¿Podrías negarte a estar vivo?
Israel Montalvo
No nací de una
mujer. O quizás, lo hice por una mujer en los sueños de un hombre. Soy como un
fantasma atrapado en los recuerdos de un pasado distante, un mundo que se
esfumó hace tanto tiempo, en verdad no conozco los detalles, como se dio la
extinción de aquello llamado “humanidad”, sólo sé que pasó, y habito en
recuerdos de esa pérdida. Momentos de la vida de un último hombre que intenta
aferrarse a lo que alguna vez fue. Soy el refugio de un desamparado, de un
atormentado que necesita eludir los restos de una especie.
Siempre
estoy ahí, contemplo la repetición constante de esa vida como si mirase una
película, una película que conozco a cada detalle y nunca me cansa, siempre hay
algo que me atrapa, un nuevo elemento en el ambiente, a veces los recuerdos se
mezclan y dan formas a mundos coloridos lejos de la agria nostalgia habitual.
Así fue como adquirí conciencia de que existía, de que era real a pesar de
carecer de un cuerpo, de ser algo que bien podría definirse como un
pensamiento.
Fue
como despertar dentro de un sueño, pero yo era el sueño, un sueño que
contemplaba a su soñador y aprendió de sus recuerdos, conocí el mundo de la
vigilia basado en un remoto pasado, un tormento que llevaba a cuesta, no porque
fuera culpable de algo y esperase rencontrarse con sus atrocidades. Más bien,
era saber que aquello vivido en esa lejana juventud en la que se refugiaba
entre sueños, era el testimonio de una raza condenada a la extinción, a
perderse en el olvido.
Con
el tiempo mi soñador empezó a padecer de sus facultades mentales, su mente se
volvió confusa, los recuerdos chocaban entre sí como trenes descarriados, ¿y el
resultado?: un millar de historias que se erigían de un día para otro y se
esfumaban como un soplo, donde el auténtico protagonista eran las versiones de
mí mismo, ya no era un mero espectador. Asumí roles protagónicos, un día podía
ser un hombre de mediana edad sumido en la mediocridad de un empleo sin futuro,
o una ama de casa reiniciando su vida después de un divorcio, o como tú, ante
esta historia.
Viví
vidas plenas y paralelas que se desarrollaban con esa fusión de recuerdos, con
los nuevos matices y los elementos que iba descubriendo y dando formas a los
escenarios efímeros.
Las
posibilidades se volvieron infinitas pero había la sensación de que algo hacía
falta, me sentía insatisfecho. A fin de cuentas éste era un mundo creado a
escala de otro. Era consciente que las reproducciones, los recuerdos que se
entrelazaban para dar forma a mi realidad, correspondían a otro tiempo, que
aquello que existiera en la vigilia de mi soñador era muy distinto a los
lugares que compartíamos en su inconciencia.
Necesitaba
saberlo, entender ese otro mundo y sobre todo, vivirlo. Se volvió una necesidad
enfermiza, la curiosidad se había vuelto una bestia hambrienta de un
conocimiento que poseía la etiqueta de “prohibido”, ¿y quién puede resistirse a
eso? La comodidad de mi realidad-confort ya era algo que no lograba llenarme y
la aventura que significaba asomarme a ese mundo, a conocer los misterios de la
vida.
Y
tú, ¿podrías negarte a estar vivo?
Despertó por
primera vez al final de sus días, se contempló en un espejo y vio el rostro de
un anciano cansado de existir, no al recién nacido que era, no al ser que
desconocía lo que era ensanchar los pulmones de aire y sentir su lengua
recorrer los confines de una boca carente de dientes.
Vivía
enlatado en un camarote con una minúscula ventana donde podía divisar el negro
abismal que se extendía infinito por el cosmos, a la estrella agonizante de ese
lugar olvidado de la vía láctea a millones de años luz del origen de los
recuerdos del soñador, ¿cómo habría llegado ahí? Se preguntó el recién nacido
que aún vestía el cuerpo de un anciano. No conocía mucho en realidad de ese
hombre, a pesar de habitar su carne, de ser un pasajero en sus recuerdos, en
verdad no lo conocía, ni si quiera sabía si tenía un nombre y en ese minúsculo
camarote había pocos vestigios de la ruina que era la vida habitada por ese
anciano.
Se
dio a la tarea de reconstruir a ese hombre, tratar de encontrarle sentido a ese
cuchitril, y después de horas sumido en esos escombros encontró una vieja caja
de cartón escondida bajo la cama, en ella se resguardaba un sobre con viejas
fotografías, todas ellas, perdidas en un
sepia añejo. En ellas pudo reconocerse, o más bien, reconocer a su piel, mucho
más joven, y acompañado de esa mujer que siempre aparecía en los confines de
sus recuerdos como algo inalcanzable. Pudo sentir la agonía gestada por el recuerdo
de ese momento como si fuera suyo, como si en verdad lo hubiese vivido.
Las
estrellas brillaban por el negro eterno, dedicó días a contemplar ese manto que
envolvía todo, el cosmos. Llevaba en sus manos la foto de esa mujer, se había
vuelto adicto a la sensación de agonía que lo embargaba cada vez que la evocaba
en sus recuerdos, cada vez que le dedicaba una mirada a su semblante en ese
pedazo de papel. Había perdido el interés por conocer la historia de ese hombre
en el cual habitaba, las emociones que le despertaban los recuerdos de esa
mujer lo intrigaban y desconcertaban, y es que ¿cómo puedes sentir una pérdida
si nunca la tuviste? No poseía la historia que podría dar coherencia a ese
sentimiento, sólo las emociones y sensaciones que reaccionaban por inercia como
si fuese el efecto de alguna droga, ¿tal vez las repuestas estuvieran del otro
lado de la puerta? En los confines de la nave, entre la tripulación, quizás
ella estuviese ahí.
No
se había atrevido a salir de ese minúsculo camarote desde que asumió la carne,
temía el contacto con hombres, no poder pasar desapercibido ante ellos, había
existido en emulaciones de la vida hasta ese entonces y ahora confrontaba la
realidad, algo que carecía del glamur de la fantasía, tan sórdido y asfixiante que
le costó un mundo confrontar el simple hecho de ser humano.
Si podía
despertar dentro del sueño que era, emerger a la superficie, y apoderarme de la
conciencia de mi pensador, ¿porque no doblegar la realidad? Manipularla a mi
antojo como si fuese plastilina en mis manos, deseaba buscar el origen de ese
hombre, su Tierra, un lugar que de algún modo he habitado desde que fui
pensado.
Un
lugar al que pueda llamar hogar.
He
visto algunos libros sobre aves, los encontré en los días que inicié mi vida.
Casi desojados y con un papel casi tal frágil que podría convertirse en polvo
en las yemas de mis dedos. Debo admitir que conocer a los otros como mi
pensador me intimidaba en un inicio, no es que me sintiera inferior por no ser
como ellos, más bien era darme cuenta que la idea que poseía de los hombres
fuera sólo un espejismo, una falsedad engendrada por la mente dispersa de un
anciano senil.
Ese
temor me hizo adentrarme en esos libros, es ahí donde encontré la respuesta.
Donde supe lo que debía hacer.
Emigrar.
Ir
al extremo de la espiral, al otro lado del cosmos y encontrar mi origen, la
Tierra prometida.
El cambio fue
gradual en un inicio, pequeñas llagas emergieron por todo su cuerpo, dejando al
descubierto la piel en carne viva, cubierta de una sustancia pegajosa que
emergía por sus poros emulando al sudor que gradualmente se fue convirtiendo en
una capa gelatinosa que lo envolvía como una segunda piel.
En
algún momento juntó ropa vieja y los cobertores de la cama en una esquina del
camarote, donde formó un nido en el cual se sumergió en un profundo letargo.
Despertó
años después, aquel lugar seguía siendo un muladar, igual que la última vez que
le dedicó una mirada. ¿A nadie le había importado la ausencia del viejo? Si es
que había alguien al otro lado de esa puerta que tanto temió atravesar. Y si éste
era el último vestigio de humanidad, una cripta metálica perdida en el olvido
del negro profundo. Quizás ese viejo fuera el punto final de aquello llamado
humanidad. Esa idea le asaltó de súbito acompañada de un remordimiento amargo,
él era quien había extinguido a una raza a la que deseaba unirse como uno de
los suyos.
Había
transcurrido toda una vida para su segundo renacimiento. Emergió siendo algo
nuevo, una criatura tan delgada y espigada como una mantis, sin bello que
mostrara su origen primitivo y su piel adquirió un color grisáceo y poseía un
alto grosor y su tacto era áspero como si fuese una lija gruesa.
Sus
ojos eran un espejo del cosmos, dos agujeros huecos en los que se asomaba un negro
abismal.
El
renacido poseía una meta a cumplir, era la herencia de aquel sueño, y de aquel
vestigio de humanidad, su cuerpo se había reinventado para poder lograr lo
inalcanzable, para navegar la negrura, debía emigrar como un ave, pero primero
debía encontrar una salida a ese camarote, a ese ataúd de hierro que flotaba
como si fuese una cáscara vacía sobre un mar infinito, debía hacer lo que sus
predecesores nunca tuvieron el valor de hacer.
Salir.
La
escotilla donde el vestigio de humanidad y el sueño contemplaron la negrura
infinita y el alba de una estrella agonizante a vidas del Edén perdido, de esa
meta tan añorada por un sueño que deseaba vivir en el lugar donde su soñador
existió, mucho antes de sólo ser un vestigio de una raza alcanzada por el
olvido. La arrancó como si rompiese una hoja de papel, de un jalón la hizo a un
lado, con un movimiento, casi involuntario de uno de esos alargados brazos que
parecían serpientes ondulándose por su propia voluntad.
El
agujero al infinito semejaba una ranura vaginal, un himen inmaculado al cual no
pudo negarse y se entregó sin siquiera pensarlo, a fin de cuentas había nacido
para entregarse a la vorágine del negro abismo.
¿Cuántas
vidas recorrió en busca del Edén? ¿Cuántas estrellas nacieron y perecieron
durante el transcurso de esa odisea? Él ya no era un sueño anhelando el pasado
de un hombre, había engendrado a cientos como él, nacidos de pensamientos y
sueños, encubados en ese cuerpo gris que con el tiempo perdió su forma
humanoide para dar paso a una esfera inmensa de donde su descendencia iba y
venía, recorriendo sus entrañas y cimentando un urbe por su circunferencia
exterior, vivían sus vidas simulando los recuerdos que les dio el primero,
ensayaban para el día que llegasen a la Tierra prometida y pudieran vivir.
La
noche eterna que cubría las ruinas cromadas de Edén fue segada por la caída de
la ciudad flotante, la esfera que alguna vez fue un viajero se convirtió en un
haz de luz que atravesó el árido silencio extendido por ese mundo perdido en el
olvido, un mundo poblado con cadáveres de concreto y cristal. Pavimentado con
los cuerpos de una raza caída eones atrás. El misterio que originó su éxodo
yacía a sus pies, en huesos viejos y secos, sembrados como maizales por los
cadáveres de concreto de países y ciudades de olvido. La colmena de
pensamientos cayó a la Tierra como un diluvio universal, ahogaron los cadáveres
y borraron el olvido de ciudades y de sus antecesores de carne. Ahora era un
mundo repoblado por pensamientos que soñaban con ser hombres que imaginan a las
sombras que caminarían esa Tierra.
Atravesé el
mundo convertido en un rayo, un estruendo que partió el cielo. ¿Cuánto tiempo
ha pasado desde la última vez que me sentí único?, que recordé lo que era ser
un hombre. Si es que alguna vez lo fui. Yo era uno en un millón nacidos de los
recuerdos de ese vestigio humano. El primero, pero sólo eso. No había forma de
distinguirme de alguno, éramos piezas de un engranaje, encajábamos a la medida
como las piezas de un rompecabezas, éramos una colmena de pensamiento que se enganchó
a esa Tierra como un parásito, en alguna parte de lo que fue un continente. Y
le dimos vida a ese mundo muerto, emulando a los órganos de ese hombre perdido
en nuestros recuerdos, latiendo como un corazón y bombeando y destilando
oxígeno y agua limpia de nuevo. Actuando como una sanguijuela cristalina
succionamos el veneno que volvió estéril a ese mundo.
No
fue fácil, ¿cómo podría haberlo sido? Viví todo ese tiempo anhelado la libertad
que había conocido en mis primeros días en la vida, habitando ese cuerpo
marchito, tan frágil y cansado, pero era único, no compartía mi cuerpo, ni mi
mente, era un hombre. Uno. Y sólo uno.
La primera lluvia
fue un lamento, un desgarro en el alma de ese nuevo mundo, emitido entre
estallidos eléctricos que poblaron el cielo, y el resurgimiento del primero en
ser pensado, aquel que originó la colmena había decidido caminar por primera
vez por su obra, por ese mundo que se envolvía en un tono verde y olía a
humedad, tan distinto de aquel con que se encontró a su llegada. Era como
volver a los sueños donde despertó a la vida, donde conoció su existencia y a
su soñador.
Donde
se conoció a sí mismo reinterpretado en cada recuerdo, en cada posibilidad de
lo que pudo ser, ahora volvía a ese momento y se reconocía como el primero sin
olvidar que fue el último vestigio de su especie.
Israel Montalvo (Ciudad
de México, 1981). Radicado en Nayarit desde hace 20 años, es un trazador de
pesadillas, las cuales ha manifestado en diversos medios artísticos como la
pintura, la música, la narrativa y el arte secuencial, en donde aborda como
temáticas centrales la metaficción, el horror en todas sus manifestaciones y la
condición humana. También se desarrolla como promotor cultural desarrollando
eventos de diversa índole en los estados de Nayarit y Jalisco.
Ilustración:
Israel Montalvo, ¿Podrías negarte a estar
vivo?,
técnica mixta: acrílico, grafito y tinta, tamaño carta.
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