Las carnes del taquero
Ezequiel Carlos
Campos
Escuchó los
pasos rápidos de sus perseguidores. Corrió lo más que pudo. La gente salía de
los puestos para mirarlos, se sorprendían de los ruidos que aquellos emitían. Volteó
hacia atrás y miró a tres perros rabiosos empeñados en comer a la liebre.
Cuando cruzó la quinta calle tropezó, percibió su caída de manera lenta,
imantado por el suelo. Ellos llegarían, lo golpearían. Ya en el suelo vio a una
señora que se tapaba la cara previendo el suceso; volteó hacia atrás y los tres
sujetos, con sus delantales manchados de carne y salsa, estaban a metros de él.
Sintió el cuerpo débil. Llegaron y lo primero que hicieron fue patearlo: las
costillas recibieron los pies fuertes de los perseguidores, más puñetazos. Él
veía todo lento, borroso, los brazos le punzaban, así como todo su cuerpo. No
es mi día de suerte, se dijo, primero te siguen, la calle se mueve y caes, y te
golpean, casi hasta matarte. No percibió otra cosa más que las caras morenas de
los sujetos. Ya no pudo sostenerse más, sintiendo el cuerpo como un costal
lleno de mierda… Y poco a poco sus ojos se cerraron, escuchando que lo dejen,
ya no más patadas. Y después murmullos de personas que se acercaban rápidamente
hacia donde estaba. Escuchó el sonido de la sirena lejanamente, luego cerca,
lejano de nuevo y ya totalmente a su lado. Este tipo está bien jodido, dice uno
mirando fijamente las heridas. Pero no logró percatarse de que a él se refería,
y que sí, estaba jodido.
Mi mujer no
tarda en traer las cosas del día: las verduras, las tortillas… Hace tiempo que
se fue. Nada más la espero para empezar a cortar las cosas. A veces es aburrido
vivir de una manera tan repetitiva: esperar a que tu mujer regrese de las
compras; verla llegar; que los chicos lleguen también y entre todos abrir el
puesto fuera de casa; acomodar las sillas, tener todo cortado y listo para
vender. Aunque a veces pienso que esto fue lo que yo me busqué. Mi padre
siempre fue taquero y yo no quise estudiar, para qué, le decía a mi madre, si
yo ya tengo un trabajo para toda la vida, no necesita que gaste en mis
estudios, mejor cómpreme mi mandil y mis herramientas para hacer unos buenos
tacos. Mi esposa llega. Dejo de fumar y espero que me diga los buenos días como
nunca lo hace. Acierto. Pareciera que, entre más pasan los años, se vuelve más
roñosa. Yo no me quedo atrás, si mi esposa, que no sobrepasa los cuarenta, tiene
el cuerpo como si fuera de veinte, así como la conocí, y yo cada vez más
panzón. La miro y pareciera que está distraída. No, no puede ser. Quizá vio a
un hombre y se quedó enamorada. Quizá. Maldita. Por eso no quiero que vaya por
las cosas, pero qué más, si mi madre era la que iba por las compras mientras mi
padre esperaba, mientras yo esperaba y mientras mi hermana acompañaba a mi
viejecita. Éste es el trabajo de las damas, hijo, nunca olvidaba comentar mi
madre. Y te aguantas, como dice mi mujer cuando le recuerdo el tema. Carajo. Se
mete a la casa y es hora de empezar la jornada. Siempre, siempre llegan los
tres chicos ayudantes después de que mi esposa se mete a casa y mientras acabo
el cigarro, parecen un reloj. No me dan mucha confianza estos chicos, porque he
percibido que la ven no como su jefa, sino como una figura femenina ajena al
triste ambiente de mi hogar, una mujer desconocida, recién salida del cine y
lista para que cualquier tipejo le invite un café y la lleve directito al
cuartucho de un hotel elegante. Malditos. Una vez sí los descubrí voltear los
ojos al mismo tiempo que a ella se le cayó el cuchillo y se agachó para
recogerlo. Si vieran la regañada que les puse. Prometieron no volver hacerlo y
yo les creí. Pero qué va, son jóvenes. Eso sí, si los llego a descubrir de
nuevo se me van para siempre.
No
hay más en el día de un taquero. Esperamos a los clientes desde la tarde,
asando carnes, dejando platos listos, prender el refri de los refrescos… poner
una rolitas del radio y cantar, silbar para que la gente vea que este puesto es
de confianza. Más de confianza. Porque no lo voy a negar, hemos tenido
problemas con varios clientes. Bueno, he tenido problemas con clientes. Es que
no es culpa mía que en cuanto entra mi mujer nada más voltean como tarados y
hasta bajan la mirada. Hijos de puta. No recuerdo todas las veces que he visto eso
con mis propios ojos y golpeo la mesa con el cuchillo de carnicero y empiezo a gritar
qué te traes con mi vieja, hijo de la chingada. A veces es chistoso porque
ponen un salto en la silla y casi llegan al cielo. Ponen unos ojos bien
grandes, murmuran que no tienen nada con ella, que quizá me equivoqué, que estaban
viendo el suelo. La primera vez que sucedió fue hace algunos años: si ahora mi
mujer parece como de veinte, antes de dieciséis. Yo estaba terminando de asar
la carne, mis ayudantes estaban en las mesas sirviendo y levantando los platos.
Ella salió de la casa para llevarme las bandejas con el cilantro y la cebolla.
Yo no miré que ella observaba al tipo, un tipo que estaba en la mesa más chica,
solo, joven. Y él la miraba como muchos miran la carne al pastor cuando están
pasados de copas. Así mero. Él no se percata de que observaba su cara estúpida
y mi mujer, tan astuta que es, se volvió. Golpeé la mesa y por primera vez digo
el diálogo tan repetido por los años. El tipo sólo miró el suelo y pidió
perdón. Claro, lo corrí de inmediato de mi puesto después de pagarme su orden,
valiéndome si se acabaría los tacos o no. Total, si tenía tanta hambre nada más
que agarrara la bolsa del plato y se fuera. Mi mujer no se apareció en toda la
noche frente a mi cara. La veía pasar con miedo. No me dirigió la palabra en
dos días, hasta que le dije que si la veía de nuevo coqueteando con los
clientes la mataba. Otras veces han pasado cosas similares: les coquetea a
algunos tipos y ellos salen corriendo del local como chivos después de que les
exijo que me paguen sin todavía terminarse sus tacos. Me vale. Por eso les digo
sobre la confianza que espero tengan de mi puesto. Sí, lo admito, mucha gente
ya jamás ha regresado, pero otra viene por primera vez y sigue viniendo.
Pareciera que todo eso que se cuenta son mitos, así como todos los de la calle.
El carnicero que se aprovecha de su hija, la señora de la tienda que se deja
manosear por los viejillos borrachos, y el de los helados que según dicen los
chupa y los vuelve a meter en la bolsa. Según los chismes yo soy el taquero
celoso que corre a patadas a los clientes que le ven las nalgas a su mujer. Por
lo menos yo tengo una razón para hacerlo, o qué, a poco un hombre deja a los
otros que observen lo que es suyo. Sea como sea, hoy es un buen día. Soleadito,
ya han entrado algunos clientes y el olor a carnita al pastor me hace pensar
que estoy en mi infancia, en esos momentos cuando decidí ser taquero como mi
papá.
Caminar por las
calles del centro era, para él, no sólo una liberación, sino una tranquilidad.
Veía la rapidez con que la gente se dirigía a sus destinos, los gritos de los
comerciantes vendiendo sus productos, el hastío de las madres cargando a sus
hijos y sintiendo el calor a chorros, los trajeados modelando como en una
pasarela, los estudiantes escapando de las paredes infranqueables de sus escuelas.
Miró en su trayecto las calles estrechas del centro, mientras sigue caminando.
Encontró a sus amigos en la esquina cerca del jardín grande y hablaron. Era hora
de comer. Mientras se ponían de acuerdo fumaron y vieron a las chicas.
Haciéndolo más hambre les daba, así que decidieron ir a los tacos de siempre,
del viejo celoso.
El
lugar no era mejor que otros, no obstante ahí se sentía un aire de amistad. El
viejo celoso tenía su carácter, aunque ya llegaron al momento en el que hasta
les fiaba si les faltaban diez o quince pesos. Los chicos entraron al negocio y
se acomodaron. Pueden fumar solamente cuando estén solos o con gente conocida,
les había dicho. Eso sí, no anden haciendo desmadre en mi puesto, les dijo otro
día. La ida a los tacos era un momento de reflexión y placer: ahí comentaban
las últimas situaciones de sus escuelas y, lo más importante, veían a la esposa
del taquero, aquel cuerpo de veinteañera, mamacita, mamacita, se comentaban
ellos cada vez que pasaba, casi en mutismo y con la vista baja pero bien atenta
para que el viejo celoso no los viera. Él ya había estado en una riña ahí en el
puesto, cuando el taquero encontró a un cliente viéndole las nalgas a su
esposa, y el viejo golpeando con el cuchillo y simulando una castración al
entrometido. Dejó sus instrumentos entre gritos de sorpresa de los hombres y
gritos de miedo de las mujeres, el dueño golpeó al sujeto y éste cayó al piso.
Le menta la madre miles de veces y le exige que pague la cuenta de inmediato. El
sujeto, casi noqueado, levantó un billete de doscientos pesos. Ellos lo
levantan, le meten su cambio y lo dejan en la calle, equilibrándolo para su
retirada.
Pidieron
sus órdenes. El viejo celoso llamó a su esposa y ella salió. Se percibe un
silencio mortal por parte de los clientes, sin embargo el diálogo de los
esposos se escucha aunque casi fuera un susurro. Él, temerario como siempre,
volteó y vio a los clientes, cada quien comiendo sus tacos con la cara baja. Mientras
veía, giró la cabeza hacia el cuerpo de la esposa del taquero. Los trabajadores
silbaban una canción y el dueño del puesto fijo en la mirada de su esposa. La
mujer se dirigió a la mesa de él y sus amigos, puso salsas. Ella se fue al
umbral y miró para afuera, vio al joven, y éste la miró a ella… Ella le hizo un
giño y él sonrió, se dejó llevar, el tiempo para él se hizo diez veces más
lento, pareció que la estuvo viendo por horas enteras, ahí parada, con una mano
cerca del muslo y haciéndole guiños de coqueta.
Mis ayudantes no
paran de silbar unas cancioncitas de banda. Ah, esos muchachos tan tontos, lo
mero fregón es el rock and roll, eso mero. Pero qué puedo hacer, son jóvenes y
con la mente un poco descuidada. Le hablo a mi esposa y ella viene en seguida, ah, mi mujer, tan guapa.
Y no es que le hablo para decirle algo importante, que les ponga salsas a la
mesa de los estudiantes, también para decirle mi amor, querida, hoy te ves como
nunca, qué te pusiste, anda, dime, le digo casi en un susurro; ella contesta
que nada, que sólo se ha bañado y cambiado para estar a las órdenes del puesto.
No sé qué traes. Ella va a la mesa y como que uno de ellos le pregunta algo,
ella contesta y ríe. Regresa. Mi mujer asiente y yo sigo cortando la carne al
pastor para dejar lista una buena cantidad en las horas siguientes. ¿Por qué
estará tan guapa hoy? Pienso mientras escucho los chismes quedos de los
clientes y los silbidos de mis ayudantes, así como su silencio. Caray, pareciera
que yo estoy cada vez más viejo y ella cada vez más joven. Sigo pensando y es
cuando veo a mi mujer ahí parada, inmóvil… veo al chico, al que le sonrió,
mirándola y ella respondiendo. ¡Ahora entiendo! Veo que ella me mira y se mete
corriendo a la casa. Miro que el chico queda petrificado ante la figura de mi
esposa… golpeo con el cuchillo la mesa y empiezo a gritar que qué te pasa, hijo
de tu puta madre, y los amigos del chico se quedan quietos, miedosos, y el otro
apenas reacciona ante mi protesta, hijo de tu puta madre, qué le andas viendo a
mi esposa, cabrón. Y en eso veo que sale corriendo, les grito a mis ayudantes
que lo persigan y que le den su merecido. Pero yo mismo quiero chingármelo y
salgo detrás de ellos, no van más de una calle delante de mí y veo que casi lo
alcanzan. La gente chismosa sale de los locales y me arrepiento de salir
corriendo yo también, carajo, a ver qué chismes dirán después de esto.
En
la quinta calle el tipo se tropieza y mis ayudantes después lo alcanzan,
empiezan a darle patadas. En eso llego, lo primero que hago es darle puñetazos
en la cara y en los costados. Puto maricón, si le andas viendo a mi vieja su
culo ahora tu culo es mío, cabrón. Entre los tres lo golpeamos durante unos
minutos y vemos que deja de resistirse. En eso dejamos de golpearlo y salimos
corriendo de nuevo al puesto, a nuestro resguardo, además, para ver que los
clientes no se hubieran ido sin pagar. Maldito mocoso, si no hubiera corrido no
estaría arrepentido ahora, con que sólo hubiera pedido perdón y pagado, con eso
tenía para asustarlo.
Llegamos
al puesto, veo que nadie se ha ido, pero varios dejaron sus tacos intactos. Me
ven con cara de miedo, inhalo y exhalo por la corrida al igual que mis
ayudantes. Varios de los clientes pagan, o más bien los hago pagar antes de que
digan alguna mamada, los miro de manera cómplice. Los amigos del tipo peguntan
que qué le hemos hecho. Lo que se merece el muy cabrón, si ya saben cómo soy
ahí andan de pendejos. Les digo que se vayan y pidan una ambulancia, que está a
cinco calles.
Pensó que estaba
muerto. Abrió los ojos, iba arriba de una ambulancia, los paramédicos lo veían
condenatoriamente. Tardó varios minutos para enfocar la vista y verles de la
misma manera. Uno de ellos le preguntó qué había pasado. Él no pudo responder,
al intentarlo un dolor nació del costado. No estaba muerto. Estaba jodido. Sólo
asintió cuando le preguntaron si era cierto lo que la gente decía, que los
ayudantes y el viejo celoso lo habían golpeado. Uno de los paramédicos quiso
reírse, pero se contuvo. Amigo, dijeron, uno nunca se mete con ese loco, eres
el cuarto que nos toca traernos a revisión en estos tiempos. Él sólo escuchaba.
No podía moverse, no podía hablar. Ojalá que ahora sí se lleven a ese cabrón
loco a la cárcel, o que mínimo le den un buen susto. Como si su mujer fuera muy
fiel, le dijeron. Sólo escuchaba y cuando podía movía la cabeza. La ambulancia
iba rápido. ¿Usted cree que sus amigos le ayuden cuando salga a darle su merecido
a ese cabrón?, preguntó uno de los de la ambulancia. Él no respondió. Dígales
que sí, y verá, el taquero tiene muchos enemigos, no faltará quién se les una.
Así le hacen un favor a esa colonia, o lo meten a la cárcel o lo asustan; nomás
que no se peleen por la mujer. Él no contestaba, sólo escuchaba y recordó a sus
amigos, a ella. ¿Cómo llegó hasta aquí? ¿Cómo es que va directo al hospital? ¿Dónde
estarán sus amigos? ¿Cuándo se vería con la esposa del taquero? Empezó, poco a
poco, a recordar todo. No había pagado los tacos.
*Este
cuento está incluido en el libro Aquello
que no se cuenta que está próximo en aparecer.
Ezequiel
Carlos Campos (Fresnillo, Zacatecas, 1994) estudia la Licenciatura en Letras en
la UAZ. Es poeta, narrador, ensayista y corrector de estilo en la revista E-bocARTE, es parte del consejo editorial en Barca
de Palabras y Efecto Antabús; ha publicado en Abrapalabra, Cuestionarte
Magazine, Letras Raras, Monolito, La otra voz, Aeroletras, Poemínima Editorial, La
Soldadera, Crítica del Diario
NTR, Agenda Cultural (IZC), como en las antologías Todos juntos hacia un mismo
sinfín (IZC) y Fabulaciones (IZC).
Ha sido participante en talleres de poesía, cuento, novela, ensayo, edición y
corrección de estilo; ha representado al estado de Zacatecas en diversos
encuentros de escritores. Funge como promotor de la literatura joven con “El
Guardatextos”, su blog literario. Su libro de cuentos Aquello que no se cuenta está próximo en aparecer en un sello independiente.
Comentarios
Publicar un comentario