El rastro

Antonio Ramos Revillas

Para mis primos Grimaldo Revillas.


Soy primo de Ángel Uresti, el joven escritor que murió hace un par de meses. Mi nombre es Virgilio. La noticia llenó algunas planas en los suplementos culturales y de nota roja de la ciudad. Lo encontraron en su departamento, muerto por causa de una sobredosis, tirado en la regadera. La prensa no ocultó la cuestión de las drogas; habló del vicio entre los creadores y el narcotráfico en los círculos artísticos, una ruleta de la que ningún artista se quejaba, aunque sí de las matanzas entre narcos en el norte y el centro del país. Eso no me importaba, pero sí una nota que hablaba de mi primo como un escritor mediano, de fama polémica y oportunista gracias a las ridículas disputas territoriales que había tenido con otros escritores mayores que él.
Al menos un par de entrevistados alabaron su libro: una buena novela que había querido ser libro de cuentos o de cuentos que habían querido ser una novela. Sin embargo, lamentaban la muerte del joven escritor, una de las promesas de su generación. Su muerte no pasó por alto para detractores o amigos. En otra declaración se mentó la tragedia entre los jóvenes creadores: un mal que perseguía al país como la falla en la definición a la hora de los penaltis y citaron nombres como Parménides García Saldaña, José Carlos Becerra, al igual que Pavel Pardo y Ramón Ramírez.
Yo oculté todos los periódicos para no hacer sentir mal a mi tía. La pobre andaba desconsolada. Yo no tenía mucha relación con Ángel pero guardaba con afecto mis buenos momentos con él. De niños habíamos sido muy unidos: cosa de camaradas, cosa de cuates. Juntos matamos muchas mariposas, en bicicletas recorrimos la colonia; no me importaba pasearme con un chiquillo aunque yo fuera un poco mayor. Algo había en mi primo, una forma de ver la vida que intuí distinta, nueva, un gen extraño en la familia, tal vez nunca se volvería a repetir.
Me causó sorpresa cuando supe de su vocación, pero en esas fechas ya casi no hablábamos. ¿Ángel, novelista? ¿Cómo se llegaba a eso cuando los dos habíamos vivido, se puede decir, en la misma miseria, con los mismos borrachos y casi casi con la misma hambre? En alguna reunión familiar advertí su fastidio y charlé un rato con él. Me contó de su novela en cierne, de su personajes: mujeres de vecindad, un borracho, un anciano traficante de perros: el retrato de su infancia, de mi infancia. Unos meses después me enteré de su premio, de la publicación de su libro. Lo compré, lo leí, sintiendo de cerca a los personajes, como si fueran mi primo, yo y un par de amigos en aquella infancia casi salvaje que tuvimos.
A los pocos días del entierro me pregunté quién era en realidad Ángel Uresti. Motivado por no sé qué curiosidad, fui a buscar algunas de sus cosas en casa de mi tía y ella me dio todos los papeles. No quiero saber nada más de eso, me dijo. Me los llevé. Eran varios manuscritos que no tardé en leer y clasificar en mis fines de semana. Ángel tenía predilección por historias de seres nocturnos o realistas. La lectura de sus textos me emocionó. Soy modesto al decirlo, Ángel era un escritor con posibilidades.
Busqué información de él con sus amigos, encontré sus libros, mi tía me dio las llaves del departamento donde lo habían hallado sin vida. Los amigos no eran muchos; los libros tampoco, apenas unos quince ejemplares de su novela. Las llaves tintineaban en un llavero con forma de letra.
De regreso, no supe por qué, pero tomé uno de los libros y comencé a hojearlo. No tenía nada de importante, pero en ese momento me dije que sería muy bueno preservar la memoria de Ángel Uresti. Muy pronto mi tía se enteró de lo que hacía por su hijo, por mi primo y me dio las gracias con toda la sinceridad del mundo; pero luego agregó:
—Tampoco lo vale, Virgilio, tampoco. Por algo murió mijo. Él siempre fue así: rebelde, de otro mundo, no quiero que ese otro mundo te jale a ti también.
Me contó sobre la otra personalidad de Ángel: las noches en que llegaba borracho, las llamadas telefónicas en la madrugada, el departamento sucio donde había muerto; departamento que un amigo con poderes le había prestado. Ni le he dicho al dueño lo que pasó en su casa, era prestada, qué vergüenza. Me habló de los amigos extraños, las novias con un aire podrido en la mirada, su adicción a la cocaína que manchaba la reputación de la familia, los escándalos que le había hecho afuera de su casa cuando ella pensaba que Ángel iba a dejar aquel pasado de violencia y alcohol.
Cada palabra de mi tía revelaba ante mí un hombre distinto, casi macabro, uno que borraba mi recuerdo de aquel muchachito a mi lado en años mejores. Sin embargo, eso no cambió mis fines. Ahora era parte del extraño mundo de los escritores: un mundo carente de orden, donde las ideas son relativas y el bien o el mal o la ambición y la avaricia se miden con otras reglas. Al menos ese era el mundo que Ángel me había contado con anterioridad.
—No sabes lo difícil que es sobrevivir a esto; pura rapiña entre gente que se dice tu amiga.
Me lo dijo en forma contundente y al mismo tiempo con fastidio e ironía, mientras continuaba la fiesta familiar a nuestro alrededor.
Cuando salí de casa de mi tía iba con el ánimo descompuesto. Ángel. Quién sabe si su nombre sería recordado con los años. El mío, por supuesto, no; pero Ángel debía de serlo. Ningún otro Uresti había alcanzado algo de eternidad. Tíos borrachos, primas embarazadas a los dieciséis años, sobrinos que no pasarían de trabajar en alguna cadena de abarrotes o en una fábrica. Repasé mi vida: un contador encerrado en una gran burocracia. Ese era el semillero, la fuerza bruta de los Uresti: perderse hasta que apareció Ángel y después de Ángel, ¿quién más? Caminé sin rumbo fijo por varias calles y decidí no detenerme. Aproveché que tenía las llaves del departamento y me dirigí hacia allá.
La colonia donde Ángel vivía era acorde con su personalidad y sus historias: un poco decadente, con edificios descuidados. La fachada de su edificio, plana, con ventanales grises. Me produjo ansiedad en cuanto apareció ante mí.
Apenas encendí la luz del departamento encontré pósters, una mesa de madera, un par de sillas. Los clósets aún tenían ropa. En un par de cajoneras se encontraban borradores de cuentos: había libros amontonados en las esquinas, dentro de los anaqueles del fregadero o encima de la mesa. El departamento parecía estar tal y como lo habían dejado los policías.
Como pude ordené las cosas, pasé un trapo por la mesa y me senté frente a las ventanas. ¿Qué sentía Ángel cuando se sentaba aquí? Fui al clóset, tomé una camisa suya y me la puse. ¿Qué sentía Ángel al ponerse esta ropa? Intenté mirarme en un espejo pero no había ninguno. Desde su ventanal se percibía la ciudad oscura y amarillenta a esa hora. Muy lejos pasaban los autos sobre un puente y se veía un bosque espeso.
Miraba un par de cuartos y una cocina con trastos sucios pero, por un momento, quise saber qué era lo que en realidad miraba Ángel, qué encontraba en la gente, qué rastro veía en las miradas o en las personas para sacarles una historia y cómo formulaba esas historias y de dónde salían o qué eran.
—Uno nunca sabe cuándo te va a asaltar un cuento. Lo ves frente a ti y listo, como si fueras buscando algo en la nada, apenas un rastro de algo que ignoras.
La mirada, el rastro. ¿Qué jodida mirada y rastro alguno? E intenté observar, encontrar la historia y… nada. Sólo vacío y un temblor en el estómago, ácido por causa de la gastritis.
Salí y mientras cerraba la puerta se aproximó una mujer joven con tres chamacos. Se le veía fatigada pero sostenía en brazos a una niña pequeña.
—¿Es usted policía?
—No, señora, no, me llamo Virgilio Uresti, soy o fui, más bien, primo de Ángel.
La mujer sonrió con lástima, vaciló y dijo:
—Me quedé con unas cosas suyas, sería bueno dárselas.
Acepté de inmediato. Más cosas de Ángel. Seguí a la mujer un piso y noté que su departamento se encontraba encima al de mi primo. Había muebles gastados, pero se les notaba cierto decoro. La mujer puso a la niña en el suelo y ésta comenzó a lamerse los dedos. Los otros pequeños corrieron: uno se metió en un cuarto y el otro se sentó en la sala a ver la televisión.
Examiné bien a la mujer. Ana, dijo que se llamaba. Era mediana, un poco flaca. Usaba pants y sudadera. Traía el pelo negro y corto recogido en un medio chongo. Ahí, en ese departamento de paredes un tanto sucias, me pregunté cómo era que Ángel había entablado una relación con ella. Ana pareció leerme los pensamientos porque dijo:
—No éramos amigos, no al principio. Una vez se quejó porque le hacíamos mucho ruido cuando quería escribir.
—¿A usted le gusta leer?
—Claro, bueno, poco en realidad.
Sonrió, un tanto avergonzada y agregó:
—La verdad no leo, sólo algunas cosas que su primo me daba. Me enteré de la muerte de Ángel esa misma tarde, cuando llegaron los policías. Quise ir al funeral pero no pude. Una lástima; terminamos siendo buenos amigos.
Ana entró a la cocina y apagó la estufa donde había puesto a cocer una olla con frijoles. Aroma terroso y fuerte invadía el aire. Observé a la mujer cuando sacó la olla de la lumbre aunque la hubiera apagado y después se limpió las manos y me pidió que la esperara mientras buscaba los papeles.
—¿Y cómo le haces para escribir? —quise saber aquella vez de la fiesta.
—Si supiera te diría, primo —me respondió de mala gana, como si no quisiera revelar su secreto.
La niña, a gatas, se acomodó cerca de mí y la observé con cuidado. ¿Era esa niña material para un cuento? ¿Sería esa niña, al crecer, personaje de algo o de alguien? Si Ángel la conocía, ¿escribiría sobre ella? Me incliné para mirarla bien y le descubrí una envoltura entre los dientes. Busqué a Ana pero no la encontré. Intenté quitarle la envoltura. La pequeña hizo un puchero, me miró con enojo, pero no desistí. Está sucia, le dije torpemente, pero me respondió con un chillido. El otro niño subió el volumen de la televisión. Oía explosiones, gritos de socorro que salían de las bocinas del aparato. Cuando alcé la mirada encontré al otro niño frente a mí con el ceño fruncido y los puños apretados. El niño tenía un vago parecido a la mujer pero otros rasgos más duros, rasgos de hombre, del padre.
Cuando Ana volvió llevaba un fólder y una caja pequeña. Me la entregó pero me encontró con la envoltura babosa en la mano. ¿Qué miraba Ángel en las cosas?, me pregunté cuando Ana hizo una media mueca y tomó la envoltura, guardándola en la bolsa trasera del pants.
—Es el libro que me dedicó.

“Por las veces que uno se pierde y se recupera”
Ángel Uresti

Ana se quedó mirándome y después observó el pedazo de ciudad que aparecía frente a su ventana. Los niños mayores se habían sentado a mirar la televisión y la pequeña se hallaba ahora en sus brazos.
—Así terminan las cosas.
Imaginé a mi primo y a ella en un amorío, de golpe estaban en el departamento de mi primo, enredados sobre el sofá mientras la pequeña se arrastraba alrededor de ellos, invadidos por el calor, con las ropas en el suelo y ellos intrincados en el sillón, olvidándose del marido, de los niños, de los frijoles y los libros; los imaginé haciéndolo sobre la mesa: ella: una mujer casada, con preocupaciones que a nadie le importaban y él, un escritor en cierne, con la esperanza de encontrar sus historias: una de amor o desamor entre dos personas que se pierden y se recuperan y luego cada uno de ellos toma los despojos, se visten con ellos, vuelven a ser una mujer con marido e hijos, con una vida que cada vez quedaba atrás y él tomaba sus apuntes y escribía una vida que también se le iba quedando atrás.
—¿Le puedo pedir un favor? —le dije a Ana y ésta hizo una mueca de curiosidad—. Haga de cuenta que no estoy aquí, haga sus cosas.
—¿Cómo?
—Sí, por Ángel, por mi primo, es un experimento, se lo pido por favor, le puedo pagar.
—Pero mi marido no tarda…
—Por favor.
Le devolví su libro y ella volvió a leer la dedicatoria, pasó los dedos lentamente sobre el lomo del ejemplar y suspiró como sin darse cuenta.
—Algunas veces él venía a leerme sus historias.
—Le prometo no hacer ruido.
Aceptó y se fue a la cocina. Aceché desde el umbral de la puerta. Al principio Ana se movió alerta ante mis ojos. Un niño le quitó el control al otro y la pequeña se recargó en la espalda baja del sofá, Ana movió la olla de los frijoles abrió el refrigerador y sacó unos huevos y el niño mayor soltó el control y se asomó a la ventana mientras el otro le cambiaba a la televisión y la niña se llevó otra cosa a la boca y la mordió varias veces y luego la escupió y la tiró y me sonrió mientras Ana a mi lado como si yo no existiera; encendía la luz del baño y pensaba no sé si nerviosa, que pronto habría otro inquilino en el departamento de abajo y esperaba que no la molestara con los ruidos y que ya suficiente tenía con mantener a tres niños casi hiperactivos y cuando salió del baño pasó otra vez a mi lado y se quedó un rato dándome la espalda y miraba la ciudad y yo los hombros pequeños mientras poco a poco intentaba armar el rastro de aquella mujer, casi treinta años, tres niños, una casa tal vez rentada; el sol que poco a poco salía de la casa como huyendo de los ruidos de la televisión y de las rodillas sucias de la pequeña; ¿qué de todo ese mundo en el que Ángel anduvo le sirvió para escribir lo que escribía? esas palabras para formar a mujeres como aquellas; a niños como esos, perdidos en la más completa indiferencia del mundo, una indiferencia que él miraba para bien o para mal y ahora explotaba frente a mis ojos sólo causándome impotencia y pronto, desesperación.
Pero al final nada.
No le avisé a la mujer cuando salí de su casa.


*Cuento perteneciente al libro Sola no puedo, Instituto Cultural de Aguascalientes, 2010.


Antonio Ramos Revillas (Monterrey, Nuevo León, 1977). Es narrador y docente del Programa Nacional Salas de Lectura. Su novela más reciente es Los últimos hijos. Es director de la Editorial Universitaria de la UANL.


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