América

Antonio Tamez


Hacía más de cuatro horas que había salido de Thunder City. Era una carretera en línea recta. El paisaje no cambiaba en absoluto. En ambos costados de la pista se sucedían enormes y dorados maizales. No recordaba haber visto un solo poblado en casi cuatro horas. Tampoco recordaba haber visto ningún auto. Estaba fastidiado. La radio se había descompuesto unos días antes. Me dolía la espalda. Cuando me di cuenta, tenía las manos aferradas al volante como un neurótico. Aquello me dio miedo. Me pasé una mano por el cabello y noté que estaba sudado. Me pasé la otra mano por la cara para espantar el aburrimiento. Nada funcionaba para relajarme. Lo único que podía escuchar era el sonido de los neumáticos rodando sobre el asfalto.
Tras las ventanas se repetían los maizales. Nada más que maizales.
Entonces apareció un letrero:

Bienvenido a Cornville.
Visite el Museo Memorial de la Guerra de Cornville y Estación de Servicio.
Una milla.

Suspiré aliviado.
Tal y como anunciaba el letrero apareció una pequeña cabaña blanca y una bomba de gasolina roja, grande y vieja, a un lado de la carretera.
Puse mi direccional y giré a la derecha.
Apagué el motor.
Al abrir la puerta me di cuenta de que tenía la espalda pegada al asiento. Era el sudor. Lo primero que hice fue estirarme bajo el cielo abandonado de un azul absoluto.
Caminé a la cabañita blanca y abrí la puerta. Una campanilla tintineó anunciando mi llegada. Era una tienda de regalos. No había nadie. La tienda constaba de un mostrador con una caja registradora y un montón de chucherías en anaqueles de plástico. Pines, lapiceros, portaminas, prendedores; todos ellos referentes a los maizales del estado de Iowa. También había un par de repisas a lo largo de la cabaña y en ellas se habían dispuesto camisetas, sudaderas y gorras; incluso mazorcas de maíz de peluche. Había un mostrador giratorio con postales. Me acerqué a mirarlas. Las giré, pero todas eran iguales. En las fotografías aparecían los inmensos maizales de la carretera. Cuando mucho cambiaba la tipografía de las palabras “Cornville” o “Iowa” y la hora del día en que habían tomado la foto.
En una pared habían sido dispuestas cuatro fotografías enmarcadas. Eran fotografías en blanco y negro, muy antiguas. Sobre las fotografías había una placa:

Museo Memorial de la Guerra de Cornville

No entendí muy bien, pero me puse a ver las imágenes.
En el primer cuadro aparecía una familia antigua, como del siglo XIX. Los enormes maizales detrás de ellos. El paisaje idéntico al que se miraba detrás de la cabaña. Pensé que si las fotos hubieran sido tomadas el día anterior no podría notarse ninguna diferencia.
La segunda imagen mostraba sólo las cabezas de familia, el padre y la madre. Detrás tenían el mismo fondo de los infinitos campos de maíz. La mujer llevaba un vestido largo, de florecitas. El hombre tenía una barba negra, espesa, vestía un overol de mezclilla, pero además tenía una mirada penetrante, que se te clavaba en los ojos.
La siguiente imagen mostraba al mismo hombre a solas con su mirada fulminante. Lucía molesto, con el entrecejo contraído y los puños aferrados a un antiguo fusil. Llevaba uniforme militar, supuse que de la Guerra Civil.
El último cuadro era el mismo campo de luminoso maíz y nada más. Era la misma imagen que aparecía detrás de los cristales de mi auto, sólo que en blanco y negro.
De repente sentí en la nuca un cálido escozor.
Olí que alguien me respiraba por atrás.
Me di vuelta y me encontré con un viejo. Había aparecido ahí como un fantasma. Tenía los dientes podridos y el aliento rancio.
—¿Sabes quién es esta gente muchacho? —preguntó señalando la primera imagen.
No supe qué responder.
—Es la familia Olsen —dijo—, todos pelearon contra los indios para quitarles estas tierras. Eso fue hace más de cien años muchacho, hace más de cien largos años.
El viejo llevaba una visera grande que le cubría casi la mitad de la cara. Pude ver que además usaba unas gafas gruesas bajo la gorra. Eran gafas como las que normalmente utilizan los policías de caminos.
—¿Y sabes quiénes fueron estos? —preguntó señalando la segunda imagen.
No dije nada.
—Ésta es Mary Eunice Judith Contriction Grace Olsen —dijo señalando a la mujer con vestido de florecitas—; qué nombres los de nuestros abuelos, ¿no te parece?
El viejo vestía una camisa de franela y unos jeans vaqueros. Llevaba botas y un cinturón. En la hebilla del cinturón podía verse una mazorca de maíz.
—Y este tipo de aquí —dijo—, ¿tienes alguna idea de quién fue?
Tampoco dije nada.
—Él fue Galadriel-Mathew Olsen, fundó este pueblo, Cornville, más de cien años atrás muchacho, cien largos años.
El viejo me estaba incomodando. Hablaba demasiado cerca. No podía seguir soportando su fétido aliento. Por lo que percibía, yo también lo estaba incomodando. Llegué a pensar que quizás consideraba mi silencio como una descortesía.
Sólo por compromiso le pregunté: —¿Su abuelo peleó en la Guerra Civil señor?
El viejo se quitó las gafas muy lentamente.
Aparecieron unos pequeños ojos verdes, como de reptil. Se me quedó mirando sin parpadear y la tensión creció tanto que rápidamente tuve que girar la vista hacia la pared de las fotografías. Al reparar en ellas me topé con los anillos de fuego que eran los ojos de Galadriel Olsen mirándome desde el pasado. 
De nuevo volteé a ver al viejo.
—¿La Guerra Civil? —gruñó—, para nada. Galadriel Olsen peleó en la Guerra de Cornville muchacho. Éste es el Museo de la Guerra de Cornville, ¿no sabes leer?
Me señaló la placa de metal que estaba encima de las fotografías y que yo no había comprendido del todo.
El viejo agregó: —Peleó en contra de esos indios de mierda allá en el ochenta y siente.
En realidad me importaba un bledo lo que me estaba contando; pero no quería ser descortés. Volví a preguntar: —¿Esa fue una guerra difícil señor?
El viejo volvió a mirarme inquisitivamente con sus ojos de lagarto. Parecía estar doblemente ofendido. Me enseñó sus dientes podridos.
—¿De dónde vienes muchacho? —preguntó poniendo los pulgares dentro de su cinturón y subiéndose los pantalones.
Abrí la boca para contestar, pero el viejo sacó una mano y me detuvo haciéndome la seña de que él hablaría primero.
—Mira —me dijo—, éste es un pueblo tranquilo, ¿entiendes? No nos gustan los mexicanos, ¿así que por qué no mejor compras algo y te largas de aquí?
Me sentí ofendido. Lo cierto era que yo tampoco quería problemas, así que le dije por las buenas: —Gasolina señor, necesito cargar gasolina.
El viejo formuló un escupitajo. Dejó caer una flema parduzca en el piso de madera. Se me acercó intimidatoriamente y me lanzó una mirada más penetrante que la de su propio antepasado, Galadriel Olsen.
—No —me dijo tajantemente—, aquí no vendemos gasolina.
Me irrité por la poca educación de este loco.
—Hay una bomba de gasolina allá afuera —le dije apuntando con el brazo hacia la carretera—, ¿cuál es el maldito problema?
El viejo empezó a caminar hacia atrás muy lentamente. Fue directo hacia el mostrador y mientras lo hacía me dijo: —Así que te me vas a poner difícil ¿eh?
Se inclinó bajo la caja registradora y sacó una escopeta. Me apuntó directamente. Sentí que el cañón crecía hacia mi cara. Escuché que cargaba el arma y me di cuenta de que no estaba jugando. El tipo estaba verdaderamente desquiciado.
Con la más absoluta cautela levanté los brazos y empecé a caminar hacia la puerta.
—Está bien, está bien —dije bajando la voz—, tranquilícese por favor, ya me voy.
El viejo endureció el rostro.
—¡Tú no te vas a ningún lado! —gritó—, ¡primero escoge algo y cómpralo, mexicano de mierda!
Seguí las órdenes del loco y me acerqué a la torrecilla de postales. Tomé la primera que estaba a mi alcance.
—¿Cuánto es? —pregunté al dejarla en el mostrador.
Volví a subir los brazos.
—¡No! —dijo sin dejar de apuntarme—; ¡eso no!, toma una fotografía, una del museo.
Caminé hasta lo que el viejo llamaba “el museo” y descolgué la primera fotografía en blanco y negro que pude. Regresé al mostrador y la dejé caer.
—Son doscientos dólares.
Saqué la cartera pero sólo tenía cincuenta. Se lo quise hacer saber, pero el viejo me respondió enseguida meneando la escopeta violentamente.
—No me vas a decir una puta mierda ¿verdad? Deja lo que tengas y lárgate de aquí.
Hice lo que me dijo y dejé dos billetes de veinte y uno de diez.
Me escapé corriendo hacia la puerta, pero antes de que tomara la manija volví a escuchar que el viejo me llamaba: —¡Estás olvidando tu suvenir imbécil!
Para no complicar las cosas me regresé por el cuadro. Lo tomé bajo el brazo y salí por la puerta esperando algún balazo detrás de mí, pero no hubo nada.
Encendí el auto y pisé el acelerador a fondo. Nuevamente tomé la autopista en línea recta y los maizales infinitos se repitieron detrás de los cristales. Suspiré aliviado, aunque después no tuvo mucho sentido. Miré la fotografía que me habían obligado a comprar. Nunca me di cuenta de cuál era pues la había tomado con prisa. En ella aparecía Galadriel Olsen con traje de militar sosteniendo su rifle, mirándome con rencor desde la Guerra de Cornville.



Antonio Tamez (Ciudad de México, 1984). Narrador, gestor cultural y profesor. Estudió el Diplomado en Creación Literaria en la SOGEM de Querétaro en 2005, con maestros como Luis Alberto Arellano, Román Miranda y Luis Enrique Gutiérrez. En 2011 fue licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Querétaro. De 2006 a 2009 mantuvo el blog Neónidas junto a Horacio Warpola, José Velasco y Gerardo Arana. Como escritor ha trabajado para la publicidad, la educación y los medios libres. Ha sido becario del programa Jóvenes Creadores del Instituto Queretano de la Cultura y las Artes en 2006, 2011 y 2014. Es autor de dos volúmenes de cuentos y colaborador de tres antologías del mismo género. Sus relatos y artículos han aparecido en diversas publicaciones, impresas y digitales. Como gestor cultural ha sido coordinador del catálogo Ciudad Q, beneficiario del Programa de Apoyo a la Producción Artística del Instituto Queretano de la Cultura y las Artes en 2010 y 2012, y ha montado dos exposiciones en la Galería Libertad. Durante ocho años impartió clases de Historia y Literatura a jóvenes de secundaria y bachillerato. Actualmente vive en Guanajuato en donde cursa los estudios de la Maestría en Literatura Hispanoamericana en la UG.

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