gestos de entonces a qué vienes, inútil. Se iba compactando el grupo y entre el baile y las canciones de los asistentes habían logrado que los ojos se perdieran o se fijaran en el escenario. Es la mística del baile y los Cardenales lo hacen como nadie. El momento en que estás adentro de ti, abrazado a tu dama o en busca de tocarte a ti mismo, como con dedos de terciopelo o las dos cosas a la vez o simplemente ver en ellos a una especie de grupo de sacerdotes que elevan la hostia para consagrarla y con ello se llevan todas las miradas y las voluntades de los creyentes. Dos o tres venaditas estaban en su propia lucha. No era cosa de lanzarse a lo borras, porque muchas traen galán y nada más buscan a la víctima a quien asaltar. Fui al área de luces y luego me acerqué al escenario. Hasta donde lo permitían las vallas y los felones que la guardaban. Una vez que se logra el enganche entre artistas y raza la vigilancia también afloja. Me logré colar hasta la orilla del escenario, muy a la orilla, desde donde no podía ver siquiera la punta de las botas de los Cardenales. Qué desperdicio, dirá el envidioso. Nada de eso. Allí es donde se tienta a la suerte y nada se pierde, todo se está por ganar. Le había echado el ojo a una chava sola, bien buena y solita. Dos vueltas y sin nadie. Demasiado tiempo para que su león no enseñara los colmillos. Dije, desde la mera orilla te veo chamaca. Me subí a la orillita del escenario. Había una escalera escondida, seguro para el personal técnico. Me senté y desde allí la miraba. Mediría no más de uno sesenta y cinco. Pantalón de mezclilla, bien lleno, ombligo al aire y playera ajustada. Que se mueran los demás, pero que vivan los Cardenales de Nuevo León. Un caramelo la chamaca. Eso sí, bien introvertida. Con nadie hacía ronda ni enganche. Bailaba y cantaba sin parar. Un vivo se le puso enfrente y quiso bailar con ella. Transparente fue. Ni en cuenta lo tuvo. La quiso sujetar. Ni un rabillazo de ojo le echó. Siguió su baile, como antena de carro a quien el aire le viene guango. No había compañía nefasta, supe y pensé, tal vez es cosa de tiempo. Ver una chamaca así, bonita, propia, metida en sí y ajena al mundo del concierto me conquistó. Es inevitable, el misterio toca y llama. Podrías ser mi novia, pensé, pero el misterio es mal empiezo como para quien quiere cambiar de vida. ¿Qué pasa cuando el misterio se va? No siempre es bueno el encuentro. En esas estaba cuando en medio del ruidero oí un grito de sorpresa. Volteé y era una vaquera que se había asustado con mi bulto. No esperaba que estuviera tapando la bajada y como salió de prisa alcanzó a perjudicársele el ánimo. Es difícil comunicarse en medio de un concierto y es más difícil que alguien que hace su trabajo tenga tiempo de gentilezas o de buenas suposiciones. Si alguien va al concierto es para oírlo, así que un tipejo al lado del escenario puede ser signo de una mala intención. Pero la chava tenía sus ganglios bien firmes y pasó al regaño. No tienes nada que estar haciendo aquí. Le voy a hablar a los de seguridad. Es desde el cuerpo que uno sabe que ni ella iba a pasar a cumplir sus amenazas ni yo tenía ganas de provocarle un daño. De hecho yo también me había asustado y apenas me ponía en orden. Como hecho adrede, volteé al público y la chamaca de mis caras miradas se alejaba sola, bailando, como si buscara una mirada más fiel o un rincón más íntimo. ¿Intimidad entre tanta gente? En eso acabamos, en sombras entre la luz, el humo y las canciones. Por fin brinqué los cuatro escalones y puse mis botas en tierra firme. Me puse lejos del último escalón y ella bajó con prisa. A un lado, dijo, están fallando las bocinas del sector sur y si no lo arreglo va a empezar la rechifla. El daño no era notorio y apenas si lo entendí entre la interpretación de mis músicos predilectos. Empezó a rastrear el cable y yo me quedé perplejo, viendo cómo un alambre era toda su atención, como si de él dependiera la vida. La chamaca me había ganado con su rareza, porque juraría que las canciones la molestaban y la excesiva luz en el escenario provocaba una gran oscuridad en los alrededores. Siguió el alambre rojo, como si fuera la llama de una mecha de dinamita hasta llegar a los enormes aparatos que escoltaban también los extremos del escenario. De pronto jalaba y regresaba con desprecio el alambre. Por fin apareció uno de esos policías contratados para el evento. Lo vi a trasluz y más que nada pude distinguir su contorno y el polvo que se elevaba cada vez más alto por la zapateada que le estaba dando la multitud. No sé si les alcanzaría para provocar lluvia con el sudor de la gente. Eso suele suceder en las terrazas tradicionales, con techos de metal. En la madrugada empieza a llover tu sudor, pero viene acompañado de grumos de la tierra que ha subido. Aquí el espacio abierto impediría la reutilización, pero era todo un espectáculo. Salte de allí, me gritó. Ésa es zona prohibida. Se levantó la mujer y le dijo que le hubiera impedido acercarse antes, ahora ya qué se gana con correrlo, mejor ayúdeme a revisar el cable, porque si el contacto no se restablece va a tener que trabajar horas extras. El hombre no sabía ni qué hacer. Su tarea era mantener el orden que yo había roto aunque nadie se diera cuenta, pero no entendía lo de los cables, así que le empecé a hacer al engabanado y buscar el cable flojo o la conexión suelta. Ella seguía hincada, avanzando como si sus pies fueran de enana. Encontró un enroque de cables. Hasta allí fui yo, muy mirasabido. Les dije que no quería estas madres, sólo provocan falsos contactos, cuando no cortos y desgracias. Me las van a pagar. A ver tú, agárrale aquí y no le aflojes. Tampoco que se te pase la mano porque chisporrotea. El poli no entraba al submundo de estas perfecciones que hacen posible que los Cardenales sean la estrella del firmamento artístico nacional, así que no dudé y lo hice yo. Voy por un cable completo, que llegue directo a las bocinas, sin estos pinches contactos. Si nos agarran los de Reglamentos Municipales nos multan. Y allí estaba yo, entendiendo que había una bocina más que se había desconectado y que no podía permitir que se apagara, porque la hinchada lo iba a notar. El policía era un coyón, porque más que relevarme pensó este güey se va a electrocutar, así que dijo voy y vengo, no sea que se arme lío con esto y no lo volví a ver. Pasaron dos, tres canciones y empezaba a pensar que la vieja me había hecho lo que a los niños metiches que para que no fastidien les ponen una herramienta en la mano mientras el maestro hace tranquilamente su labor. No era así. La vi bajar por la misma escalera por la que no la había visto subir, pero que antes nos había servido de punto de sorpresa. Dijo lo sostienes por lo menos otras dos canciones. Después hacen una pausa de dos minutos y entonces tenemos que hacer el cambio de conexión. No hay otra. Mi noche de sábado, mi lucha por el desarrollo humano y mi gusto por los Cardenales estaban en un cable que debía mantener unido. La obligación me hacía rebelarme, pero por fin llegó el momento de la pausa y la chava hizo los conectes necesarios, preguntó por el policía y no tuvo necesidad de rayársela, yo lo hice por ella. Me dijo te debo una. Te invito una cerveza, dime a dónde te la mando. Mejor invítamela a la salida, porque aquí a dónde me la vas a mandar. Sonrió. Está bien, pero nada más eso, el agradecimiento no va más allá, vaquero. De modo que el cazador tira al agua y le cae encima una paloma. Es hasta entonces que el ánimo se enciende, Jesús, pero si es una mujer en toda forma, sin misterios, con la vida resuelta y que tiene tal vez un amor en cada concierto, pero que está como quiere. De allí que mis encantos tuvieron que jugar su mejor papel y después de la cerveza la pude invitar a cenar, pero a mi hotel dijo, sin pensar mal, es que estoy que me caigo de cansancio y no puedo andar muy lejos. Y bueno, no estaba lejos del mío. Cómo decir que la cena fue chistosa, que todo el tiempo estuve provocándola con que no me gustaban los Cardenales, con que son pájaros, con que son unos jugadores de beisbol que siempre pierden, con que son unos viejitos que eligen papa y se visten de negro y púrpura para asustar a la gente y condenarla. Y la atracción se dio. No de mí por ella, sino de ella por mí, porque desde que la vi subir una vez resuelto el problema técnico por la escalera me dije de allí eres muñeco, mira nada más lo que traen los Cardenales para ti. Profesionista, soltera, norteña, autosuficiente, descreída del amor, soñadora, degustadora de la música en inglés y de los Cardenales. Cardenales son los que quedan cuando a uno lo azotan, le dije y eso no le gustó. El caso es que cuando ella se despedía en la puerta del restaurante yo me jugué mi resto y le dije, estamos muy a gusto y debemos seguirla, la plática claro, así que en tu cuarto o en el mío, aquí a cuatro cuadras. Y dijo no, soy mujer tradicional, romántica qué quieres. Soy nochera, pero hasta allí, creo en el amor y en la fidelidad y en mi trabajo las aventuras se pagan a precio muy alto. No tengo compromiso ni quiero tenerlo en lo inmediato y sí, me siento bien contigo, pero no lo echemos a perder. Todo sea por los Cardenales. Era tarde y el bar estaba cerrando. Ven al lobby, no puedo quedarme en la puerta como buscando chamba. Platicamos hasta que las primeras luces se anunciaron y decidimos que el descanso llamaba. Todavía quise intentar un último asalto, pero aunque me regresó un beso muy cerca de mis labios, era más su cansancio y una cierta paz que era lo que nos habíamos ganado esa noche de gira. Te acompaño al aeropuerto, le dije. Paso a las dos por ti. Órale, contestó, para sentirme como la novia perfecta. Ese dicho bien valió el viaje y la desvelada. Vino después la parte defensiva. Pero no me digas nada del futuro. Si realmente te intereso a partir de ahora, búscame en cualquiera de los conciertos, como ahora, así no fijamos falsas expectativas. Sabía que era lo más que se podía lograr. La liebre había saltado con fortuna. Dormí largo y tendido. A las doce me despertaron para avisarme que en una hora debía desalojar el cuarto. Apenas pude bañarme y juntar mis cosas. Ya me esperaba en la puerta de su hotel. Dudé que vinieras. ¿Cómo crees? Soy hombre de palabra. Tomamos un taxi. Apenas si cruzamos palabra. Tomé su mano y no lo evitó. Al acompañarla al mostrador ya habían documentado sus compañeros de viaje, por fin visibles, pero no los Cardenales. Soporté sus miradas de curiosidad. Estaban celosos. Hubiera querido conocer y felicitar al irresponsable responsable de que yo la conociera. La dejé en el área de revisión. Nos dimos un beso grande, de boca a boca, y yo creo que el viaje valió todavía más la pena. Puedo soñar con ella desde entonces. Y toda iba muy bien, como entre nubes y nostalgia, hasta que traspuse la puerta principal del aeropuerto y vi venir un carro chingón, majestuoso, blanco, y no era un carro de novia, porque percibí por el rabillo del ojo izquierdo que un cuate armado salía de atrás del pilar y alcancé a girar la cara y vi al otro cabrón haciendo el cierre por la derecha. Se acercaban a la calle como si le fueran a abrir la puerta y del otro lado otros vales con metralleta en mano apuntaban al blanco y botas para qué las quiero, ah cabrón, una celada a plena luz del día, fuego cruzado a la vista, me tiro al suelo y me ruedo hasta acercarme a uno de los pilares, allí me cubro y empieza el concierto de balazos y oigo la voz como si fuera en cámara lenta, aquí te mandan esto mis jefes, cardenal hijo de la chingada, a ver si Dios te enseña a ser legal y parejo, y más plomo y gritos y mi corazón aplastado tratando de esconderse para no ser alcanzado y más disparos y más gritos y motores y quejidos y olor a pólvora y a susto y alcancé a ver que los hombres se iban con las armas humeantes, sin nadie a la vista que les intentara siquiera cerrar el paso, me asomo y el carro imponente era ahora una piltrafa llena de agujeros y pegada a la ventanilla una cara antes venerable, de un anciano canoso con la boinita de sacerdote importante cayendo por su frente. Le habían respetado la cara, pero el carro estaba lleno de plomazos. El cardenal, después lo supe, no se movía, tampoco tenía un gesto de dolor o de sorpresa. No se veía sangre. Entonces pensé en mí y alcancé a ver que en las orillas no había peligro, que la confusión iba a tardar un rato, pero que actuarían de los lados al centro y comprendí que el peligro se aproximaba ahora que policías y curiosos salían del susto y buscaban con quién desquitarse y me dije hasta aquí tu visita a Zapotatriz de las Popochas, pero acuérdate que la semilla del futuro va en ti, tienes viajes por delante y conciertos por vivir, después sentarás cabeza y serás feliz, porque la chica de tus sueños está en el aire y sueña contigo, lleva un beso tuyo, a pesar de que tal vez, así son las cosas, justo en el momento en que tu vida se abría a otros horizontes, los Cardenales callaron.


*Este relato forma parte del libro Manual muy mejorado de madrigueras y trampas. A Zamorita ita ita. Desde Culiaca acas acas, México, Instituto Zacatecano de Cultura “Ramón López Velarde”, 2014.



Alejandro García (León, Guanajuato, 1959). Estudió la Licenciatura en Letras Españolas (Universidad de Guanajuato), la Maestría en Historia Regional (Universidad Autónoma de Sinaloa) y el Doctorado en Lingüística Hispánica (Universidad Nacional Autónoma de México).
Ha sido director de la Unidad Académica de Letras (Universidad Autónoma de Zacatecas) de 2004 a 2008 y profesor de sus programas de Licenciatura en Letras y Maestría en Enseñanza de la Lengua Materna.
Ha impartido clase en la Escuela Preparatoria, en la Maestría en Filosofía e Historia de las Ideas y en Doctorado de Investigaciones Humanísticas y Educativas.
Ha publicado los libros de cuentos: A usted le estoy hablando (1980, Tierra Adentro, INBA), (Perdóneseme la ausencia (1983, UAZ) y Salsipuedes (2007, Tlacuilo, ICL); las novelas: La noche del Coecillo (1993, Gob. del Estado de Guanajuato), La fiesta del atún (2000, U de Gto./U de G.), Cris Cris, Cri Cri (2004, Lectorum) y Manual muy mejorado de madrigueras y trampas (2014, IZCRLV); los libros de ensayo: Narciso y el estanque (1998, Cuéllar/UAZ), El aliento de Pantagruel (1998, UAS), El nido del Cuco (2006, IZCRLV), Encuentros y desencuentros (acercamientos al campo literario en Zacatecas) (2008, Ediciones de Medianoche/ UAZ/ IZCRLV) y Problemas de la enseñanza de la literatura. Caminos hacia una adecuada planificación (2014, Chiquihuite/ UAZ.
En 2002 obtuvo el Premio Nacional de Novela José Rubén Romero.

Alejandro García, Manual muy mejorado de madrigueras y trampas. A Zamorita ita ita. Desde Culiaca acas acas, México, Instituto Zacatecano de Cultura “Ramón López Velarde”, 2014.

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