Una noche en la celda

Rafael Aragón Dueñas


Me arrojaron a la celda después de la madriza que me dieron los policías, aquí no había ventanas y la única ventilación era una ventanilla deslizable de veinte centímetros a un lado de la puerta. Sus paredes y su piso eran de cemento, en su interior había un foco que colgaba del techo. En medio estaba un excusado sin depósito de agua; sólo la pura taza. En la celda se respiraba un hedor a excremento y alcohol, había alrededor de quince borrachos tirados en el piso, algunos estaban recargados en la pared sentados en cuclillas abrazando sus rodillas. Había un tipo imponente que dominaba a los demás tratándolos como esclavos, su carácter era duro, frío y no había nadie que lo desafiara.
Los borrachos se peleaban por un pedazo de cartón para utilizarlo de colchón y no dormir en el piso frío, pero el imponente se los arrebató a todos. Me acerqué al excusado y vi que estaba repleto hasta el tope de mierda endurecida; una ligera capa de intemperización la cubría. Me desabroché el cierre del pantalón y empecé a orinar, la lluvia dorada hizo que se rompiera un poco la capa, surgiendo aún más la pestilencia.
–¡No te andes miando ahí, cabrón! ¡Qué no ves que se sale la pinche hediondez! –gritó el imponente, que a la vez le arrebató el último pedazo de cartón a uno de los borrachos que no hicieron nada al respecto.
–¡¿Y dónde chingaos quieres que me mié, culero?! –le respondí enaltecido.
Los borrachos se sorprendieron porque fui el único en levantarle la voz al líder dominante.
Terminé de orinar, me sacudí, abroché el cierre del pantalón y fui a la pared a recargarme.
–¿Por qué estás aquí? –preguntó el imponente que se acercó conmigo acompañado de tres borrachos.
–¡Ah, chingá! ¿¡Por qué te voy a andar diciendo, culero?!  –le reviré la pregunta.
–¡Qué cabrón! ¿Te vas a poner al tiro? ¡Sobres! –el imponente me pateó muy fuerte en la rodilla–. ¡Muy chingonsito, eh, culero!
El golpe hizo retrocederme un poco, me froté muy rápido la rodilla y dije:
–¡Está bien, está bien! Te diré pero ya no me vuelvas a pegar. La cosa estuvo así: me invitaron a un baile navideño en el salón México, apenas acababa de entrar cuando vi a una muchacha bien buenota pero muy vulgarsota que andaba bien peda. Ella estaba rompiendo botellas, tumbando mesas, y hacía un gran desmadre. Nadie hizo nada por detenerla porque ella traía una chichota de fuera. En eso llegaron los policías a cargársela, fui a defenderla, les dije: “eh, no chinguen, no se la lleven, ¿qué no ven que está muy mal y aparte es una mujer, tengan compasión de ella”. Y los pendejos me respondieron: “¿Qué chingas tú, culero? ¡Es más, a ti también te vamos a cargar por andar de pinche metiche!” Y esta fue la razón por la que estoy aquí.
–¡Eso qué, pendejo!  –gritó él–. Esas son puras joterías. Me llamo Rubén y yo domino esta celda y siempre estoy aquí porque ando en riñas, agarrándome a putazos con cualquier pendejo que se me ponga al brinco, y siempre me ando miando en la calle. Ayer estaba pisteando con la banda afuera del cantón de un compa, en eso me dieron ganas de mear y me fui a una esquina. De pronto me cayeron por sorpresa los pinches puercos, me agarré a putazos con ellos y me cargaron, siguieron dándome de chingadazos en la camioneta y aquí en la celda. Lo peor es que mis compas no se dieron cuenta, creyeron que ya me había ido mientras ellos siguieron en la pisteada.
En el pasillo escuchamos mentadas de madre y algunos putazos que le daban a güey, abrieron la puerta, los policías traían a Blasito, el indigente. Los polis seguían golpeándolo, le hicieron “manita de puerco”, con una patada en la base de la columna vertebral lo arrojaron a la celda. El indigente perdió el equilibrio, se tambaleó y para no caer de bruces se recargó en el borde del retrete, pero su mano resbaló dentro de la taza haciendo que su brazo se hundiera por completo.
–¡No mames, pinche Blasito pendejo! –exclamó Rubén tapándose la boca y la nariz con la mano.
–¡Aagh, este cabrón metió el brazo en toda la cagada! ¡Ffta, qué gacho huele!
–¡Este pendejo rompió el barquillo! –grité ante todos.
Y sí, la taza de baño estaba hasta el tope de mierda pareciéndose a un barquillo de crema de maní con su cubierta de chocolate. Blasito se acercó a nosotros buscando compasión y consuelo, pero sólo obtuvo una lluvia de patadas que nosotros le dimos en todo el cuerpo, mientras le decíamos: “Aquí no vengas a chingar, cabrón, lárgate de aquí”, “vete a chingar a tu pinche madre, culero”, “hijo de tu pinche perra madre, lárgate de aquí”. Los demás borrachos se levantaron del piso a patear a Blasito, y lo mandaron hacia el rincón más retirado de la celda.
Deslizaron la ventanilla y arrojaron quince bolos para cada uno de nosotros. Los borrachos trataron de agarrar el suyo, de inmediato Rubén y yo se los arrebatamos a la fuerza; adueñándonos de todos los bolos.
–¿Y estos bolos qué, Rubén?
–Son los pinches rotarios que siempre vienen a darnos bolos, dizque que lo hacen por caridad y más por estas fechas navideñas.
–Oye, ¿ese foco que cuelga del techo siempre está prendido o qué?
–Sí, siempre está de día y de noche –respondió Rubén con dureza.
Los bolos contenían cacahuates y mandarinas, pelábamos los cacahuates, nos comíamos el interior, arrojábamos las cáscaras hacia Blasito; éste agarró una cáscara y empezó a limpiarse en la parte inferior del brazo manchado. Él comenzó a llorar, sus lágrimas resbalaban por sus mejillas y caían en el brazo cagado. En vez de que se removiera la mierda con la cáscara de maní, se embadurnaba aún más la mano. Lloró un torrente y dijo: “A nosotros los borrachitos nos tratan muy mal”. De inmediato, como si fuera un peine, se pasó la mano en el cabello y se lo envaselinó por completo. Nosotros seguíamos aventándole cáscaras de cacahuate y de mandarina.
El tiempo pasó muy rápido, nadie podía dormir con la luz siempre prendida y con la pestilencia a mierda que reinaba en toda la celda. Blasito dormía acurrucado en la esquina, algunos borrachos yacían en el piso teniendo una congestión alcohólica y otros se ahogaron en su propio vómito. Algunos estaban despiertos sentados en el piso recargados en la pared, Rubén trató de dormir en su pedazo de cartón y yo, trataba de dormir. En el pasillo escuchamos a los polis mentándole la madre a un pendejo, abrieron la puerta y traían a un tipo gigante muy corpulento demasiado borracho. Los puercos tuvieron dificultad en trasladarlo y, para no batallar, lo empujaron hacia dentro. El corpulento cayó bruscamente al piso, buscó palpando un lugar para descansar, se sentó recargándose en la pared y abrazó sus rodillas. Él, entre balbuceos y gemidos, repetía la frase: “El que anda conmigo, ni en su casa lo regañan”.
–¡Deja dormir, cabrón! –gritó Rubén, que su intento por conciliar el sueño fue interrumpido por la frase constante del gigante.
–¡Ya cállate, hijo de tu pinche madre, deja dormir! –le grité pero el grandote no hacía caso.
Me levanté de mi lugar, me acerqué con el gigante que afirmaba con frecuencia: “El que anda conmigo, ni en su casa lo regañan”, comencé a patearlo muchas veces en el cuerpo y le decía: “¿Vas a cerrar el pinche hocico, hijo de tu puta madre? ¡A ver si ya te vas a callar, pendejo!”
Las patadas seguían lloviéndole, el corpulento cayó de lado en el piso, yo seguí pateándolo en las costillas, en la panza, en la cara; la sangre salió a borbotones de la nariz, de la boca, escupió bocanadas, luego, embrutecido de su borrachera y cansancio, se quedó dormido.
–¡Pobre de ti que vuelvas a hablar, cabrón! –le advertí picándolo con la punta del pie en la cara. Me fui a mi lugar, todos me veían con asombro, le quité un pedazo de cartón a Rubén, él no se molestó y lo utilicé como colchón para dormir.
El tiempo pasó muy rápido y tal vez eran las primeras horas del amanecer, dormí poco, estaba acostado, de pronto escuché una voz ronca que preguntó con tono fuerte y áspero: “¿Quién fue el hijo de su pinche madre que me golpeó anoche?”. De inmediato me levanté del cartón, sintiendo mi corazón que latía muy rápido, sudé a chorros porque el que preguntaba eso era el gigante que ya no estaba ebrio. Los borrachos no me delataron, pero me miraban fijamente y hasta Rubén me miraba con burla. En el pasillo escuché la voz de mi madre que preguntaba por mí, me apresuré en llegar a la puerta, deslicé la ventanilla, puse mi cara y grité:
–¡Mamá, mamá, estoy aquí!


Rafael Aragón Dueñas (Zacatecas, Zacatecas, 1995). Ha publicado cuentos en las revistas Abrapalabra y Barca de palabras, su cuento “En la ventana” fue publicado por Cartonera La Cecilia en 2014. Perteneció al Taller de Narrativa de la Unidad Académica de Preparatoria plantel II, coordinado por Javier Báez Zacarías. Tiene un gran interés en el cine y en el cómic. Ha asistido al Taller de crítica y creación literaria de la Unidad Autónoma de Zacatecas que coordina Juan José Macías. En la actualidad cursa la licenciatura en Letras en la UAZ. Está desarrollando guiones para futuros cortometrajes.

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