La serpiente en el cine

Joselo G. Ramos
                                                                                                                                        ¡Chist!


Al igual que él, ya deseaba salir, el trabajo de nueva madre se vuelve tan tedioso, la rutina comienza a enfermarme, todos los alrededores de la casa donde mato la mayoría de los días y sus horas me están envejeciendo. A él también lo encontraba tan cansado, si yo me la pasaba cambiando pañales, amamantando y aprovechando cada momento propicio para dormir, él trabajaba horas extra como medida económica para lo necesario de nuestro pequeño. Hace siete meses que nació, nos trajo alegrías, pero también un estilo de vida al que mi esposo y yo no estamos acostumbrados; todavía somos tan jóvenes. Encerrarnos en una oficina o en las paredes del hogar no van con lo que solíamos hacer antes de embarazarnos u ocuparnos como los nuevos padres que somos. Hoy, después de tanto tiempo, nos rozaremos los codos con otra gente, no me importa que sean un cúmulo desconocido. Iremos al cine y, por supuesto, llevaremos a nuestro bebé.
La noche era fría, pero sin llegar a lo glacial, como una especie de aviso para mis labios. Un suéter para nosotros, una manta gruesa para nuestro hijo, quien pasó dormido en el trayecto hacia la plaza comercial. Por un momento creí que tanta gente hablando, música de fondo y todos aquellos ruidos a los que me estaba desacostumbrando interrumpirían el profundo sueño del bebé, pero no fue así, parecía que los sonidos de la muchedumbre lo arrullaban, incluso había mujeres mayores o algunas chicas con la sortija de compromiso y novio bien sujetado a sus manos, que se acercaban a la carriola del dormilón para alagarlo, hablarle en tono suave, rozar sus tersas mejillas, luego afirmar, Está muy dormido. Entonces se despedían de mí con una sonrisa y se marchaban con la ilusión de que en un futuro se encontraran en mi lugar.
Tuve que dejar la carriola en paquetería para formarnos en la fila de taquilla, eché al pequeño durmiente a mis brazos, apoyé su cabeza sobre mi hombro, aunque pareciera incómodo no le quitó el sueño. Sentía su inocente respiración en mi cuello, todo era tan tranquilo, me encontraba feliz ahí formada con mi esposo y mi hijo en brazos, rompiendo esa rutina aniquiladora de relaciones, familias, cordura. Antes de que llegara nuestro turno para comprar los boletos, un apagón dejó en negro la plaza comercial, estallaron los gritos y silbidos que la gente suelta en esas situaciones. Terminó la tranquilidad del pequeño, rompió en un llanto agudo como si hubiera recibido un golpe, creo que nunca lo había escuchado llorar de esa manera. A mi esposo poco le importó que el bebé dejara de dormir, sólo volteó entusiasmado a verme porque seguía nuestro turno de pasar a taquilla, yo le sonreí mientras daba palmaditas en la espalda del bebé para que volviera a dormir. Cuando aminoraba la intensidad del llanto, una voz pastosa dijo a mis espaldas: Tranquilo niñito, vuelve a dormir. Volteé con una sonrisa nerviosa y vi a un hombre de aspecto maduro, con un cuerpo flacucho escondido tras una gabardina café. Fijó sus ojos caídos en mí y me dijo algo que no entendí porque recibía los chillidos justo en el oído, como por instinto de seguridad quise tomar la mano de mi esposo, pero él ya se encontraba pagando los boletos, el hombre notó mi reacción y se tornó lastimoso; en seguida me marché a la dulcería, el llanto del bebé comenzaba a cesar.
La película era una adaptación de algún viejo film noir, no perdió la característica del blanco y negro. Es curioso cómo uno adopta los colores de la enorme pantalla para usarlos en su vida, eso me sucede a mí, al menos cuando estoy sentada en el cine. Mientras manoteaba a mi esposo para que no terminara con las palomitas de maíz, mi hijo volvía a reconciliarse con el sueño, se dejó caer en mi regazo para que en pocos minutos respirara con la pesadez apta de un bebé. La calma volvía, mis pupilas se fijaban a un cuerpo en la pantalla, de vez en cuando los subtítulos me distraían de la genial fotografía, de los gestos en los actores y otros detalles que harían amenas esas horas sentada en una sala repleta. A cada momento echaba un vistazo al único que no veía la película, temía que algo lo molestara, pero ni el alto volumen o los repentinos sonidos lo despertaban. Todo comenzó a silenciarse, de los altavoces salía el ligero sonido de unos tacones andando delicadamente contra madera, a mi alrededor el crujir y abrir de golosinas comenzaba a desconcentrarme. Por momentos creí que hasta podía percibir los pestañeos de cada silueta coloreada por la luz de la pantalla. Mi esposo seguía muy tranquilo, pero su pesada respiración, esa que siempre me ha molestado, se hizo presente, me preocupé de que ese grupo de leves sonidos punzaran en los oídos del pequeño cuya respiración también me molestaba, los movimientos de sus tiernos pulmones me eran como impactos al estómago. El ambiente se tornaba tan perceptible, tenía ganas de gritar o al menos que el filme siguiera con ese alto volumen, el que hacía concentrarme en la pantalla.
Entonces, una voz conocida: ¿El niñito sigue durmiendo? Sentado atrás de mí se encontraba aquel hombre sombrío, metiendo su cara entre mi asiento y el de la persona a mi lado para ver al bebé, quien comenzó con una agitada respiración, luego gemidos entrecortados hasta que rompió en ese llanto tan inusual. El hombre no dijo más, sacó su cabeza para esconderse en su asiento. Le quise hacer notar mi enfado, pero ni siquiera volteó a verme, fingió extremo interés en la cinta, lo vi fijo un rato sin recibir respuesta, sólo tornó por segundos sus ojos a mi marido, quien seguía sumergido, no le interrumpió el llanto de su hijo. Lo estrechaba contra mi pecho, acariciaba el cabello, palmadas en la espalda, él seguía llorando, incrementaba el chillido, se volvía agudo y me aturdía. No tardó en llegar la primera mirada de enojo, el primer carraspeo, luego dos o tres personas chistando.
Lloraba con una fuerza capaz de llegar a cada tímpano en el exterior de la sala, al menos así lo sentía, la agudeza de un quejido pueril expandiéndose como olas circulares. El ambiente sonoro del filme pasaba a segundo plano, destacaba la garganta de un bebé, golpeando en orden de cercanía. Los espectadores se convertían en bastantes ojos hacía mí, hacía mí, solamente hacía mí; volteaba a mi marido, pero seguía masticando golosinas y viendo la pantalla, parecía ignorarnos, luego me dirigía a la sombra de atrás, ese hombre oscurecido todavía se negaba a responder la mirada. Creo que lo veía con la intención de que los quejumbrosos notaran al verdadero culpable del escándalo de mi hijo, pero el sujeto continuaba fingiendo distracción, como si él y mi esposo pactaran para desentenderse de nosotros, la madre inexperta y el pequeño llorón, arruinando la noche de todos.
La pantalla enorme y su luz en claroscuros, las lágrimas mojándome y el ruido del bebé, mi esposo dormido con los ojos abiertos, la gente chistando, silbando, carraspeando o mirándome con gran enfado, sentí que el hombre detrás mío estaba sonriendo. Volteé otra vez hacia él, me evitaba a toda costa, pero mostraba una mueca de felicidad, supe que el desgraciado lo había hecho a propósito. Toqué la mano de mi marido para advertirle de tal infamia, su respuesta fue pasarme el refresco, lo ignoré. Quería gritarles a todos que se callaran, que era sólo un bebé y entre más nos presionaran menos volvería el silencio. Pensé en salir de la sala, pero si hacía eso, más ojos se dirigirían a mí, más gente comenzaría a reclamarme; no quería ponerme de pie, exponernos y ser un blanco fácil. Ellos no entendían nada, teníamos mucho sin salir, sin ver a tantas personas. De pronto ese hombre viéndome, sonriendo, uniendo sus manos como si disfrutara tal bullicio.
Ante las agresiones, el reflejo fue poner mi mano a su boquita, tal acción lo perturbó más y el llanto se acrecentó, comenzaba a manotear el aire. Si una persona se rendía prefiriendo guardar silencio, otra se ponía de pie y me decía algo, hasta mi esposo se unió a las quejas: Tranquiliza al bebé, por favor. Luego siguió con la tarea de ignorarnos. Presioné más fuerte su boca, un sollozo hueco salía de mi mano, haciendo menor el escándalo, todos comenzaban a volver en calma, no escuché más chistidos, los ojos brillantes que me buscaban amenazantes volvían a la pantalla. El sujeto de atrás hacía un ruido extraño, como una risa gangrenosa que venía desde su tráquea. Resistí a las ganas de gritarle algo, bañarlo en refresco o darle una bofetada.
Entonces vino el silencio y también el desenlace de la película, los espectadores en lo suyo, los actores en una escena que ya no logré comprender, eso me enfadó y apreté con más fuerza. Mi marido sonrió y me vio de reojo, como indicándome que la trama se había esclarecido, que el clímax había pasado. Ojeé a mi alrededor para notar a más desconcertados, el de atrás seguía con ese ronquido burlesco, apreté más fuerte. Aunque todo había cesado, seguí con la mano cubriendo un eco inexistente, mis dedos llegaban hasta su oído, el pulgar levantaba un pómulo. Noté mi exageración, retiré la mano, las luces encendieron y los créditos corrían en el fondo negro, mi esposo se puso de pie, me lanzó los brazos para cargar al bebé. Los asistentes se movían pesados de sus lugares, vaciando la sala con pereza. Antes de que se escapara, quise reclamar a ese hombre nefasto, su sitio estaba solo.
Olvidé el asunto, salí detrás de mi marido quien cargaba al pequeño con la cabecita sobresaliendo en su hombro. Ni siquiera había entendido la película, me perdí gran parte de ella, quería culpar a alguien por arruinar mi primera distracción en meses, aunque nadie merecía tal cosa. Conseguí relajarme un poco, ya podríamos salir otra noche, tal vez conseguir una niñera, ahora sólo pensaba en alimentar a mi hijo, ver sus ojitos divertidos, acariciar sus cabellos. Le besé la frente y mis labios se llenaron de un frío que recorrió en segundos todo mi cuerpo, las mejillas incoloras corroboraron la sospecha. Sin explicarle, se lo arrebaté de los brazos y levanté cualquiera de sus párpados para encontrar un albor delatándome, haciéndome implorar por escuchar su vagido otra vez.


Joselo G. Ramos (Zacatecas, Zac., 1990). Estudiante de la Licenciatura en Letras en la Universidad Autónoma de Zacatecas. Desde hace años se ha visto inmerso en el ámbito literario, especialmente dentro de la narrativa, dedicándose a escribir cuentos y relatos.

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