Dos cuentos de José Chávez Rivera


No se lo digas a nadie

Pau ha comprado otro pez, ha perdido la cuenta de los que lleva. Sus escamitas plateadas destellan al sol cuando levanta la bolsa más arriba de sus ojos y le mira desde abajo. El autobús avanza muy despacio por las calles llenísimas de coches. Pau no sonríe casi nunca, parece una niña triste aunque hace tiempo dejó su infancia como guardada en uno de los cajones de su armario. El sol a través de la ventanilla me hace casi dormir y es que llevamos muchos días durmiendo mal y de malas. Nada más cuando hablamos de irnos lejos y vivir juntos vuelve a sonreír.
Ella era feliz conmigo, funcionábamos bien juntos. Siempre estábamos a la distancia de un abrazo y mis idioteces la hacían reír, era una risa peculiar, descompasada, flaca, risa despeinada y descalza. Pero yo la escuchaba como la mejor música. Yo también era feliz con ella. Por eso me cayó en lo huevos ese nuevo amiguito hijodelachingada y su modo cool de hacer las cosas y cómo ella le celebraba todo. Con el tiempo me he dado cuenta de dos cosas, yo estaba muy celoso de él y de que él no tuvo la culpa de lo que pasó. Quisiera poder tomar unos minutos de descanso y dejar de pensar y de sentir miedo.
Nos bajamos del bus en la esquina del Oxxo, todavía tuvimos que caminar veinte minutos. Se para derechita frente a la tumba, siento el viento, que es el mismo viento que le revuelve el cabello. Yo pateo las piedras y revoloteo, y repaso la noche que quisiera olvidar. Todo termina con la sentencia “Deben matar a alguien cada semana, cada semana alguien debe morir”. Me queda la sensación de que nunca logré salvarla de nada, que nadie puede salvarla ya. Pau llora de vez en cuando y repite: “No se lo digas a nadie”. No veo cómo podría contarle eso a alguien. El pez boquea y aletea en la mancha de agua que moja el mármol de la tumba. Empieza a nublarse, pronto comenzará a llover.


Si existe y nos ve

Se había puesto a buscarle forma a las manchas de la mesa mientras hablaba con el otro, muy atento a los ruidos allende la ventana pero sin despegar los ojos de la madera agrietada.
—Lo que digo es que el mundo debe significar algo más.
—Llevamos tres meses entre tiroteos, casi no hemos conseguido comida, ¡tanta hambre! No puedes llegar a viejo con ilusiones de niño. Estamos solos.
Una mancha parecía la cola de un caballo, la otra se dividía en dos como la cabellera de una mujer.
—No sé, pero aunque cada letra de que estamos hechos venga de la roca fría, la vida tiene algo de misterioso.
—Todo —susurró—, es por casualidad, nada tiene razón de ser.
—¿Qué?
—Nada, tenemos que esperar, han de venir tarde o temprano.
La luz de un vehículo lejano pobló la habitación de sombras, le latía el corazón con una calma extraña, prefería la ansiedad previa de la batalla. Mientras, los riñones le descontaban días a su vida. El otro ya casi dormía, su pensamiento daba pasos hacia la puerta de su casa mientras se convertía en sueño, movía los dedos de los pies, pensó en café, en el olor del café, pero no soltó el fusil cargado con una sola bala.
Se puso a pensar en el carpintero y la mesa, en el día que los clavos fueron martillados, en todo hay un rastro de su creador, hasta la guerra. Tenía que encontrar la forma de salir, Algo, Alguien debía escribir su salvación o su huida.
Los disparos cesaron allá lejos, meses antes había ruido de borrachos, música y gente que pasaba. Ahora los muertos, los que estaban muriendo y los que se escondían, ya no quedaban ruidos humanos, todo era quejidos y silencio de felinos al acecho. Entre la silla y la piel de su espalda había tres tipos de tela, polvo de varios suelos distintos, sudor de varios días y sangre seca de un desconocido. Cada uno de sus pensamientos estaba envuelto en angustia. El otro despertó, había soñado con su casa, pero no pudo soñar con su familia.
Se quedaron callados, mirando la pequeñez de su mundo, los dos tenían mucho miedo de que el ruido de metrallas volviera y fuera el momento de morir.
—¿Entonces, crees eso de que un Autor todo poderoso nos mira desde todos los ángulos posibles?
—Tampoco dije eso, sabes que no soy religioso. 


José Chávez Rivera (Zacatecas, 1985), es estudiante de la carrera de letras en la UAZ, espectador profesional, trabajador promedio, soñador sin remedio, escritor, cliente de cine con boleto pagado, cantante de regadera y constructor. Le gusta llevar la contra por molestar, ha publicado un par de cuentos en Barca de palabras y Abrapalabra, sigue buscando su lugar en el mundo.

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