Cinco cuentos de Rafael Santos
La quemadura
En la sierra al oeste de la Acacia menor, se encuentra una
región como no hay dos en el mundo. Y es que, en lo profundo del bosque, quien
siga en dirección al ocaso desde la montaña del pico de pato se encontrará con
una tan inesperada como vasta sucesión de lisa tierra negra, carente por
completo de cualquier flora y fauna, y con límites tan bien delineados que
pareciese un acto deliberado haber derribado los árboles así. Extendiéndose
cerca de cien kilómetros, este sitio evitado por los lugareños, ignorado por
exploradores y despreciado por cartógrafos, por tantos intentos de asentamiento
fracasados, la designaron como un sitio diabólico. Incluso hoy en día, teniendo
a la mano la tecnología de la era espacial, se sigue luchando por descifrar sus
secretos. Basta mencionar al equipo de exploración de la universidad Acaciana
que hace ya una década desapareció por completo mientras conducían el último
intento de estudiar el lugar, al que desde ya unos años, gracias a la
exploración aérea (la cual, también está llena de accidentes y misterios) le ha
dado la razón al nombre que se le impuso por su peculiar forma. Me refiero a la
perfecta silueta que, desde grandes altitudes, tiene la forma de una mano.
Rugido divino
Sobre
la colina, regados por las laderas, quedan los cuerpos humeantes de los
exploradores. Arrastrándose hacia la cumbre, un sobreviviente intenta alcanzar
al hombre que sobre un altar de piedra recita palabras ininteligibles mirando
al cielo.
Las
nubes negras revientan y la dura superficie de la tierra comienza a hervir. El
hombre en el suelo intenta razonar con el otro, pero no le hace caso. Entonces
el valle se abre en toda su longitud y una columna de humo se alza hasta tocar
las nubes, ambos observan cómo la indefinible forma se solidifica en una
intangible criatura.
Su rostro, o lo más cercano a un
rostro se abre entre tentáculos y colmillos puestos sin orden sobre un
gigantesco orificio. Atónitos, observan cómo se infla absorbiendo todo el aire
del cielo. Esperan a que el gruñido destroce todo, el continente, el planeta,
la misma tela de la realidad. Y expulsando chirridos tan graves que cimbran el
suelo, lanza al mundo un rugido tan leve y confuso que parece una broma. Un
sonido semejante a los que hacen los niños pequeños con la boca, o una mala
imitación infantil del cloquear de un pavo hecho con la lengua y las mejillas.
Desconcertados, ambos comienzan a reír ante la mirada incrédula del dios
antiguo que al sentirse ofendido se desvanece en una cortina de humo.
Ofrenda
La mañana en que el océano entró al pueblo del puerto, la
corriente llegó hasta la colina de la iglesia. Sin embargo, no hubo fatalidades
entre la población ni destrozos en la comunidad. Salvo una tumba empapada en
corales rojos y una sábana de algas tejidas. Los testigos, que ahora después de
tantos años son tan pocos, afirman que la marea no retrocedió como usualmente
ocurre en los eventos de esta naturaleza. Aseguran los viejos marineros que aún
salen por las mañanas en sus botes, que navegaron en una creciente ola sobre
los tejados de sus casas; las ancianas que por las tardes comparten rumores
entre amigas en los balcones costeros, que vieron pasar una procesión de peces
frente a sus puertas. Incluso el presbítero que por ese entonces era tan solo
un monaguillo queriendo conocer a todas las niñas, cuenta que el mar después de
haber engullido al pueblo se detuvo en la colina, donde esa misma mañana le
habían dado santo sepulcro al capitán de un velero que acababa de fallecer, y
cuyo epitafio rezaba, por petición suya: La
mar siempre fue su amante.
Despedida
La tarde cae sobre esqueletos de árboles, testigos del final
se envuelven en luto. En el panteón urbano, dos sombras en una banca tiemblan.
Esperan a que el otro diga la última palabra. Ansiosos, lagrimas les bajan por
las mejillas. Una intenta decir algo, titubea y no dice nada. Se voltean y en
silencio se van. Dejando detrás un bullicioso parque en plena flor.
Como la primera vez
Después
de un imprevisto romance, dos amantes se dicen adiós en la banca de un parque.
Se miran; dicen no arrepentirse de nada, que está uno dentro del otro, que si
pudiesen hacerlo lo harían de nuevo. Los separa saberse profundamente rotos. Al
despedirse admiten que les hubiera gustado conocerse de otra forma, en otro
lugar, en otro momento. Tal vez años atrás, en la flor de la juventud, tal vez
en el futuro cuando sus vidas estén algo más resueltas; incluso ser personas
que nunca fueron, que nunca serán, de historias alternativas que pasaron
inexploradas. Tal vez un poco más estables, un poco menos desconfiados, sin el
fantasma de una adicción o las inseguridades de un cuerpo en que no se sienten
bien. En fin, ser personas distintas y aun así seguir siendo ellos para tomar
las exactas mismas decisiones y comprobar que lo que tuvieron fue genuino, que
lo intentaron y que, si algo falló, fueron ellos.
Esa
noche ambos la pasan en vela pensando en todas las posibilidades de personas
que pudieran ser. Uno leerá los cuentos que nunca publicó, el otro revisará
viejas fotos pensando con quien pudo haberse ahorrado tener una amistad nociva.
Frente al espejo se imaginaran de otra forma, con más o menos años, con años
que nunca tuvieron, mirarán sus uniformes y pensaran en cómo se verían sin ellos
cada semana, recordarán un penacho Punk, o cuando se tiñeron de colores el
pelo. Poseídos por un calor efervescente, se miran desnudos y cambian. Pues
después de todo, si cayeron en las trampas del amor.
Al día siguiente ambos se vuelven a
encontrar en la banca del mismo parque, sonriéndose por primera vez como
personas distintas.
Rafael
Santos (Colima, 1994) cursa la carrera de Letras Hispanoamericanas en la
Universidad de Colima. Realizó el diplomado de creación literaria del INBA y
estudios sobre la psicología del personaje en la SOGEM Guadalajara. Ha
publicado cuentos en medios universitarios desde los 16 años. Destacando las
antologías de ciencia ficción y cuento urbano: Las Naves de plata (2015) y La
ciudad que nos imagina (2016). Disfruta los cigarros Faritos, tal vez más
de lo debido.
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