El balcón

Ángel Soto



A Margarita le gustaba oírme tocar la guitarra. Le componía canciones, y en las noches salía al balconcito de su cuarto a una cierta hora (una hora que me parece fue acomodándosele en el metabolismo, ya que nunca discutimos ni planeamos itinerario alguno sobre aquel concierto privado, improvisado, que debía quedar fuera de la perspicacia de don Eugenio), y supuse por mucho tiempo que se levantaba de la cama por el ruido del desplazamiento que hacía con mis pies para abrirme camino entre las flores, ya muertas por el otoño, ya ruidosas en su fragilidad, que alfombraban ocre el jardín desde el que me ponía a tocarle y a cantarle las promesas más eternas y los amores más lúcidos que me hubieran asaltado al día anterior, entre libretas y trasnochadas deliberaciones. Ella salía autómata, tiempo después. En principio no. En principio se asomaba desde el balcón con los ojos adormecidos por lo que sería, tal vez, el hechizo de los vientos oscuros; esos vientos queditos, apenas perceptibles por los rostros que se asoman de los balcones para testimoniar las gallardías naturales ya de estas ciertas horas, con que algunos, como yo, transgredimos la paz de la noche; y salía a despertarse, sin ningún atisbo de molestia y todo lo contrario: contemplativa, alegre, romántica.
Todo esto en nuestros primeros meses de noviazgo. La escena entonces se había sumado a nuestro programa de eventualidades, y ya ni siquiera volvimos a ponernos de acuerdo para elaborar sutilezas con las cuales no despertar a don Eugenio: la paz con que había acostumbrado a nuestra confianza nos hizo muy indolentes al momento de querer pensar en algo para que no despertara, y dedujimos finalmente que no había por qué desgastar las salidas pocas por la tarde (a los cafés, más a los jardines) en minuciosas estratagemas para llegar a este fin.
Durante las tardes, Margarita me acompañaba a la estación de la radio universitaria; se sentaba en silencio al lado de los locutores, con las piernas cruzadas, y planchándose con las manos, ansiosamente, la falda. A veces, cuando la veía sumamente embelesada, a la última canción (sólo me permitían dos canciones) le agregaba la dedicatoria: A Margarita. No entraba en más especificaciones, me gustaba imaginar a los radioyentes preguntándose quién era ella; y a mí me satisfacía la maldad de ser el único que conocía ese secreto que era Margarita.
En una ocasión, cuando nos disponíamos a salir de la radio, se cruzó ante nosotros Jesús López, que dijo haber venido a la estación  para visitar a una amiga, la doctora Irene Cuevas, que fue la que me invitó, hace un año atrás, en la escuela de música, a la radio. Se presentó como Jesús López y se insinuó como representante. Dijo también que me escuchó, se sacó del bolsillo la cartera y de la cartera una tarjetita y, condescendiente, puso su mano sobre mi hombro mientras que con la otra le ofrecía a Margarita lo que más tarde, ya afuera del edificio y de la vista del hombre, reconocimos como su tarjeta de presentación.
A ella le disgustaron las confianzas de Jesús López, y estuvo a punto de tirar su tarjeta, pero la detuve, objetando que quizás era él la intercesión que había estado esperando. La persuadí insistentemente hasta que accedió, más hastiada que convencida, por mi esperanza. Acordamos que si le hablaría, sería hasta mañana y sólo cuando estuviéramos juntos, pero la desesperación me llevó a romper esta promesa; al dejarla en su casa, busqué un teléfono público y marqué, torpe por el arrebato de mis nervios, el número impreso en la tarjetita. Nadie contestó. “Mejor”, pensé. Sin embargo, lo que duró la tarde, e incluso la noche (todavía mientras llevaba a cabo la serenata) no pude concentrarme en lo que hacía. Supongo que ella lo notó, porque, amable, me mandó a dormir, alegando que el cansancio se advertía en mi voz y ojos. Algo nervioso quise aprovechar su benevolencia, y como si mis decisiones estuvieran más allá de mí (en ella), le pedí permiso de faltar la siguiente noche. Un tanto aturdida, respondió que estaba bien, y antes de irme, adelantando conclusiones, debió imaginarse que yo quería más que una noche para descansar y que no me atrevería a hacérselo saber, así que me lo preguntó; una vez más volví a aprovecharme de su indulgencia y le dije que me gustaría tomarme todo el día libre de mañana. Otra vez aceptó sin objeciones.

Al clarecer el día, volví a marcar el número de la tarjeta. No lo hice en seguida al despertar, debo decirlo; ayer, cuando hablé desde el teléfono público sin tener suerte, supuse que la incomunicabilidad era una coincidencia que entonces debía captar como una oportunidad para no desentenderme de nuestra promesa, idea que me acosó mientras repartía mi energía en los quehaceres de la mañana. Cuando terminé, sentado en el sillón, me convencí, y no digo que rápido, de que su presencia no cambiaría en nada los arbitrajes de Jesús López, y mucho menos si esta presencia sólo tenía por fin acompañarme, y no articular palabras, no verse. ¿Importaba mucho, pues, que se encontrara o no conmigo en el desenvolvimiento de mi conversación? ¿Qué cambiaría?, ¿qué efecto tendría ella que no tuviera una ausencia? Ante mi reflexión, la voz lacónica de Jesús López sonó grosera, interrumpiendo de súbito el momento en que mi inclinación por colgar el teléfono (inclinación que comenzaba a latir con mayor intensidad) me pareció lo más noble.
Diga.
Buenos días.
Qué tal, buenos días. ¿Quién es?
Montoya, el de la radio, el de ayer.
Ah, por supuesto. ¿Qué dices, Montoya?
Me dijo que le marcara cuando tuviera tiempo.
Sí, sí; ¿sabes?, en este momento no puedo hablar, más tarde, ¿está bien?
Ah, sí, está bien.
O no te molestes, luego te marco. Estamos al pendiente.
Y colgó.
Sin desánimo, me dirigí a mi alcoba y saqué las libretas en las que hacía mis composiciones musicales. Una de estas libretas tenía inscrito en el lomo Ideas y poemas trasnochados, y cuando no estaba guardado en el cajón de mi escritorio, lo podía hallar debajo de la almohada, pero sólo por las noches, porque había adquirido esa desesperante costumbre de imaginar futuros y buscar soluciones a mi presente, si es que no me asaltaba la nostalgia con imágenes intermitentes y borrosas de algún buen tiempo al que mi cerebro parecía creer digno de una remembranza nocturna y yo de una breve semblanza escrita. Si tuviera que decir qué se me daba mejor, diría que lo de imaginar futuros. Este cuaderno me liberaba por completo de sujetarme de aquel frágil gancho que era mi memoria, y a punto de conciliar el sueño, o después de hacerlo, fuera el caso, me levantaba tremendamente atónito por las revelaciones que comúnmente, para mí, tienen lugar en las deshoras. Corrí las persianas, hasta no dejar ningún resquicio por el que pudiera entrar la luz del mediodía. Trabajaba así. Me senté frente al escritorio y me salté por lo menos treinta páginas para seccionar el cuaderno; ahora la segunda parte de éste correspondería a la escritura de varias, esperaba, letras de canciones en un intento de maravillar a Jesús López, aunque la suposición de creerlo un hombre ya nada sensible ante las composiciones más elaboradas, me hizo querer desistir de la libreta y el lápiz, de mi imaginación y método, pues ¿no era él un señor del medio musical que se había topado en sus labores con múltiples muchachos llenos de pretensión y pueriles ensoñaciones que avistaba inmediatamente, a los que reconocía, a los que se había acostumbrado abandonándose a un permanente desencanto? De ser así, ¿por qué darme la tarjeta?, ¿por qué se fijó en mí? Al no encontrar una respuesta que me desalentara, proseguí con mi labor de compositor y escritor. Y al cabo de cuatro horas consecutivas de explotación a mi ingenio, terminé cinco canciones, con letra y pista.
Esperé la llamada, pero no la hubo. Así alrededor de una semana, en la que no salí del departamento ni por la necesidad más vital. Tampoco vi a Margarita esa semana, sin embargo, la imagen que mi memoria proyectaba de Margarita me llenaba de una alegría inconmensurable que hacía más amena la espera; y esperando la imaginaba, yo a ella y ella a mí. Marqué una vez más el número, y de no encontrar una voz que me atendiera, resolvería dejar el sofá y el libro que me distraía de la marcha del tiempo. Como nadie contestó, colgándome la guitarra en la espalda salí en seguida, impaciente de que sus facciones, sus movimientos, su esencia, definieran los rasgos de mi esbozo. No estaba afuera, esperándome. Empecé a tocar. Después de unos segundos se asomó al balcón, somnolienta. Esa noche no hablamos. Se despidió con un beso al aire que, de haber sido un beso real, no creo que me hubiera alcanzado, porque lo arrojó como quien tira sin ver un papel a la basura, indiferente a su equivocación o atino.
Pero ay, aunque logramos la clandestinidad de nuestro amor, se presentaron más adelante los desaires de la costumbre: las miradas aburridas, la falta de atenciones sinceras, los suspiros en pos de rellenar el silencio pese a que más sobrellevado hubiera sido mantenerlo. Al ver a Margarita así, entristecí, y una semana completa no volví a pararme en el jardincito de hojas muertas que la luz del balcón (y lo sé, porque sí fui a asomarme a lo lejos, a ver si me esperaba) iluminaba como queriendo escrutar la razón de mi ausencia. Y como es difícil esconder la aflicción, muy seguramente fue ella la que me descubrió a los ojos de mi tan siempre comprensivo amigo Carlos, que me recomendó (después de que le contara mis razones), dar continuidad a mi desaparición, y posteriormente regresar, cuando tanteara yo que la soledad de Margarita se encontraba ya en esa indecisión de definirse como una espera o un olvido. Que Carlos premeditara las últimas consecuencias de mi situación y redujera los resultados que daría prolongar mi abandono a aquellos dos, me erizó la piel al mismo tiempo que me hizo reflexionarlo. Después hablé con otro par de amigos, sólo para ir formando mi dictamen. Lo pensé un par de veces, pues quería que mis acciones, si es que las tenía, no fueran el resultado más inevitable de un revoltijo de ideas que no eran de mi absoluto agrado y pertenencia, y digo absoluto porque, muy a mi pésame, algunas llegaron a parecerme caminos muy factibles que hubiesen tal vez mitigado el dolor de mi total abandono, del saberme lejos de Margarita, del imaginarme casi disipado de su memoria.
Había terminado de escribir, para entrada la tarde, una canción en la que hablaba de las ausencias en jardines; era como una carta en la que pedía disculpas. Iban a dar las tres. Desde hacía una hora, Margarita había llegado del taller de pintura. Quizás ahora se hallaba enfrente de su escritorio, trazando a lápiz figuras semicirculares (no recuerdo), para practicar la forma correcta con que se debe dibujar una mano. Le hablé por teléfono.
¿Margarita?
—Eh, ¿eres tú? Te desapareciste dijo.
Su voz tenía un deje de indiferencia (no puedo agregar que remarcado, pues es en el desinterés con que se modula el tono donde radica tal aseveración); no me inmuté. Tal vez me hablaba así para que escarmentara; lo pensé muchas veces, para no quedarme con la frivolidad de la primera impresión y darle otro sentido, uno en el que pudiera entrever que ella me extrañaba pero también me odiaba por el abandono en que la tuve los últimos días; en otras palabras, quise hallar ese sentido para sentirme amado.
Quedamos de salir, ese mismo día, a las cuatro en punto. Cuando colgué el teléfono (primero lo colgó ella), subí directo a mi habitación; me recosté, hojeé un libro de relatos; inexplicablemente mi atención cayó en el fragmento menos oportuno de unos de éstos, y el efecto de la coincidencia entre esa ficción y mis situaciones me hizo preguntarme, con miedo, si aquellas líneas no estarían escrutando el futuro más terrible de mi relación con Margarita. Rápidamente repudié tal posibilidad. Luego más o menos deduje que el fenómeno no era inexplicable; que, de hecho, fue muy normal que azarosamente mi atención hubiera encontrado esas líneas, pues de no estar pasando lo que pasaba ahora con Margarita, la superposición de mi vida con la del personaje del relato hubiera carecido de significado y, en consecuencia, de justificación.
No supe en qué momento me entregué al sueño, pero al despertar, contaba sólo con un cuarto de hora para alistarme y cumplir con mi cita. Con un atraso de diez minutos, la encontré paciente, sentada al borde de una de las bardas chaparras de cantera rosa que definían los pasillos estrechos del jardín y repartían, desproporcionadamente, las zonas verdes en que descansaban pirules y arbustos enanos que daban un fruto indigerible pero ornamental. Nos saludamos en la distancia, con un asentimiento de cabeza que se me antojó al instante, por ser informal e inexpresivo, el principio de un desencuentro de confianzas e intereses.
 Le pregunté si todo este silencio que había nacido entre nosotros tenía que ver, por lo menos un poco, un poquito para no ser yo el único responsable, con que su padre nos había descubierto y la obligaba a tener las actitudes que distinguen el desenamoramiento para así provocarme a optar por una distancia que me protegiera del ay, ojalá que sí, fingido desplante, y dijo que no.  Le pregunté si todavía me quería y, como buscándose una basurilla en el fleco, se hizo la desentendida en aquel gesto de inocencia. A mí me pareció una inocencia perversa,  porque ¡cómo sufrí con esa belleza tan espantosamente silenciosa y enajenada!, como si me estuviera diciendo que a partir de ahora el amor que yo comunicara no tendría un porvenir beatífico, ni siquiera un porvenir a secas; era como si Margarita, en medio de su belleza y el silencio de esta belleza, me hiciera ver que mi amor por ella era de la misma naturaleza que los otros con que se amaba una obra de arte, un atardecer, un libro…; en resumen, un amor que no se podía repudiar, pero que tampoco tentaba a la mínima correspondencia. La tomé de las manos, la miré a los ojos (la miré entornando la mirada, desconociéndola), le dije:
¿Por qué?
—Porque ya nos estuvimos esperando demasiado.
Tuve que contradecirla en seguida, con un deje de resentimiento:
—Te refieres a que tú me has esperado a mí.
No dijo.
Entonces se dio a la tarea de explicarme que, muy en el fondo, yo esperaba esto; esperaba que no se cansara de esperarme; esperaba que me tuviese paciencia y, luego, finalmente, dijo, comencé a esperar un inminente desenlace entre ella y yo, y dijo inminente, como si de verdad yo hubiera preconcebido el ultimátum y sólo me dedicara en silencio a la llegada de éste.
Se levantó y quiso besarme en la mejilla. Mi rostro se inmovilizó y le susurré, una vez que la distancia fue corta, “Te equivocas”. Se irguió al dejar su beso y comenzó a caminar. “Yo no quería que las cosas resultaran así; no dejé de salir contigo por esperar una llamada; no dejé de escribirte canciones por escribir otras para Jesús López”…, continué, a sabiendas de que Margarita ya no me alcanzaba a oír y de que no deseaba hacerlo; lo había dejado claro con su inexorable decisión de no voltear, de caminar derecho sin contrariar su actitud, sin permitirse una última bondad conmigo como yo tampoco me las volví a permitir durante un largo tiempo, seguro de que el castigo me concernía.
No volvimos a buscarnos.
En una ocasión, sin ningún ánimo pero lamentablemente abducido por la necesidad, crucé su calle. La hora, en solemne coincidencia con las venturas y el amor de otro tiempo, era una de esas mismas horas en que antes la frecuentaba; su cuarto no emanaba ni la más pobre luz, y el jardincito se hallaba en una impecable oscuridad que se superpuso a mis recuerdos. Pero debo decir que me siento consolado por el abandono del jardín, por la ausencia de Margarita asomada en el balcón. Significa que aún no se confía a nadie que pueda ayudarla a encarar los escenarios de nuestro pasado furtivo, significa que tiene miedo de hacerlo porque está sola, significa que aún piensa en mí.


Ángel Soto (Zacatecas, 1995). Escritor de vocación y estudiante de Letras en la UAZ, ha publicado en las revistas Barca de Palabras y Abrapalabra cuentos como “La última flecha” y “Brevísima intersección de paralelos”, entre otros. Actualmente trabaja en dos compilaciones de cuentos, una de éstas apresuradamente intitulada La sombra de la jacaranda. En sus tiempos de ocio se dedica a corregir Arnulfo Félix, su primera gran incursión literaria. Miembro del Club del Sapo Triste y de la cofradía de los Hijos de Báez.

Comentarios

¿SE TE PASÓ ALGUNA PUBLICACIÓN? ¡AQUÍ PUEDES VERLAS!