La vida en Trieste
David Miklos
Ahí estábamos, por irnos y no.
Antonio Di Benedetto, Zama
1
—¿Es ese
el barco que nos llevará a América?
La
voz resuena como un eco en una cuenca vacía, los recuerdos de la mujer que dice
las palabras fugados de su cabeza, la vista concentrada en la huella de un
cuadro sobre la cabecera de su cama.
(Digo la mujer y hablo de ti en tercera
persona, no puedo evitarlo, pero si tú misma no recuerdas tu nombre, no veo
sentido en sacarte del anonimato en el que tan cómoda pareces sitiada.
La
enfermera entra al cuarto, como hace cada tarde, a las siete menos diez, el
aviso mudo de que la visita está por terminar.
Tendré
que dejarte sola de nuevo.
—¿Sueña
cuando duerme? —le pregunto a la enfermera.
—Eso
solo ella lo sabe —me responde y sonríe, una mueca de compasión en su gesto.
—No
creo que sueñe —afirmo, más para mí que para ella, solícita y siempre vestida
de blanco, un velero solitario en la bahía, al pairo, ante la puesta del sol.
Tras
un silencio fugaz en el que ambos te contemplamos mientras tú miras el
rectángulo vacío impreso sobre el muro, la enfermera se vuelve a verme, me toma
por el hombro y dice:
—La
memoria, lo mismo que el agua, siempre encuentra su fuga.
Y
sale del cuarto, como si el telón hubiera caído. Fin de la función).
2
El hombre
mira el charco sobre la loseta de la cocina, el agua a punto de alcanzar la
alfombra que cubre el suelo de la estancia, allí donde se encuentran todos sus
libros, secos y protegidos de la intemperie y sus elementos.
Secarlo
todo lo deja extenuado, tanto que abandona el par de cubetas rellenas de un
agua sucia a la entrada del departamento.
Hace
varios días que no sale a la calle, los mismos días, largos días, que lleva
solo.
Más
que solo, abandonado como las cubetas, piensa el hombre y regresa a la cama
destendida, se envuelve en el edredón que aún guarda registro de las muchas
noches pasadas con ella, manchas fósiles de su intimidad suspendida, ámbar de
algodón y plumas.
(Digo el hombre y hablo de mí en tercera
persona, juego a esconderme, lo mismo que tú, en un sitio libre de nombres,
como si así el recuerdo de ella me fuera ajeno, anónimo el protagonista de
dicho lapso de mi propia historia.
Atardece
cuando salgo a la calle, aún no encienden el foco que ilumina la fachada del
asilo, el cartel sobre el que se lee:
Villa Casablancas
Camino
de vuelta a casa y recuerdo nuestro primer encuentro, allí, sobre la acera,
ante el umbral de tu refugio, poco antes de que todo se derrumbara).
3
Es la
manguera de agua fría de la lavadora la que se ha quebrado, he allí el origen
de la fuga y no detrás del refrigerador, el agua condensada durante la noche,
como el hombre creía.
No
más.
La
reparación le lleva una mañana entera.
Luego
de su victoria doméstica, el desamor, por fin, comienza a ceder.
(Salgo
a la calle de nuevo, cauteloso, con el ánimo de reconquistar el escenario sobre
el que ahora me manifestaba en solitario.
Evito,
pues, las rutas a las que me he habituado a andar acompañado, elijo calles
paralelas a las que acostumbro tomar, doy vuelta en esquinas nuevas, allí donde
mis pasos nunca han estado.
Una
tarde veo mi caminata bloqueada por un corro de ancianos, la mayoría de ellos
postrados sobre sillas de ruedas arcaicas, afuera de lo que no puede ser más
que un asilo en el que sus familiares los han abandonado, desprendidos
finalmente de ellos.
Ubicadas
en cada punto cardinal, cuatro enfermeras animan a los viejos a jugar a un
juego de reglas sencillas, una dinámica que busca rescatar los pocos reflejos
que ahora poseen y animar las manos artríticas que, temblorosas, se anudan en
sus regazos bien abrigados, es otoño ya.
Un
anciano, el más animoso del grupo, lanza la pelota, una esfera roja de hule
ennegrecido por el paso del tiempo y el contacto con centenas de manos, muchas
de ellas hoy vueltas polvo.
La
pelota, sucio sol naciente, traza una parábola perfecta y, con un efecto que
semeja el de una cámara lenta, cae allí adonde el viejo ha puesto la mira, en
la cuna que hacen las manos de una mujer, tú.
Las
enfermeras aplauden.
Los
ancianos cantan una victoria gutural, todos menos tú, impasible, la mirada fija
en un lugar impreciso en el espacio.
Un
instante después, de manera tan mágica como la que la ha llevado a tus manos,
la pelota se desliza al suelo y rueda hasta mis pies.
Todas
las miradas, todas salvo la tuya que mira lo de siempre, se posan sobre mí, el
tiempo de pronto suspendido, el segundero expectante, ansioso de proseguir su
ordenada andanza.
La
enfermera colocada al sur rompe el encantamiento, dice:
—Ande,
elija a alguien, láncele la pelota.
Es
así que comienzo a jugar el juego y, después, a visitarte cada tarde en tu
cuarto, a las seis en punto, cuando tú abres la boca para hacer tu pregunta, la
voz clara venida de quién sabe dónde:
—¿Es
ese el barco que nos llevará a América?).
4
El hombre
contempla la catástrofe, lo que antes se encontraba arriba, ahora abajo, el
recubrimiento del techo de la cocina todo en el suelo, cal y yeso mojado, el
concreto desnudo y gris sobre su cabeza.
Un
derrumbe íntimo, piensa el hombre y vuelve la mirada hacia el librero que ocupa
un muro entero del departamento en el que, para entonces, ya se acostumbró a
vivir solo, separado de ella, su rastro allí casi del todo desvanecido u oculto
bajo una pátina de pelusa.
Coge
un libro, descubre las hojas mojadas, el lomo engañosamente seco, entiende que
su biblioteca entera se ha arruinado, el agua una cascada silenciosa fuera de
su vista, detrás de todo.
Más
allá del librero, una novela solitaria yace victoriosa sobre el sillón, polvo
sobre la portada.
Ácaros
y piel muerta, piensa el hombre y sopla, abre el libro, una fotografía cae al
suelo.
Un
retrato de ella, de pronto omnipresente, allí, adonde todo parece haberse
derrumbado.
(Tal
vez exagero, tal vez sobrevivieron más libros y no todo se derrumbó, aunque así
me lo parece en aquel momento, el recuerdo todo lo embellece o lo hace lucir
ominoso, acabado en su perfección parabólica, como la trayectoria de la pelota
que se desprende de la mano del anciano y surca el aire para posarse, sutil, en
la cuna que hacen tus manos, quietas sobre tu regazo.
La
pelota cae al suelo y la recojo, una y otra vez.
Una
y otra vez acuso las palabras de la enfermera y le lanzo la pelota, la elijo a
ella y no a ti, tan parecida a la mujer que, entonces, me había abandonado.
Y
cada tarde vuelvo a ella con la excusa de volver a ti, cada tarde la miro
entrar a tu cuarto, el aviso de que pronto deberé marcharme y dejarlas solas,
tú dormida bajo la huella de un cuadro sobre el muro, ella de guardia junto con
las demás enfermeras vestidas de blanco, espectros que me acompañan en la
duermevela.
Solo
yo también en la cama que no comparto más con nadie.
Siempre
hay otra fuga, pienso).
5
Ambos
callan, el hombre y la mujer, las miradas vueltas al rastro que dejó un cuadro
sobre el muro, encima de la cabecera de la cama, una huella de memoria, vacía.
Pasan
de las seis de la tarde, afuera hace frío, cada día oscurece más temprano y el
juego de la pelota se suspende hasta nuevo aviso, las enfermeras se reúnen a
tomar café mientras los ancianos reciben a sus visitas, siempre escasas, cada
vez menos.
El
hombre espera la aparición de la enfermera, su entrada en escena.
La
mujer no espera nada, tránsfuga del tiempo como la maquinaria detenida de un
reloj, el segundero que, cada tarde en un momento preciso, avanza un paso y,
luego de que ella repite su letanía —¿Es ese el barco que nos llevará a
América?— regresa a su sitio y se para, una y otra vez, siempre en el mismo
minuto.
(—¿Qué
cree que mira? —le pregunto a la enfermera.
Ella
vuelve la vista allí adonde se posa la mirada de la anciana, repasa el
rectángulo vacío, la huella de un cuadro sobre el muro.
—Miraba
una fotografía, el retrato de un palacete blanco al borde del mar.
—¿Quién
se lo llevó, por qué no está más allí?
—Lo
ignoro. Nadie venía a visitarla, nadie salvo usted, ahora. Habrá sido otro de
los ancianos, alguna enfermera, un médico acaso. Era una foto vieja, algo
borrosa, impresa en sepia, ya sabe, procedente de un tiempo que ya no es. Una
tarde, no estaba más allí, pero ella no pareció extrañarla, nada cambió, su
ritual siguió, sigue siendo el mismo.
La
enfermera se sorprende ante su propia elocuencia, tanto que se sonroja y baja
la mirada.
Quiero
tocar su cara, sentir el calor de su piel, pero en vez de acariciarla a ella
rozo tu hombro, te doy las buenas noches y salgo del escenario para que, de
nuevo, caiga el telón).
6
El
departamento se ha convertido en una ruina.
Pasan
los días y el recubrimiento del techo sigue allí, esparcido por todo el suelo
junto con los libros y sus páginas mojadas, yeso y papel, tinta y pintura
blanca, un amasijo amorfo de palabras sueltas y materiales inertes de
construcción.
Un
amalgama de inutilidad, piensa el hombre y deja los zapatos al borde de la
cama, desempolva su ropa y se desploma, peso muerto, sobre el edredón.
Afuera
ha anochecido, pero las farolas no se encienden y la poca luz que hay pronto se
desvanece.
La
luz se desintegra, piensa el hombre y acaricia el lomo del libro que ha
rescatado de la catástrofe, un palacete blanco al borde del mar en su portada,
un retrato en sepia venido de un tiempo que, como la propia luz que se ha ido,
no es más.
(La
portada del libro es verde en realidad, verde y abstracta, la idea de un muelle
rústico entre las formas retratadas, una construcción endeble y fuera de foco.
Leo
el libro una y otra vez, sus palabras como la marea, casi hasta aprendérmelo de
memoria.
Regreso
a sus páginas luego de verte a ti, inmóvil en tu habitación, y a la enfermera
que nos vigila, blanca guardiana de nuestros abismales encuentros vespertinos.
Una
tarde, luego de tu ínfima vuelta a este mundo, le entrego el libro a la
enfermera, hago suyo el verdor del muelle borroso.
—De
un sobreviviente a otro —le digo sin más explicaciones—. Quizás a ella le
guste, léaselo si encuentra el tiempo.
La
enfermera coge el libro y, acto reflejo, lo abre, me pregunta:
—¿De
qué trata la obra?
—De
un hombre que espera y no.
La
enfermera lee en silencio, sus labios se mueven y yo me escabullo, dejo la
habitación despacioso como un caracol o como una sombra, dejo tras de mí el
rastro, la huella de mi deseo por ella, salgo de allí como un actor incapaz de
encarar su papel, los parlamentos olvidados bajo un telón que no cae más).
7
Pasa algo
más que el tiempo, mi memoria sana de ella, el invierno cede a la primavera y
la luz se hace de nuevo en mi ruina privada.
Me
deshago del cascajo en una jornada.
Contemplo
el techo desnudo, gris, la obra negra del edificio expuesta, sin atributos.
El
librero vacío parece mirarme a mí, la ausencia de libros es casi un demiurgo,
omnipresente, tan luminoso que me ciega.
Salgo
del departamento y, quizás a propósito, me dejo las llaves dentro.
Llego
a la calle y me encamino al asilo.
Ellos
ya están allí, el corro de ancianos organizados sobre la acera, listos para
jugar el juego, la pelota, roja y reluciente, acunada entre las manos de mi
enfermera.
Hay
un asiento vacío, una silla de ruedas junto a ti, tú tan apacible como siempre,
la mirada fija en un sitio solamente preciso para nosotros.
Me
siento.
Me
sumo a ellos.
Nosotros.
Se
escucha un aplauso, palmas que suenan como olas.
Mi
enfermera me lanza la pelota.
Tú
pareces despertar de tu sopor y sigues el vuelo de la esfera de hule nuevo,
reluciente sol parabólico.
Todo
ocurre con el habitual efecto de una cámara lenta, ubicua.
La
pelota cae en mi regazo, permanece allí un largo instante y, finalmente,
resbala al suelo.
Tú
me miras, señalas la ventana de tu habitación, me dices:
—¿Es
ese el barco que nos llevará a América?
Y
yo te respondo, afirmo.
—Ese
es el barco que nos llevará a América.
*Este
cuento forma parte del libro del mismo título, La vida en Trieste (2016), editado por Mónica Braun para Nieve de
Chamoy, procedente de La vida triestina
(2010), editado por Gabriel Bernal Granados para Libros Magenta.
David Miklos (San
Antonio, Texas, 1970), vive en México desde entonces. Es autor, entre otros
libros, de las novelas La piel muerta
(2005; traducida al inglés por Tanya Huntington y publicada como Debris en Houston por Literal Publishing
en 2016), La gente extraña (2006) y La hermana falsa (2008), una trilogía
sobre el origen publicada por Tusquets Editores México. Es profesor asociado de
la División de Historia del CIDE, en donde tiene a su cargo la edición de la
revista de historia internacional Istor
y el Seminario de Historia y Literatura. Pertenece al Sistema Nacional de
Creadores. Su novela más reciente, La
pampa imposible, verá la luz en mayo de 2017 bajo el sello de Literatura
Random House. Se le encuentra en Twitter: @dmiklos
David Miklos, La vida en Trieste (2016), editado por Mónica Braun para Nieve de Chamoy, procedente de La vida triestina (2010), editado por Gabriel Bernal Granados para Libros Magenta. |
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