La pata

Julián Mitre


1
Era una pata de mono. A Javier le había costado reconocerla pues era más chica y regordeta de como las imaginaba, y le faltaban dedos; sólo tenía el índice y el meñique, pero estaba seguro: era una pata de mono. ¿Qué otra cosa podría oler tan mal? La guardó en la bolsa del pantalón, recogió sus carritos de juguete y se fue a casa.
Antes de entrar se sacudió la tierra de los zapatos y la ropa. A su mamá no le gustaba que jugara en los matorrales, le parecía insalubre y peligroso.
Puso seguro a la puerta de su habitación y se recostó en la cama sosteniendo el hallazgo a la altura del rostro. No podía dejar de pensar en el cuento que su mamá le había leído un par de semanas atrás, un domingo por la tarde como era su costumbre.
Javier pasó un rato largo observando la pata hasta que se dio cuenta de que había anochecido. Entonces se le ocurrió el primer deseo: que la maestra olvidara revisar la tarea al día siguiente, pues aún no la había hecho y no tenía ganas de comenzar. Apretó la pata con ambas manos. No sintió nada, aun así pidió un segundo deseo. No se le ocurrió un tercero. No pediría dinero pues en la historia un chico perdía la vida a causa de eso. De cualquier manera la pata no se había movido como pasaba en el cuento, tal vez, cómo estaba sucia y rota, ya no funcionaba. La guardó debajo de su almohada y salió del cuarto.

2
La alarma lo despertó. Buscó la pata. Ahora olía peor. Se preocupó. Sería difícil de disimular y si su madre lo descubría se iba a llevar un buen regaño. La guardó en una de las bolsas de su mochila. Ya no quería tenerla. Camino a la escuela, a la primera oportunidad, la tiraría en la calle y dejaría de ser su problema.
Los nervios no le permitieron siquiera intentarlo. Todo el tiempo sintió que su mamá no le quitaba los ojos de encima, sobre todo después de haberle preguntado si no percibía un olor extraño. Sólo en el salón de clases se animó a sacarla de la mochila. Fue el primero en llegar y nadie lo vio hacerlo. Planeaba ir a la parte trasera de la escuela, donde estaban los contenedores de basura y tirarla ahí, pero cuando estaba en la puerta vio a una de sus compañeras acercarse. Él se asustó, regresó al salón, tiró la pata en el cesto junto a la entrada y corrió a su asiento.
Los alumnos llegaron poco a poco. Segundos antes de que sonara el timbre la maestra entró al salón. Ella, igual que todos los compañeros de Javier, percibió el mal olor proveniente de la pata. No lo resistió. Mandó a un par de niños a abrir las ventanas, luego los hizo buscar debajo de las bancas para encontrar qué provocaba esa peste. Javier clavó la vista en el suelo, intentando no ver a nadie pues temía delatarse. Mantuvo la cabeza gacha incluso cuando la maestra lanzó un agudo grito mientras arrojaba el cesto de basura al otro lado del aula.

3
Javier llegó enojado a su casa. El primer deseo se había cumplido pero no resultó del todo bien y no porque la pata de mono estuviera rota, si no porque resultó ser, según lo que uno de sus compañeros escuchó decir a los policías que fueron a la escuela, la mano de un recién nacido. Cuando Javier vio a los uniformados, se asustó y se puso a llorar. Por fortuna a nadie le pareció extraño, durante toda la mañana varios niños y un par de profesoras lo habían hecho.
La maestra no sólo olvidó revisar la tarea, las clases se suspendieron y eso era lo que más lo enfurecía. La mayor parte de sus compañeros se pudieron ir temprano a casa, pero él tuvo que esperar hasta la hora de salida pues nadie podía recogerlo antes, incluso estuvo ahí más tiempo. La maestra le contó sobre la mano a su mamá, luego ella y otras señoras se pusieron a chismorrear en la entrada del edificio durante una hora sobre el asunto.
En casa, la mano fue el único tema de conversación durante la tarde. La molestia de Javier volvió a transformarse en miedo, pues temía echarse de cabeza cada vez que su madre le preguntaba algo.

4
Javier fingía que jugaba en el jardín frente a su casa con los carritos. En realidad trataba de decidir si sería buena idea acercarse a los matorrales. Haber tenido en su poder la mano de un bebé no lo asustaba realmente. No había sido muy distinto a jugar con las lagartijas que mataba con las resorteras o las ratas que comían el veneno que ponía su madre en el patio trasero. Su verdadero miedo era que ella o la policía descubrieran que él había llevado la mano a la escuela, pero también lo invadía una sensación extraña al pensar que en los matorrales podrían encontrarse más partes del bebé. Al final dicha sensación pudo más.
       Asegurándose de que su madre no lo observaba desde alguna ventana de la casa, corrió a los matorrales. Deambuló un rato, cerca de donde había encontrado la mano, buscando los dedos que le faltaban a ésta, hasta que a varios metros del sitio observó algo blanco y pequeño moviéndose. Con cautela se acercó lo suficiente para ver que se trataba de un perro. Estaba flaco, sucio, con algunas partes de su cuerpo sin pelo y de color rojizo. Al aproximarse más, Javier percibió un olor similar al que despedía la mano. El perro sintió la presencia del chico, levantó la cabeza y comenzó a gruñirle. Él se espantó, creyendo que se le echaría encima tomó una piedra y se la lanzó, pegándole en las costillas. El animal chilló alejándose unos metros. Javier le arrojó otra. Erró por mucho, pero sirvió para hacerlo retroceder otro poco, luego avanzó hasta donde el perro había estado originalmente y al mirar hacia abajo descubrió el cadáver del bebé, una parte al menos. Le faltaban los brazos y una pierna, tenía el vientre desgarrado y lleno de mordiscos. Sintió náuseas y se alejó corriendo hasta un árbol. Cuando el asco se le pasó echó un vistazo atrás: el perro estaba otra vez junto al cadáver. A Javier le dio lástima, debía estar muy hambriento para ser capaz de comerse algo tan asqueroso. Entonces tuvo una idea. Corrió a su casa, entró procurando no ser visto por su madre. Se dirigió a la cocina y tomó un bolillo de la canasta del comedor. Luego regresó corriendo a buscar al perro. Se alegró de que siguiera ahí. Cuando el perro lo vio acercarse, se echó hacia atrás y comenzó a ladrarle. Javier le mostró el bolillo, el animal dejó de retroceder, pero continuó ladrando. El niño le arrojó el pan. El animal lo olisqueó, tras dudar un poco, empezó a comer. Javier se aproximó más, hasta quedar a menos de un metro de distancia. Cuando terminó de comer, el perro miró al niño. Con cautela, el chiquillo extendió la mano. Lentamente el animal se acercó. Javier se inclinó con la intención de tocarlo, el cadáver quedaba en medio de ellos, lo pateó con fuerza para hacerlo a un lado, luego acarició la cabeza del perro y éste se le pegó a las piernas. Javier sonrió, su segundo deseo no había salido como imaginaba, pero tampoco estaba tan mal: un perro también contaba como un buen amigo.



Julián Mitre (San Luis Potosí, 1983). Técnico en mantenimiento de equipo de cómputo egresado del CECYTE II. Ha sido técnico en un taller de computadoras, dependiente de un depósito de cerveza, almacenista y obrero. Fue integrante del taller literario Miguel Donoso Pareja, en la ciudad de San Luis Potosí. Cuenta con varios relatos publicados en diferentes revistas impresas y digitales. Ganador de la segunda edición del Premio Nacional de Cuento Fantástico Amparo Dávila. 

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