Los inquilinos
Rogelio Vega
Supe de los
inquilinos por una casualidad del trabajo. Estudié Historia y paso todas mis
mañanas en un archivo: el que está en avenida Alcalde, muy cerca de Tránsito.
Es relativamente fácil llegar porque su acervo, compuesto por miles y miles de
antiguos legajos, cientos de libros y dispersas fotografías, ocupa tres amplios
pisos en el edificio más raro de la entera Unidad Administrativa. El Archivo
forma parte de Gobierno y, como tal, se preocupa por conservar la mayoría de los
documentos que han producido a lo largo de su vida las demás dependencias
públicas.
Mi
labor ahí es simple: me encargo, por lo pronto, de digitalizar los planos y
mapas que resguarda la institución; y atender de vez en cuando a los
estudiantes e investigadores que requieren una copia digital del material que
con celo cuidamos. Por razones que no vienen al caso, son bastantes y muy
complejas, hace mucho que dejé de leer y si tengo contacto directo con un
expediente es gracias a estas momentáneas intervenciones: al interés de un
aplicado historiador por refinar cierta verdad, a algún anciano curioso que se
detiene en los ficheros de nuestra sala de consulta. Justo así, a petición de
una desconocida, cayó la carpeta del cine en mis manos.
El
Montes se ubicaba en la calle de Herrera y Cairo, casi esquina con Mezquitán.
Nada en particular lo distinguía de los demás; había más de cincuenta cines
para la época, y de no ser por la desgracia su nombre se hubiera perdido al
fondo de alguna caja; olvidado, igual que otras tantas empresas fallidas y
antiguos negocios en el caprichoso desarrollo de la ciudad.
Al
parecer, el expediente no profundiza, un rayo golpeó al edificio, a la pantalla
más bien, y ésta se incendió en un segundo. Era domingo por la tarde, el lugar
estaba a reventar, y el pánico se apoderó voraz de los asistentes. La
incontrolable estampida dejó 86 muertos, entre niños y adultos: algunos
perecieron asfixiados, otros aplastados; y sólo 11 personas, según el escueto
registro, conservaron la vida. La desgracia golpeó con tal magnitud a
Guadalajara que las misas en memoria de los fallecidos se celebraron en la
mismísima Catedral; y a partir de entonces, 5 de julio de 1941, las autoridades
municipales exigieron que las salas de cine, carpas y teatros contaran con las
debidas salidas de emergencia. Aquello, sencillamente, no podía volver a pasar.
La
carpeta resultaba valiosa, al menos para la usuaria que solicitó su
reproducción, por una serie de macabras fotografías. Eran ocho en total, en
blanco y negro, y se habían tomado a escasas horas de que ocurriera el
siniestro. La mujer no tenía prisa y me dejó bien en claro apenas la recibí que
debía hacer hasta lo imposible por mejorar, o conservar en todo caso, la
definición de las mismas. Quería apreciar cada detalle, me aseguró, y nada de
las imágenes debía perderse en el proceso. Nada, repitió, que pudiéramos
lamentar después.
No
fue complicado. Las fotografías tenían un tamaño amable y aparte de especificar
una mayor resolución en la copia no me pareció necesario recurrir al uso de
filtros. El autor había sido muy cuidadoso y era difícil pensar que un programa
de computadora, o mis manos, mejorarían en algún aspecto su trabajo. La mujer,
sin embargo, insistió y durante varios minutos me demoré con la luz y el contraste
aclarando, según sus precisas instrucciones, ciertas imágenes. En específico,
dos fotos habían llamado poderosamente su atención y el resto, las que sólo
capturaban tenebrosas estancias en el edificio, pasaron poco a poco a un
segundo plano. No le importaron al final las escaleras, sucias con ropa,
zapatos y sombreros; o la sala, vacía y abrumadora, con las butacas
destrozadas. La mujer centró nuestros recursos en las largas hileras de
cadáveres y en las formas, misteriosas, que parecían acurrucarse entre sus
cuerpos.
Las
fotografías en cuestión se habían tomado en un pasillo del cine, y salvo
extrañas diferencias podían considerarse sucesivas. El par mostraba al centro
una fila ancha, la de los muertos: ordenados y esperando, uno enseguida del
otro como grotescos y ceñidos mosaicos, su obligatorio traslado a la Cruz
Verde. Las distinguía el grupo de curiosos, una sola línea en la primera y dos
en la siguiente: de pie y echados un poco hacia delante, apostados en el
estrecho espacio que quedaba junto al muro y haciendo una valla improvisada a
los trágicos durmientes.
Las
figuras que intrigaban a la mujer aparecían en la segunda imagen, la que había
duplicado su hilera de testigos; y a simple vista, de no ser por la atenta
comparación entre las dos, me habrían pasado desapercibidas. Las sombras
ocupaban un ajustado margen en la sucesión de cuerpos y mi primera impresión
fue confundirlas con otra más de las víctimas. No era difícil achacar un brazo,
un torso, el contorno irresuelto de un tobillo; pero la ilusión se desvanecía
si cotejabas la fotografía anterior. El espacio entre los muertos había
cambiado: sus límites, menos claros, adquirido una consistencia pegajosa y
densa. Igual a la niebla, sentenció la mujer y guió su dedo por el monitor. Lo
dejó fijo en un punto y tuve que acercarme a la pantalla para descubrir que
señalaba un rostro fuera de foco. ¿Dónde está el cuerpo que le corresponde?,
preguntó. ¿Cuáles son sus piernas y por qué no podemos verlo en la imagen
previa?
Sobresalían
sobre todo los ojos, más brillantes que cualquier otra cosa e indudablemente
abiertos para haber capturado el resplandor que lanzaba la cámara. La nariz, o
lo que podía ser tal, era anómala: bulbosa y gruesa, como una trompa corta. La
cara tenía un aire siniestro, malévolo, y se acentuaba por ser el único rostro
en la tétrica hilera que se había vuelto para mirarnos. Podemos estar en un
error, sugerí, quizá las dos fotografías no sean subsiguientes. Sin embargo, el
resto de los muertos cazaba: el cuerpo de un niño, en ropas blancas y descalzo,
abría ambas filas. Sus manos en una u otra imagen lucían igual de hinchadas,
casi unas tenazas; y el muchacho que lo seguía, con el abdomen a medias
descubierto, conservaba idéntico el brazo izquierdo, flexionado, como si
quisiera aferrar la pierna a uno de los múltiples curiosos.
Los
testigos de este lado son los mismos, señaló la mujer, y aunque las fotos no
fueran una detrás de la otra queda el detalle del cuerpo. El extraño rostro,
inmediato al muchacho del brazo, carecía de extremidades claras y el ajustado
margen que dejaba la pareja siguiente de cadáveres hacía imposible suponer que
habían quedado fuera del alcance de la cámara. Tiene que estar ahí, le aseguré
con una paciente sonrisa y fui manipulando los valores del programa hasta hacer
lo demás invisible. Distinguí un torso y lo que apostaba habían sido las manos.
Parpadeé. Son tentáculos, me explicó con calma.
Cada
una de las sombras, de las líneas vaporosas que colmaban la vieja fotografía,
reveló para mi inquietud otro inquilino. Las formas fúnebres, pero inocentes,
de lo que antes taché como fragmentos de piernas o manos se volvieron al
instante monstruosas; y sólo el morbo y las pertinentes palabras de la mujer me
impidieron apartar la mirada de la foto. Se alimentan de los muertos, murmuró y
trazó sobre los cadáveres un rastro alarmante: Este falleció primero y la mujer
de aquí unos segundos después; luego la niña y la pareja de más allá, la que
parece se toma de las manos.
El
pasillo daba cabida a por lo menos una treintena de cuerpos y la mujer fue
recitando, paso a paso, la puntual trayectoria que había seguido la muerte.
Tenía un sistema, me explicó con inaudita claridad, que se basaba en la codicia
y solidez con que los extraños rostros se cernían alrededor de los muertos. El
fuerte se apodera de la presa más fresca, comentó. Su mano se había detenido en
el pecho de un hombre, los tentáculos del inquilino lo rodeaban con avidez y la
breve trompa se perdía en el inicio del que fuera su cuello. Debe haber un
error, susurré con una mueca de repulsión. Una desagradable broma en el
revelado.
La
mujer cabeceó y me entregó una diminuta usb
para que le guardara el archivo. Una sencilla casualidad, dijo y me guió a
través de un par de carpetas. En la primera, indicó. Había almacenadas decenas,
cientos de fotografías digitalizadas. Cada una corresponde a una tragedia, a
algún horroroso percance en la ciudad. Esa serie, por ejemplo, corresponde a
las explosiones del 22 de abril. Ellos están también ahí, sentenció, y nada
tiene que ver con el tipo de cámara o el procedimiento que prefieras para
revelarlas. Es cuestión de probabilidades, de cerrar el obturador en el segundo
preciso.
Son
demasiadas, balbuceé sin saber con exactitud qué más decir. La espeluznante
colección había empezado a incomodarme. No reconocía algunas de las fechas pero
otras me sonaban conocidas y cercanas, los lugares perversamente familiares. La
mayoría proviene de distintos periódicos y archivos privados, siguió la mujer,
pero a veces me topo con algo más antiguo. Sin ampliar las imágenes pude
distinguir a la multitud de sombras. Los inquilinos parecían haber asechado
desde siempre a la ciudad; ocultos y hambrientos, si confiaba en los
testimonios de las diversas fotografías, en los resquicios de un diminuto
parpadeo.
Su
número está creciendo, susurró como si pudieran escucharnos, y se están
volviendo impacientes. Con un gesto me instó a regresar, a abrir la segunda de
las carpetas. Son suicidios, respondió. A diferencia de las imágenes
anteriores, éstas venían dispuestas en parejas: el antes y el después. De
alguna manera, la mujer había logrado reunir retratos de las víctimas en vida y
sus posteriores, dolorosos, consecuentes. Mi estómago se revolvió. El abrazo de
los terribles inquilinos no se restringía a los cadáveres, las sombras,
agresivas, acosaban también a los vivos. Creo que están ejerciendo sobre
nosotros un influjo pernicioso. Repasó para mí las fechas de los fallecidos y
sin despegar los ojos de la pantalla las fue equiparando con las tragedias en
la otra carpeta. En pocos años, aseguró, han dejado de ser simples carroñeros.
Me
envolvió un escalofrío. Mi oficina quedaba a mitad del piso, separada del resto
de los cubículos por delgados cristales; inconsciente había buscado mi reflejo
y sorprendí en mi rostro una evidente expresión de miedo y desesperanza. Estoy
reuniendo pruebas, dijo la mujer y copió ella misma la totalidad de sus
archivos a mi computadora. Necesito que más personas me crean. La fotografía
del cine había quedado abierta en el monitor, guardada sin restablecer sus
valores originales. Las desagradables caras y los tentáculos destacaban,
perfectos, de entre la larga hilera de antiguos muertos. Cerré los ojos. Aun
manipulando de vuelta la imagen o eliminando el funesto archivo, había cruzado,
sin querer, una irreversible frontera. Ahora sabía. Se están transformando en
nuestros nuevos depredadores, concluyó la mujer en voz baja. Haciéndonos en
silencio la guerra.
Expulsé
la usb de manera mecánica. Por
procedimiento tenía que devolver, impoluta, la carpeta del cine al acervo de la
institución. El expediente regresaría a su caja y podrían pasar meses, años,
antes de que alguien tuviera interés por consultarlo. Yo mismo, a pesar de mi
formación, me había apartado, indiferente, de los ficheros y las lecturas.
Somos una dependencia pública, titubeé, y estamos obligados a mantener en buen
estado el material que cuidamos. Me miró, confundida, mientras rasgaba con
mucho cuidado una de las páginas en el expediente. Doblé también una esquina en
la más grande de las fotografías. Cualquier daño que sufra el material, recité,
debe reportarse a la institución que generó el documento y restaurarse en el
menor tiempo posible. Cada paso requiere de un detallado informe, de una
exhaustiva descripción de los trabajos necesarios. Imprimí la imagen que
mostraba abiertamente a los horrorosos inquilinos y la añadí al conjunto. Al
menos una docena de manos más, seguí, tendrá contacto directo con la carpeta.
Nos
despedimos e inmerso en lo podría suceder la acompañé a la salida. La mujer
recogió en la paquetería sus cosas y antes de echársela al hombro blandió,
vacilante, una cámara vieja. Apuntó, y como los testigos del cine, me mantuve
firme. Sin apartar la mirada de ese guiño espantoso.
*Rogelio Vega, “Los inquilinos” en Río entre las piedras. Guadalajara como espacio
narrativo, Editorial Paraíso Perdido, Guadalajara, México, 2015, págs.:
65-73.
Fotografía por Alex Bustos. |
Rogelio Vega
Castillo (Pachuca, Hidalgo, 1981). Licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad de
Guadalajara. Sus cuentos se han inclinado por la ciencia ficción y lo
inexplicable; Psi, obtuvo en 2005 una
Mención Honorífica dentro del Premio
Julio Verne; Florecimiento una Distinción por la Fundación Chileno
Japonesa en 2011; e Infinitivo el
Tercer Lugar en el Concurso de Cuento Así
sucedió en la escuela de Editorial Felou.
Ha
participado además en diversos espacios de difusión sobre el género: Foro de
Novela Negra (Quinta Edición), Feria Municipal del Libro y la Cultura (Edición 46), Foro
Multidisciplinario de Ciencia Ficción (Lagos de Moreno), Tercer Encuentro de
Mediadores de Salas de Lectura (Zapopan); coordinó, en 2014, el Programa de
Literatura para la reapertura en el Panteón de Belén y a principios del 2015,
impartió en la Casa Zuno
el curso: “Los visitantes del ocaso: acercamiento a la ciencia ficción”, y el
Cuarto Módulo del taller “Bajo el Arcoíris Negro”; ambos para la Coordinación de Artes
Escénicas y Literatura de la
Universidad de Guadalajara. Durante abril de ese año fungió
como anfitrión en los Miércoles Literarios para la Secretaría de Cultura.
Actualmente se hace responsable del Club de Lectura Negro y Espacial.
Co-conductor
del programa radiofónico Tiempo de Libros
para Radio Mujer, co-autor de las efemérides para La
Hora Nacional
Jalisco. Editorial Progreso publicó dos de sus libros para niños: El conejo y su amigo en la Luna (2012) y Elefante tras la pista (2014); la Editorial Paraíso
Perdido lanzó Florecimiento (2013):
una muy breve selección de sus cuentos. Este año, Pearson publicó Fugaz, un álbum ilustrado en
colaboración; y Edelvives prepara su primera novela juvenil: Conrad y la sombra de los muertos.
Sitio
en Facebook: El conejo y su amigo en la Luna.
Río entre las piedras. Guadalajara como espacio narrativo, Editorial Paraíso Perdido, Guadalajara, México, 2015. |
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