El juego de las historias simultáneas

Maritza M. Buendía


Es como salir de un sueño para entrar a otro. Permanecer en una historia, concluirla, sólo para volver a empezar. Percibes un ligero estremecimiento: tu piel aún está caliente. Tienes sueño, fatiga. Quieres dormir, esconderte adentro de la cama. Deseas acercar tus pies a los de ella.
Tus manos tiemblan. Te preguntas si ella podrá verlas. Examinas con cuidado: no sólo tus manos, todo tu cuerpo está temblando. Adviertes un murmullo en tus venas, se detiene cerca del pecho y debajo del estómago. Trota a lo largo de tus dedos. Pellizcas uno de tus brazos. El dolor te dice que estás despierta. Despierta, pero cansada. Despierta, pero a punto de dormir.
Ahora es tu turno. La semana pasada, Alondra te sorprendió con todas las palabras que fluían de su boca. En más de una ocasión, ocultaste tus pensamientos y te distrajiste observando los movimientos de su rostro: sus labios apretados, la vibración de su nariz y sus ojos pequeños saltando de un lado a otro. No paraba de hablar. Te contó cómo le gustaba bailar frente a varios niños: usaba vestidos largos y esponjados para que al momento de girar la falda pudiera levantarse libremente. Recordó a su tío que le regalaba dulces a cambio de sentarla encima de sus piernas, mientras ambos fingían resolver un problema de álgebra. Habló de cómo los hombres voltean a verla cuando camina por las calles, de la aparición de manos anónimas encima de su cuerpo, y de la retahíla de piropos y de groserías que su presencia provoca. Y todo te lo contó de una sola tirada, casi sin aliento, con frases entrecortadas y risitas de niña traviesa.
Ahora es tu turno y no sabes cómo empezar. Te esfuerzas en recordar anécdotas divertidas. No lo logras. Piensas que lo más fácil es eso: comenzar, luego las palabras vendrán solas. Has retrasado tu intervención por más de media hora, pero ya no la podrás retrasar por más tiempo. Necesitas hablar en este instante. Ésas fueron las reglas: una semana ella y otra semana tú.
Recuerdas su nombre: sus sílabas se te atoran en la boca y derramas agua por la orilla de los labios. No puedes hablar. Pronuncias las tres sílabas para ti, las escuchas para ti. Impaciente, Alondra se levanta de la cama. Deambula por el cuarto. La oscuridad la persigue y te impide ver su desnudez.
—Voy por agua —apenas distingues su voz. Siempre tiene sed, tú también tienes sed. Estás nerviosa. Lo más difícil es empezar.
Ves sus piernas, una detrás de la otra, moviéndose alrededor de la cama. Desnudaste el pudor, contemplaste su cuerpo. A cambio le regalarás una historia. Inicias.
—Estoy cansada, pero déjame que te cuente. Yo también tuve una familia: mi madre murió y  mi padre se casó con mi maestra de tercero de primaria. No recuerdo si tuve hermanos… No invento, Alondra, estoy diciendo la verdad. Era mi maestra, todavía recuerdo su nariz entrometida en mis lecturas. Me quitó un amor y yo…
—Eso no era amor, pero qué tonta eres. Además aquí no importan tus verdades.
Alondra te interrumpe. Levanta demasiado el codo para beber del vaso. Luego lo abandona encima del tocador. Extiende los brazos y, con las manos, detiene su largo cabello. Observas el hueco de sus axilas rasuradas, vacío. Deseas hundir tu rostro en sus brazos. Aunque te conformas con verla. Has empezado mal y ahora ya no puedes borrar las palabras. Intentas animarte: no es para tanto, sólo es un mal comienzo. Llenas de aire tus pulmones. Tratas de nuevo.
—Es un día nublado y una fina lluvia, persistente, envuelve la ciudad. Algunas personas cargan paraguas, otras protegen su cabeza con chamarras o estiran su suéter. Hay una niña sentada afuera de una escuela. No le importa mojarse. Lleva más de veinte minutos esperando. El agua le escurre por el cabello castaño y le oculta la cara, resaltan sus ojos verdes: grandes y redondos, extrañamente rasgados hacia los extremos. Está asustada. Voltea a un lado y a otro. Busca a alguien que no encuentra, consulta en su mano el reloj con dibujos infantiles, regalo de sus padres cuando cumplió ocho años. Todavía lo usa, aunque la correa está desgastada.
—¿Soy yo? —pregunta Alondra arqueando la cejas.
—Sí, eres tú.
—Bueno, entonces también di que traía puesto el uniforme de la escuela: una blusa blanca de mangas largas y una falda de cuadros. Y que las calcetas se me resbalaban por los tobillos.
Sonríe, aprueba tus palabras. Ambas se parecen demasiado: el mismo rostro, la misma piel transparente. Ella es más blanca que tú y lo compruebas al estirar el brazo. Te inquieta su risa, la blancura de sus dientes. Casi se ven como hermanas, han usado la misma ropa y ahora intercambian sus historias. Por eso te es fácil verte en sus ojos. Y todo resulta demasiado natural: tu urgencia de retenerla, la necesidad de conservarla. A pesar de la confusión, del atontamiento y del miedo a ser descubiertas.
—Suena el toque de salida de clases. Los pasillos y los corredores de la escuela se atestan de estudiantes. Entre la multitud reconoces a la persona que esperas. Con la mano haces movimientos para llamar su atención. Una joven se acerca. Viste el mismo uniforme, aunque su cuerpo es más grande que el tuyo.
—Seguro que ésa eres tú —Alondra siempre ha sido así: guía tus historias y, cuando algo le disgusta, no duda en cambiarlo, aunque las reglas del juego prohíban su intromisión. A ti no te molesta. Por el contrario, te parece que su curiosidad es una prueba de su interés.
—Te acercas a mí casi sin aliento. Estás empapada: la blusa del uniforme se te pega a la piel y la falda parece más larga de lo que en realidad es. Me abrazas, tu cuerpo mojado se aferra a mi uniforme seco. Tu cercanía exhala un vapor que empaña mis lentes. Lloras, pero las lágrimas no disimulan tu sonrisa. Para protegernos de la lluvia, te conduzco debajo de un árbol. Entonces me cuentas lo sucedido. Cuatro niños de tu mismo grupo te empujaron hasta los últimos salones. Entre el sudor y sus risas, dos de ellos empezaron a tocarte, mientras los otros dos te sujetaban por los brazos y por las piernas. Al principio, la sorpresa ante la movilidad te impidió gritar. Pero cuando uno de ellos dirigió tu mano hacia su sexo tú aprovechaste para pellizcarlo. El dolor lo paralizó y sus compañeros se asustaron tanto que prefirieron huir.
Qué fácil te resulta imaginar la escena. Alondra vengándose, causando dolor. Alondra asustada, corriendo entre la gente que camina con paraguas. Alondra llorando, impaciente porque tus clases no terminan.
Alondra vuelve a tomar el vaso con agua. Lo deposita en sus labios húmedos. El líquido pasa sus dientes y su lengua. Inunda su garganta. Es un trago largo y pausado. Observas una ligera opresión en su cuello: segundos en que deja de respirar para que el agua transite hasta el estómago. Te gustaría conservar su imagen así: en contacto con el agua, mojada.
—Y luego, ¿yo qué hice? —la voz de Alondra, el cuerpo de Alondra. Nuevamente el vaso en el tocador.
—Entonces corriste a buscarme, faltaba media hora para que yo terminara mis clases. Cuando vi tu cara temblorosa supe enseguida que algo te había pasado. Te acompañé a casa y, como tus papás aún tardarían en regresar, me ocupé en sanar tus moretones y tus heridas. Te recosté en el sillón de la sala y con una toalla sequé tu cabello. Pasé varias veces la toalla por tu cara y con sumo cuidado terminé por bajarte las calcetas. Con una extraña emoción, desabroché tu falda y tu blusa. No podía apartar los ojos de tu cuerpo, algo me mantenía fija, parada frente a ti. Descubrí los lunares que salpican tu estómago y seguí su camino más allá de los costados de tu torso. El fino vello que rodea tu ombligo me embelesó por unos segundos. Enseguida, un imán me arrastró, y con la yema de los dedos palpé la superficie de sus moretones. Su color morado, rojizo, me fascinaba. Casi no te toqué, tenía miedo de hacerte daño.
—¿Y me besaste?
—Sí, hasta que se me hincharon los labios.
—¡Qué mentirosa eres! —Alondra invade la habitación con una risa incontrolable, contagiosa. Instintivamente, coloca las manos en su vientre y lo oprime, mientras flexiona la espalda hacia adelante. Contienes tu risa: sabes que si te dejas conducir por su alegría después será difícil retomar el rumbo de la historia. Prefieres distraer tu atención y cuentas los dientes que su sonrisa ancha te ofrece.
Tambaleándose, Alondra camina hacia ti. Por unos segundos, descansa en la orilla de la cama. Luego navega entre las cobijas. Su risa pierde fuerza, se debilita, aunque su presencia aún ocasiona ligeras sacudidas en su cuerpo. No resistes la tentación de besarla. Un hormiguero asalta tu boca. Ella se estremece cuando te acercas a su cuello y termina por ahogar su risa. Da media vuelta para ofrecerte su espalda. Admiras el camino de sus huesos y, con la mirada, recorres su columna vertebral. Adivinas su sonrisa por la espalda.
Piensas en el sutil encanto que tiene el arte de mentir. Su valor radica en la carga de verdad, más que la historia, se precisa la disponibilidad de un cuerpo que no traicione a las palabras y que actúe a la par de lo contado. Un cuerpo entregado al juego.
—Y después, ¿qué pasó? —Alondra te saca de tus pensamientos. Por un instante, olvidas en qué momento de la historia te interrumpió. Ella parece adivinarlo y con un gracioso puchero, te acosa:
—Por favor, inventa algo.
—Luego crecimos y dejamos de vernos.
—Tú estabas convencida de que formarías una familia y de que tendrías hijos. Te casaste con un tipo gordo, que a pesar de que sólo era cinco años mayor que tú se sentía demasiado viejo. Enseguida tuvieron una niña. La maternidad te hacía lucir más joven y te veías hermosa con tu niña en brazos. Él cada vez se veía más acabado y distante de toda la luz que tu cuerpo emanaba… Tú parecías haberme olvidado, pero yo no dejé de pensar en ti. Sin saber cómo, te convertiste en una obsesión: comía, dormía, iba al trabajo, pero yo no estaba en mí, tu recuerdo me embargaba. Salía a la calle creyendo que pronto te iba a encontrar y que podría ver tus piernas ajustadas por un pantalón, tu blusa desabrochada de los primeros botones y el rostro de tu niña entre tus brazos… Pero nunca apareciste… Entonces comencé a seguirte.
—¿A seguirme? ¿Y yo qué hacía?
Sientes alivio al descubrir la inquietud que aún despiertas en Alondra. Dentro de unos días cumplirán un año de que iniciaron el juego y ninguna de las dos ha faltado a una sola cita. Aunque su carácter vulnerable siempre te angustia: nunca estás segura de que regresará ni de cómo reaccionará ante tus palabras, es capaz de enojarse en un instante y de sonreír un segundo después. Esa fuerza te atrae. Sabes que en ella se oculta la fragilidad de sus decisiones.
 —No lo sé, sólo obtenía fragmentos de tu vida. Tú, desnuda detrás de la ventana abierta. Tú, caminando con una niña. Tú, despidiendo al viejo de tu marido. Tú, aseando una casa. Tú, dormida… Tú, tú y tú en todos lados: en mi cerebro, en mi corazón, en mi propio cuerpo… Después de seguirte durante el día, en las noches regresaba agotada a mi departamento y me dedicaba a buscar algo que me devolviera tu presencia. Tenía miedo de que no existieras, de que fueras una de mis fantasías. Entonces me decía: “Este libro lo leyó Alondra. Este suéter lo usó Alondra. A esta boca la besó Alondra. Si yo existo, ella también existe…” Estuve a punto de enloquecer… Sola, me abrazaba a un espejo, pero mis labios recibían la frialdad de mi reflejo… Era imposible extrañar tanto.
—Pobrecita mía, y yo sin imaginar nada.
Las delgadas manos de Alondra acarician tu cabello. Adviertes la suavidad con la que sus dedos se introducen hasta tocar tu cráneo. Un movimiento circular da masaje a tus ideas. Es increíble cómo la desesperación (la misma que te impide y te incita a hablar) te extenúa tanto.
—Me sorprendía la intensidad con la que podía recordarte. Y el recuerdo me sentada bien, me hacía sentir tu presencia. Luego, me dolía tu aparente pasividad y la manera como te conformabas ante tu vida. Y mientras yo seguía con tu imagen clavada en mi memoria. Traspasada por ti, como un alfiler atraviesa a una mariposa… Extrañarte así me ofendía.
Alondra deja de acariciarte. Sus facciones representan un sentir indescifrable: sus ojos se extravían entre las paredes del cuarto, su olfato parece recordar viejos aromas. Su cuerpo continúa tendido a un lado del tuyo, pero su pensamiento vaga. Quizá imagina tus palabras y se ve a sí misma dormida al lado de un esposo gordo, acariciada por unas manos torpes y callosas que sólo saben lastimarla, desorientada entre biberones y pañales. Entonces su rostro se contagia de tu angustia. Te compadece, se compadece a sí misma. Ahora, aunque quisiera reír, ya no podría.
—Pensé que iba a morir… Dicen que cuando una persona muere, ve en un segundo los momentos importantes de su vida: una luz, una oscuridad, una voz. ¿Dios? ¿El Diablo? ¿Qué más da? Yo te veía a ti. Y en ese momento, sólo la realidad de mi cuerpo tocado por el tuyo importaba. Tenía ganas de rezar, pero qué lejos habían quedado todos los ángeles de la guarda, todas las dulces compañías, todos los desamparos, todas las soledades. Había escuchado mil historias acerca de la muerte: una descarga, un latigazo de luz, un fuego que se enciende, una vela que se apaga. Etcétera. Nada de eso. Pensé que iba a morir y percibí en la piel el soplo de mis propias cenizas y unas ganas locas de llorar.
Alondra es la única culpable. Por su culpa, por su culpa, por su grandísima culpa: porque ella te propuso jugar con su sonrisa inocente, porque ella tejió las redes para hacerte perder, porque tanta mentira te marea, porque ya no saben cómo terminarlo.
—Entonces preferí invertir los papeles: la muerta eras tú. Ésa era la mejor explicación. Los muertos se van y no les importa los que se quedan. Solos, entregados a su egoísmo, disfrutan la ausencia que provocan… Pensar tu muerte me reconfortaba. Y me permitió sobrevivir. Lo pasado era pasado y sólo quedaba una dulce historia que pronto olvidaría. Ya no tenía sentido extrañarte. Los muertos no llaman por teléfono, los muertos no buscan, los muertos desaparecen… Sin darme cuente, empecé a olvidar. Tú, para mí, empezaste a morir…
Alondra continúa callada. Todo su cuerpo delata un fuerte olor a aceptación. Hace rato que ya no interviene y te deja jugar libremente. Prosigue perdida en tus palabras: ahora se imagina muerta. Su silencio indica el aplauso a tu historia. Pareciera que el colchón se hunde bajo el peso de sus cuerpos y los muebles del cuarto se abrieran para dejar espacio a la historia que representan.
Alondra, inexpresiva, abre los labios:
—Te quiero —murmura—, pero también te odio. ¿Por qué tienes que contarme esas cosas? Estás cambiando las reglas del juego… Ya ha sido suficiente. Mejor duerme, piensa en otra cosa, si no, tendrás pesadillas, o no podrás dormir. Además, estoy agotada. Quiero descansar un rato.
De nuevo la contradicción: primero te exige empezar y luego renuncia al juego. Se aprovecha de ti, de tu debilidad, de tu deseo por complacerla. No se lo reprochas. Eso también es parte de las reglas. No te agradaría distinguir su frente arrugada desafiando tu inconformidad. Sometes tu voluntad a la de ella.
Te acercas un poco más. El sueño invade el cuarto. Acomodan sus cuerpos: uno atrás del otro. Intentan dormir. Quieres proseguir con la historia, pero ya desperdiciaste tu tiempo. Te sosiegas. De cualquier manera, no te agradó el comienzo y buscar un final sería complicado. La semana pasada, Alondra terminó cuando recordó el departamento donde vivieron juntas, la emoción que sintió cuando eligieron la tela estampada para las cortinas y la elección del par de edredones. Luego no quiso seguir hablando. Sospechas que lo hizo para provocarte, para que tú continuaras con el relato cuando fuera tu turno. Mas no lo descubriste a tiempo. Ahora todo lo distingues como una sucesión de hechos encadenados: las dos como protagonistas en medio de distintos escenarios.
De nada te servirá prolongar la historia. Aún te asombra el rostro de Alondra: su sonrisa triste, la quietud con la que imagina su muerte. Se repite, al igual que tú. De sus ojos ya no sale agua, ni de su boca. Ya antes bebiste de su rostro y con la lengua probaste sus dientes. Indefensa, abandonas tu cuerpo en el de ella. La abrazas.
—Estoy tan cansada, Alondra. Prométeme que vendrás la semana entrante. Sigues tú… ¿Vendrás? ¿Volveremos a jugar?
Alondra no responde. No importa si duerme o finge dormir. No preguntas más. Reprimes tu desesperación. No quieres pensar. Anticipas el letargo de los siete días: todo será un sueño que despertará en la siguiente historia. Por suerte, el turno no es para ti.
Deletreas su nombre en silencio. Sus sílabas desvelan tu cansancio. Bostezas. El origen de todo está en el beso que secuestro a sus bocas, en tus labios tatuados por su nombre que no debes pronunciar.
Aspiras el aroma de su cabello negro. Respiran. Duermen. 
  
*De La memoria del agua, CONACULTA (Fondo Editorial Tierra Adentro, 253), México, 2002. 


Foto de Ernesto Moreno
Maritza M. Buendía (Zacatecas, México, 1974). Narradora y ensayista. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen con Tangos para Barbie y Ken (Textofilia, 2016), el Premio Bellas Artes de Ensayo Literario José Revueltas con Poética del voyeur, poética del amor. Juan García Ponce e Inés Arredondo (UAM/CONACULTA, 2013), y el Premio Nacional de Cuento Julio Torri con En el jardín de los cautivos (Tierra Adentro, 2005). En dos ocasiones ha sido becaria del FONCA, Jóvenes Creadores, y formó parte de la primera generación de la Fundación para las Letras Mexicanas.



Martiza M. Buendía, La memoria del agua,
CONACULTA (Fondo Editorial Tierra Adentro, 253), México, 2002. 



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